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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2002. Ciclo A

19º Domingo durante el año
(GEP 11-08-02)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 14, 22-35
En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. "Es un fantasma", dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: "Tranquilícense, soy yo; no teman". Entonces Pedro le respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua". "Ven", le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: "Señor, sálvame". En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?". En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: "Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios". Curaciones en la región de Genesaret. Al llegar a la otra orilla, fueron a Genesaret. Cuando la gente del lugar lo reconoció, difundió la noticia por los alrededores, y le llevaban a todos los enfermos, rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron curados.

 

Sermón
        

            En los 'jatakas' budistas -'jataka' quiere decir en sánscrito algo así como "historias de nacimiento"- compiladas hacia el siglo V después de Cristo a partir de antiguas leyendas, se narra el cuento de un hermano lego quien, en busca de su maestro, su gurú, llega de pronto a orillas de un río invadeable cuando el barquero ya ha partido. "Impulsado por el recuerdo gozoso de Buda" el hermano se largó y comenzó a caminar sobre el agua. Pero al adentrarse más vio las olas. Entonces "se le fue desvaneciendo el recuerdo gozoso de Buda y sus pies comenzaron a hundirse". Pero, "haciendo un esfuerzo, reavivó la imagen del Buda y siguió andando sobre la superficie del agua".

            Goethe -máximo exponente de la literatura germana- calificaba el relato de nuestro evangelio, a secuela de algunos exegetas racionalistas, como una de las leyendas más hermosas que había leído en su vida. Afirmaba, en una entrevista que le hicieron en 1831, "Se expresa ahí la sublime doctrina de que el ser humano sale vencedor en las empresas más arduas si pone fe y valor, y perece cuando se deja llevar de la más mínima duda".

            Como Vds. ven Goethe estaba más cerca del budismo que del cristianismo, porque, tanto él como el legendario monje, no sacaban las fuerzas de Dios y de la gracia sino de dentro de si mismos: del "recuerdo gozoso de Buda", del convencimiento y el coraje personal. No es el brazo potente de Dios el que sostiene al que se hunde sino su propia interioridad. Estamos más cerca de los sistemas de autoayuda y de New age que de la doctrina cristiana.

            Por otra parte es muy probable que la leyenda, cinco siglos posterior a nuestra historia, sea una adrede deformación polémica del relato evangélico para darle puro sentido humanístico e inmanente. Por supuesto que el hombre, ricamente creado por Dios, tiene enormes potencialidades que no usa y que, para tantas cosas, debería emplear virtuosamente. Al fin y al cabo el coraje, el valor, son parte de la fortaleza, una de las virtudes cardinales que, informadas por la caridad, pueden transformarse en verdaderamente cristianas. No digamos, por tanto, que lo de Goethe o Buda sean un mal consejo, pero de ninguna manera agotan a nuestro relato evangélico de hoy, que alude sobre todo a la fe y la esperanza sobrenaturales.

            El hecho es relatado por Mateo insistiendo en multitud de detalles que apuntan, precisamente, mediante el lenguaje bíblico, a lo trascendente a lo cual señala la acción, y a su significado típicamente cristiano. Desde el velado reproche que se hace a los discípulos por creer en fantasmas -superstición tan común en todo el paganismo y aún entre la gente sencilla del pueblo de Israel- hasta la final adoración frente a la manifestación de la plena divinidad de Cristo.

            Quien hoy se asome al mar de Galilea, normalmente en época de turismo, de día, no daría gran cosa por las tormentas que en él pudieran desatarse. Los que viven en el lugar saben, en cambio, lo peligroso que puede ser el lago en los repentinos cambios de temperatura nocturna, cuando el viento puede arrojarse impetuosamente todo a lo largo del valle del Jordán. Nadie se atrevería, aún hoy en día, a enfrentar, con una débil barca de remos, una travesía semejante. Sin duda que el día de nuestro relato había obstáculos especiales ya que -indica nuestro evangelio- habiendo salido después de la multiplicación del pan -hacia las cinco o seis de la tarde- los discípulos todavía estaban remando fatigosamente a "la cuarta vela" -como medían las horas de la noche los romanos- es decir la última o, como traduce nuestro leccionario, a la madrugada. Es decir que los discípulos habían pasado diez o doce horas remando y sin dormir.

            Pero sería ocioso insistir en la peligrosidad de esas particulares aguas y del momento. Para el hombre de antes, el mar, las aguas de los lagos y los océanos, eran mucho más que el líquido elemento que nosotros conocemos. Toda la antigüedad conoció el mar como algo viviente y ominoso, personificado con diversos nombres de deidades. Piénsese en Neptuno, entre los romanos; Poseidón entre los griegos; más cercano a los judíos la perversa Tiamat de los babilonios; o Yam o Leviatán, el enemigo de Baal, entre los cananeos, hermano de Mot, la muerte y de Baau, la diosa nocturna. Todavía en el libro de Job y en los salmos, usando arcaicas figuras, el mar está personificado poéticamente por Leviatán o Rahab a quien Jahvé, a la manera de Baal o Marduk, machaca sus siete cabezas. Como para todos esos pueblo el mar constantemente amenazaba la estabilidad no solo de los navegantes sino de la tierra firme, acosando sus costas, era pura y simplemente la representación del caos primitivo, el representante del mal y de la muerte. De tal manera que, en la Sagrada Escritura, dominar el mar era, figuradamente, lo propio del Creador. Algunas de esas asociaciones míticas las veían los poetas hebreos también en el paso del Mar Rojo; y, ya en época cristiana, en el agua bautismal, el pequeño mar simbólico de la pila o pileta.

            Según este relato, pues, Cristo es mucho más que un mago curando algunos individuos o transformando algunas piedras en pan. Por lo menos, un profeta de la altura de Moisés o Elías atravesando el Mar Rojo o el Jordán. Pero, al caminar sobre el mar, al pisotearlo -algo que el antiguo testamento reservaba solo al Creador- se muestra como el mismísimo Dios.

            La insinuación se refuerza con el "Soy Yo" con el cual se presenta, a los discípulos asustados, para identificarse. No dice "soy Jesús", sino "Soy Yo". Con esa frase "no temas, soy yo" saludaba el Dios bíblico a los antepasados y a Israel. "Soy yo", "el que es", "el que soy", es la manera de identificarse de Dios a Moisés: el nombre Yahvé, tercera persona del presente del verbo ser -'hayah'- en hebreo. "El nombre sobre todo nombre", que no debe pronunciarse y que, en efecto los hebreos suplantan, cada vez que lo ven escrito, por el nombre Adonai, Kyrie, el Señor. Así, "el Señor", es llamado Jesús.

            Más aún: ni siquiera, como la vez que hubo que despertarlo, cuando dormido en la popa, Jesús, al levantarse, tuvo que ordenar a los elementos que se calmaran. Ahora, con solo subir a la barca, el vendaval amaina. Y todo termina con la postración adorante de los discípulos que lo reconocen como el "Hijo de Dios", en la misma actitud final con la cual termina todo el evangelio en la última aparición en Galilea. Título supremo, pues, en la teología de Mateo.

            Por supuesto que el que, a priori, como Renan, a quien citamos el domingo pasado, negara la divinidad de Cristo, no tendría más remedio que negar también la verosimilitud de este hollar de Jesús con sus pies las olas del mar. Como el griego original se podría traducir lingüísticamente, sin forzarlo demasiado, como caminando no "sobre" el mar sino "hacia" el mar, hubo autores que dijeron que se trataba de una confusión 'filológica'; o que Jesús estaba en la orilla. Hubo alguno, incluso, que ubicaba a la escena en la ribera norte del lago, en la desembocadura del Jordán, donde el agua era poco profunda y se podía estar de pie.

            En fin. De todos modos, el relato no es solo una presentación patente de Cristo como Dios -cosa que está en la intención de afirmar todo el evangelio de Mateo- sino, sobre todo, una reflexión sobre la fe exigida a los discípulos. No hemos de olvidar que el evangelio de Mateo hay que leerlo desde el supuesto de que lo ha escrito para una comunidad segunda o tercera generación después de Cristo, en donde la fe objetiva de la Iglesia en la divinidad de Jesús está plenamente asentada. El problema era sostener la fe subjetiva de los lectores, los feligreses de Mateo, y la confianza que había que tener en Jesús a pesar de las dificultades y zozobras que pasaban entonces.

            Para ello Mateo utiliza el recuerdo de aquella experiencia imborrable de los discípulos -que la habrán relatado, mientras vivieron, una y otra vez a sus oyentes- destacando los rasgos que más podían ayudar a los suyos. Y, aunque parezca extraño, antes que nada, Mateo quiere enseñar la compatibilidad de la fe en Jesús y de la duda. Esa duda tan experimentada por ellos, su comunidad y por todos nosotros los cristianos. "No hay que asustarse de ella" parece decir Mateo a sus lectores y oyentes, "porque también los discípulos, a pesar de su confianza en su maestro, tantas veces dudaron". Aún Pedro, el que, según el mismo Mateo, tendrá que ser piedra de la Iglesia y que tiene coraje de sobra y la certidumbre plena del poder de Jesús, tanto que, sin vacilar, se lanza a las procelosas aguas hacia Él con solo una palabra de éste -"ven"-, cuando empieza a mirar a su alrededor y advertir la violencia del viento, tiene miedo y empieza a hundirse. Es verdad que aún allí es la fe, no la duda, la que lo lleva a pedirle a Jesús "¡Señor sálvame!", pero queda claro que su fe ni lo preservó de las dificultades que, antes de aparecer Jesús, enfrentaba la barca, ni del pavor que le dio verse caminando sobre la espuma en medio de la borrasca. El tema de la duda humana compatible con la fe es tan notable en el evangelio de Mateo que, sin contar que varias veces señala durante la vida de Jesús el vacilar de los discípulos, -más aún ¡la negación del mismísimo Pedro durante la Pasión!- termina todo su evangelio, en la escena final que antes he señalado, incluyendo la frase "... algunos sin embargo todavía dudaban".

            Esta nuestra extraña vida de cristianos que creemos, pensando, sí, pero no siempre viendo ni sintiendo, y sobre todo embetunados, ennochecidos en los tiempos difíciles, de borrasca, de temores, de inseguridades, de golpes bajos, de obstáculos y penas inesperados... La angustia nos inquieta, los temores y nubes negras nos quitan el sueño... Ya sabemos que el poder de Jesús no consiste en que no se levanten tempestades, sino que se haga sentir en medio de ellas. Pero ¡cuanto más se hacen sentir las ráfagas del viento, los ruidos del mundo, de nuestras tentaciones y flaquezas, de las malas rachas, de los problemas cotidianos...!

            Y, sin embargo, allí está el Señor: no, no es un fantasma, no es solo una ilusión tuya, una fábula que te contaron y ahora te parece inconsistente... Allí está Él. "Señor, aumenta mi fe!", dile. "Señor ¡sálvame!". No, no el monje oriental que, desde su dominio de si mismo, reaviva en su mente la imagen del Buda; no el que leyendo un libro de autoayuda es capaz de enfrentar impertérrito sus problemas... No: ¡la respuesta del brazo firme de Jesús que me da su mano y me sostiene! Él -no yo- no disipando sino asumiendo mi duda, desde el grito de mi angustia, desde mi llanto, desde mi sufrir, desde mi sentirme hundido en agua y en barro, desde mi saberme enfermo y pecador...

            Por cierto que ese brazo lo sentiremos de una u otra manera en todas las dificultades de nuestro humano vivir, aún del examen para el cual no estudiamos, aún del negocio que no supimos manejar, aún de los estragos causados por políticos incurables -no siempre por supuesto del modo que nosotros hubiéramos querido-, pero todo el relato no se dirige a suscitar la espera del milagro en las futilidades cotidianas, sino, antes que nada, en el drama cósmico de la lucha de nuestra fragilidad contra el pecado, contra el mal y, en última instancia, contra la muerte.

            Contra ello no nos salvarán nuestras fuerzas humanas, ni la beata sonrisa budista de los lamas, ni el consejo del forjador de caracteres, ni el bestseller de la librería Kier, ni la New age, ni el autor de "¿Quién se llevó mi queso?"... De allí solo podrá hacernos salir, victoriosos, hacia la gracia, hacia la vida verdadera, hacia la luminosa orilla, hacia la perpetua alegría, la misericordiosa fuerza del potente brazo de Cristo, nuestro único Salvador.

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