Sermones de LA SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS
PEDRO Y PABLO, APÓSTOLES

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



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1973 B

SERMÓN

31-VI-73

          Una de las libertades pregonadas insistentemente por el mundo moderno a partir de la revolución burguesa del 1789 es la ‘libertad de opinión’, hija directa de la doctrina del ‘libre examen’ luterano. Excelente derecho. En otras épocas, en las épocas de opresión, sobre medicina, por ejemplo, solo podían opinar los médicos; sobre teología, los teólogos; sobre derecho, los juristas; sobre economía, los ecónomos; sobre política, los estudiosos de ella y los gobernantes sensatos. Hoy, gracias a la guillotina de Robespierre, todos podemos opinar sobre cualquier cosa: las vedettes sobre derecho de familia; los curas, de economía; los futbolistas, de arte; los directores de cine o los astrólogos sobre filosofía. Cualquiera sobre cualquier cosa.
La humanidad ha dado un gran paso adelante. Toda odiosa desigualdad en la opinión ha sido suprimida. De allí la nueva pedagogía en las escuelas que tiende a que la opinión del alumno vale tanto como la del maestro. De allí que los mismo estudiantes de la universidad quieran confeccionar sus programas de estudio. Los obreros habrán de asumir las gerencias de las fábricas. Por todas partes hay que terminar con las cátedras magistrales y los dictámenes oraculares y promover más bien las mesas redondas, la dinámica de grupos, el voto universal. Todos pueden y deben dar su opinión.
Magnífico derecho, por cierto. Tengo derecho a opinar como el que sabe y, amén, evitándome el trabajo de la investigación, del estudio, de la reflexión, de la experiencia. ¿Qué más podemos querer?

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Maximilien François Marie Isidore de Robespierre (1758 – 1794),

Pero es claro que la cosa no resulta tan simpática cuando se trata de mi propia piel. Cuando las opiniones versan sobre hechos o temas que poco tienen que ver conmigo: la guerra en Camboya o Vietnam, la última película de Zeffirelli, las payasadas de Idi Amin, lo que dijo Kissinger o lo que sostuvo Balbín, la libertad de opinión suena muy bien. Pero, cuando la cosa nos toca de cerca y tiene que ver directamente con nosotros, el asunto cambia.
Porque, si me enfermo, me importa un rábano la opinión de los vecinos sobre mi enfermedad. Ni siquiera me importa demasiado ‘mi’ opinión. Busco un diagnóstico, una certeza, una indicación precisa y, para ello, me apresuro a acudir al que sabe, al médico.
Lo mismo si tengo que arreglar un negocio, emprender un pleito. No recabo las opiniones de cualquier chantapufi por la calle, sino que, si tengo dos dedos de frente, me dirijo a un conocedor, a un abogado.

Y ¡qué desconcierto cundo, aún entre la gente que suponíamos experta, escuchamos múltiples y diversas opiniones! ¡Qué ansia de seguridad, de certeza y no de opinión cuando se trata de asuntos que nos atañen!
¡Qué alivio escuchar “Vd. tiene tal cosa”, Vd. debe hacer tal otra”, “proceda así”. Y no “en fin”, “me parece”, “me da la impresión”, “podría ser”.
Y ¡cómo nos aferramos en los momentos de desconcierto, de indecisión, a aquellas personas seguras de sí mismas que, sin dudar, proceden, aconsejan, ordenan, sin perplejidades, vueltas ni vacilaciones! ¡Qué confianza seguir a un capitán cabal, que da órdenes precisas, que nunca se arredra en la batalla, que siempre tiene la indicación adecuada para cada circunstancia!

Es por eso que Dios no podía dejar a la opinión de las gentes las cosas que se refieren a la salvación. Cristo, al fundar su Iglesia, no podía permitir que, en las cosas fundamentales, ella estuviera sujeta a opinión y, por tanto, a error. ¿Quién podría ser católico si pensara que la Iglesia pudiera estar enseñándole a creer o actuar según meras opiniones humanas; si no pensáramos que profesa no ‘su verdad’ sino ‘La Verdad’?

Pero ¿no es cierto, acaso, que, en esta época de confusión en que vivimos, también dentro de la Iglesia, se oyen voces discordes, opiniones opuestas, criterios encontrados? Y, lo que sería síntoma de riqueza y dinamismo cuando se trata de asuntos realmente opinables y que deben ser investigados ‑que los hay sin duda‑, es dramático cuando se refiere a aspectos fundamentales de la vida, en la moral o la doctrina.
¿Quién no oye sin desconcertarse y con estupor ciertas opiniones disparatadas que se escuchan, incluso, predicar desde el altar o son enseñadas en colegios religiosos o sostenidas por sedicentes representantes de Cristo?

Y, entonces ¿dónde encontrar no opiniones personales, sino La Verdad? Si la iglesia no puede equivocarse ¿dónde su auténtica voz y no la de los lobos disfrazados con piel de oveja, los falsos profetas, los fementidos pastores?
También respecto a Cristo oíanse a su alrededor las opiniones más dispares. Asunto decisivo, si los hay para el hombre, el de ‘quien es Cristo’. Y el Señor por eso lo plantea como paradigma de cuestión fundamental “¿qué dice la gente sobre el hijo del Hombre? ¿Quién dicen que es?

De inmediato la respuesta confusa y contradictoria de los hombres, de la pública opinión, de lo que es aprobado por la prensa o por la izquierda: “Algunos dicen que es Juan el Bautista; otros, por allá, afirman que Elías; estos, que Jeremías; aquellos, uno de los profetas”.
“Está bien, está bien: esa es la opinión de los hombres, de los diarios, de los locutores, de los teólogos, de los doctores, pero no quiero una opinión, una conjetura, un parecer, quiero la verdad: Ustedes, mis discípulos, mis obispos, ¿quién dicen que soy?”
Y los discípulos callan, los obispos no se pronuncian, no vaya a venir un periodista o un teólogo partidario del Bautista o de Jeremías y lo acuse de conservador, de atrasado, de poco moderno. Miran al piso, sonríen, mudos, esperan que otro saque la cara, tome la iniciativa.
Y, entonces –dice el evangelio‑, tomando la palabra, Simón Pedro respondió “Tu Señor. Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo

¡Bien respondiste, Pedro, valiente viejo Pedro! Por eso yo te digo “Feliz de ti, porque no es la carne ni la sangre quien te reveló esto”, no tu razón, ni tu teología, ni tu demagogia, ni tus ganas de agradar a la gente y de hacer simpático al mundo el cristianismo, “sino mi Padre que está en el cielo”.
Podrás ser en muchas cosas cobarde, equivocarte en cuestiones políticas o secundarias, negarme tres veces. Un día tendré que gritarte inclusive “¡Apártate de mí, Satanás!” Pero, cuando se te pregunte a ti y a tus sucesores, en medio de las opiniones contradictorias de este mundo, quién soy yo, qué cosas hay que hacer para salvarse, cuál es el camino de la Vida eterna, entonces mi Padre hablará en ti y por ti.

Y, por eso, yo te digo, Simón, Pablo Papa VI, “Tu eres piedra y sobre esta piedra edificaré mi iglesia y las Puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.

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