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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1971. Ciclo C

19º Domingo durante el año
8-8-71

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 12, 32-48
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No temas, pequeño Rebaño, porque vuestro Padre ha querido darles el Reino. Vended vuestros bienes y dadlos como limosna. Haceos bolsas que no se desgasten y acumulad un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni la polilla destruye. Porque allí donde tengáis vuestro tesoro, tendréis también vuestro corazón. Estad preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sed como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta. ¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Os aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlos. ¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así! Entendedlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora va a llegar el ladrón, no dejaría perforar las paredes de su casa. Vosotros también estad preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada.» Pedro preguntó entonces: «Señor, ¿esta parábola la dices para nosotros o para todos?» El Señor le dijo: «¿Cuál es el administrador fiel y previsor, a quien el Señor pondrá al frente de su personal para distribuirle la ración de trigo en el momento oportuno? ¡Feliz aquel a quien su señor, al llegar, encuentra ocupado en este trabajo! Os aseguro que lo hará administrador de todos sus bienes. Pero si este servidor piensa: "Mi señor tardará en llegar", y se dedica a golpear a los servidores y a las sirvientas, y se pone a comer, a beber y a emborracharse, su señor llegará el día y la hora menos pensada, lo castigará y le hará correr la misma suerte que los infieles. El servidor que, conociendo la voluntad de su señor, no tuvo las cosas preparadas y no obró conforme a lo que él había dispuesto, recibirá un castigo severo. Pero aquel que sin saberlo, se hizo también culpable, será castigado menos severamente. Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; y al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más»


Sermón

Hace pocas horas, tres hombres, hermanos nuestros, después de tomar sol unos días en la luna, acaban de regresar a la madre tierra. Millones de personas los han acompañado, repantigados en los blandos sillones de su casa y con el mate en la mano, a través de la ventana chisporroteante de la televisión. ¡Cosa de maravilla! ¡Quién lo hubiera pensado hace treinta, cuarenta años, cuando los jóvenes se enfrascaban azorados en las ficciones quiméricas de Julio Verne, sus viajes fantásticos por abismos del océano y sus alucinantes aterrizajes lunares! La realidad ha superado al sueño; la ciencia fría al febril magín del poeta.

Cuando el general Roca , vencedor de los indios, invitó al indómito cacique Namuncurá –padre de Ceferino- a Buenos Aires, allá por el 1884, dicen que Aristóbulo del Valle quiso hacerle hablar por teléfono con un soldado indio. Cuando el cacique sintió la voz que salía por el tubo se retiró, a la vez espantado y feroz. Señalando el aparato exclamaba: “¡Gualichu, Gualichu!” el nombre del demonio de las pampas.

Si el pobre Namuncurá de golpe despertara hoy se creería en el centro del mismísimo infierno.

Pero nosotros hombres de ciudad y de siglo XX, sabemos que el desprestigiado Gualichu o Satanás no tiene nada que ver con nuestras licuadoras, televisiones, estereofonías, lavaplatos, lustradoras, transistores, Boeing, IBM, lunarovers, cápsulas, detergentes, biolavadores, bocinas y grabadores que llenan nuestras casas y nuestras vidas.

Todo esto, pasmoso, mirífico, no es fruto sino del progreso .

Palabra mágica. ¿Quién no quiere el progreso? ¿Quién no quiere ser un hombre progresista? ¿Quién no desea formar parte de una joven nación progresista? ¡Ah los ‘pueblos amantes de la paz y del progreso'! Partidos progresistas, diarios progresistas, sistemas progresistas.

La humanidad que marcha hacia el futuro por el camino del tiempo ¡muera el inmovilismo! ¡Muera lo antiguo, el pasado, lo vetusto!

¡Guay del que no esté al día con la última noticia! “¡ Cómo! ¿Todavía no sabés que …?” Pobre del que no haya leído el último bestseller; la que use el vestido pasado de moda; el que aún no haya manejado el último modelo de automóvil; el que no alarga o acorta su sobretodo al compás del modisto francés; el carcamán superado por la novísima promoción generacional; el que usa palabras o costumbres de los abuelos.

¡Hay que vivir en el presente! Punta de lanza que va horadando en el tiempo la senda del futuro. ¡Y quién pudiera vivir ya en el futuro: dorado futuro, increíble futuro, de la sociedad sin pobres, sin ejércitos ni policías, del fin de semana en un cottage de Saturno, del trabajo abolido por los robots y las computadoras, del super hombre rubio, alto y simpaticón, todo sonrisa y músculos, de la edad de oro de mañana.

Sí, hacia allí –dicen- apunta el progreso. Entre las probetas y las luces mágicas de las calculadoras y el grito exaltado de los cordobazos, se está fecundando el germen del venidero paraíso terrenal.

La utopía de Tomás Moro es un garbanzo comparada con la pedrería y el dorado del porvenir que los fanáticos del progreso y los discursos calenturientos de los políticos nos anuncian.

Pero, señores, parémonos a meditar un solo instante. ¿Será verdad que el tiempo automáticamente vaya engendrando con su solo transcurrir hombres y sociedades mejores? Estamos tan acostumbrados a pensar que el modelo de aparato de este año es mejor que el del año pasado y que el del año que viene será seguramente mejor que el de éste, que pensamos que todas las cosas progresan al mismo ritmo de las materiales.

Pero se da el caso que los objetos que constituyen el eje del progreso no son sino exteriores al ser humano, el estuche del hombre. Un regalo modesto podrá ser realzado por el lujo de la caja, el papel de seda y las cintas de colores, pero el efecto no es más que ilusorio. Las esperanzas suscitadas por el envoltorio solo servirán para aumentar la desilusión del contenido.

Debajo de las pieles paleolíticas, de las armaduras medioevales, de las levitas fin de siglo y de los trajes espaciales sigue latiendo el mismo corazón de hombre.

Nadie duda de la superioridad del avión sobre la carreta, ni de la Coca Cola sobre el agua de los charcos, ni de la cirugía sobre los emplastos de las curanderas, ni de las comunicaciones vía satélite sobre las señales de humo, pero ¿quién se atreverá a afirmar que la ciencia y el progreso han cambiado realmente al ser humano? ¿No es el mismo espíritu humano el que impulsa las velas de Jasón y sus cincuenta compañeros tras el vellocino de oro; las carabelas de Colón al desafío del océano; las botas de Stanley y Livingston en el Congo a la búsqueda de las fuentes del Nilo; los cáculos y coraje de los técnicos y aviadores del Cabo Kennedy hacia los espacios? ¿No es el mismo el llanto de Medea por sus hijos que el de la hodierna madre de minifalda?

¿Han cambiado los suspiros de los novios; el rencor de los enemigos; la envidia de los mezquinos; el drama de la vejez y de la muerte; la angustia de la soledad; la felicidad de los padres; la alegría de los juegos de los niños?

¿Qué separa a la mano desnuda que empuña la clava y el garrote, de la enguantada que aprieta el pulsante del ultrasónico proyectil atómico intercontinental? ¿Qué diferencia esencial entre la luna de miel en un castillo del siglo XII, en Bariloche o en las praderas de Marte?

Sí. Tenemos más y mejores cosas, vivimos más tiempo, pero ¿somos más felices, somos más virtuosos y buenos, gozamos de la luz de la verdad en mayor medida que nuestros antepasados?

Basta mirar a nuestro alrededor, leer un diario, salir a la calle, escuchar la charla de la vecina, para darnos cuenta de lo contrario, o de que, al menos, el tiempo, de por sí, no gesta mejores formas de vida auténticamente humana.

Porque el único progreso que vale realmente la pena es el que se gesta en el interior de cada hombre. El dominio de si mismo, la muerte al egoísmo, el encuentro personal con la verdad y con Dios. Y ese no es un progreso que se acumula ni que depende del tiempo. No basta que transcurra el tiempo para que nos hagamos mejores. Los hijos no heredan automáticamente la bondad de los padres. Cada hombre que nace es una empresa nueva: debe construirse con su propio esfuerzo, con tesón y sacrificio, con desvelos y sufrimientos. El hombre perfecto no está en el futuro utópico de los siglos, está en el futuro cercano de la breve vida de cada uno de nosotros. Ser del siglo XX no nos da más ventaja que ser del siglo XVIII. El hombre del año 3000 tendrá las mismas posibilidades para ser hombre que los que aquí estamos. Tanto es así –que la perfección humana nada tiene que ver con el progreso y con el tiempo- que el hombre y la mujer más acabados e ideales – Jesús y María - han vivido ya hace dos mil años. Y ¿quién dirá con seguridad que, en el futuro, aparecerán infaliblemente hombres mejores que Francisco el de Asís, Teresa la de Ávila, Iñigo el de Loyola, Luis rey de Francia, Tomás hijo de los condes de Aquino, Enrique , emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y todo el innumerable ejército de hombres y mujeres que la Iglesia, en cualquier época, en cualquier siglo, ha reconocido como santos?

Porque, señores, la santidad es el único progreso que en última instancia vale la pena. Todo lo demás es hojarasca, papel celofán y cintitas de colores. Es inútil hablar del futuro y de los tiempos que vendrán, porque ‘nuestro' futuro, aquel que en el fondo es el único que interesa, el único concreto y real, no está más lejos de los pocos años que el Señor aún nos concederá de vida. Ninguno de los que está aquí vivirá lo suficiente para ver con sus ojos la dorada edad que nos señalan los índices febricitantes de los utopistas. A cada uno Dios nos da un estrecho margen de tiempo para conseguir el único progreso necesario. El resto del pasado y del futuro pertenece a la historia. Pero no es la historia la que se hará santa y llegará al cielo, sino cada uno de los hombres en sus limitados setenta, ochenta años de vida, en cualquier época le toque vivir: ya sea en el frenético dislocarse de nuestra ciudad, Buenos Aires siglo XX, ya sea en el ascético y silente viajar de la técnica a las estrellas, ya sea en el desaliento sórdido de la pobreza del barrio de emergencia.

El Señor no esperará que el progreso de a luz sus fantásticas utopías para llamarnos a su lado. Nos alcanzará cualquiera de estos días, vendrá a buscarnos en cualquier momento, no siempre anunciará con tiempo su llegada.

Por eso “estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sean como los hombres que esperan el regreso de su señor que fue a una boda, para abrirle apenas llame. ¡Felices los servidores a quien el Señor encentre velando a su llegada!

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