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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1971. Ciclo C

18º Domingo durante el año
1-VIII-71

Lectura del libro del Eclesiastés 1, 2; 2. 21-23
¡Vanidad, pura vanidad!, dice Cohélet. ¡Vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad! Porque un hombre que ha trabajado con sabiduría, con ciencia y eficacia, tiene que dejar su parte a otro que no hizo ningún esfuerzo. También esto es vanidad y una grave desgracia. ¿Qué le reporta al hombre todo su esfuerzo y todo lo que busca afanosamente bajo el sol? Porque todos sus días son penosos, y su ocupación, un sufrimiento; ni siquiera de noche descansa su corazón. También esto es vanidad.
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 12, 13-21
En aquel tiempo: Uno de la multitud le dijo: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia.» Jesús le respondió: «Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?» Después les dijo: «Cuidaos de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas.» Les dijo entonces una parábola: «Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: "¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha" Después pensó: "Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida." Pero Dios le dijo: "Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?"  Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios»

Sermón

De vez en cuando, en medio del camino, es bueno detenerse un instante y preguntarse hacia dónde uno va; para qué camina; qué sentido tiene soportar el sol del mediodía, los apretujones del subterráneo, el dolor de los pies hinchados, el ritmo fatigoso de la marcha, la disciplina del cuartel. Ningún caminar, actuar, fatigarse, se justifican por sí mismos. Subimos a un colectivo, porque queremos llegar a alguna parte; paseamos, porque queremos gozar del paisaje o del ritmo incierto de un vagar sin problemas; trabajamos, porque esperamos el fruto de nuestra labor; arrojamos el anzuelo y esperamos asidos a nuestras cañas, porque confiamos en la estupidez del pejerrey; vamos a la escuela, porque queremos aprender –o porque nuestros padres quieren que aprendamos-. Nada se hace sin un fin, un propósito, una intención que justifique y de sentido a las acciones que realizamos.

Hacer cosas sin sentido es síntoma de locura, de amencia, de chifladura. El inteligente es aquel que sabe qué es lo que se propone y ordena todos los medios necesarios a su alcance para obtenerlo, embarcándose, así, tesoneramente en la realización de su proyecto.

Es que todo tiene un fin, un sentido, una justificación de su existencia y de su actuar. No solo los seres inteligentes, sino también los que no lo son: las cosas, las plantas, los animales. No existen por casualidad, no están formados al acaso, sus acciones se encaminan a algo, tienen un objetivo. La araña que teje su tela para atrapar su cuota diaria de proteínas y vitaminas; el hornero arquitecto que fabrica la casa para su nidada; las hormigas que cosechan sus reservas invernales; las abejas, poetas ebrias de flores y de rocío.

Pero ellas desconocen el fin de su ajetreo, se mueven impulsadas por el automatismo de su instinto, actúan inteligentemente sí, pero con una inteligencia que no les es propia, la inteligencia que en sus naturalezas animales ha impreso el Creador. No son capaces de cambiar la forma de sus panales, el plano de sus nidos, la urdimbre de sus telas.

El hombre, en cambio, es dueño de sus actos, señor de su futuro, maestro de sus acciones. Y, justamente, en esto consiste su dignidad. En el ser consciente del por qué hace las cosas; en el tener la libertad de proponerse fines; en el no ser instrumento ciego de sus instintos o de las maquinaciones de otros hombres.

¡Qué terrible, para un hombre, no saber hacia dónde es conducido! ¡Qué angustia, por ejemplo, la del secuestrado que desconoce qué destino le reservan sus raptores!

Cuentan que Rosas , después de haber secretamente condenado a muerte al Mayor Montero –que se había hecho, cómplice con los indios, reo de horrendos delitos- hizo llevar a éste mismo su sentencia, en sobre cerrado, desconociendo el contenido, para que la entregara a aquel que sería su verdugo. No bien entregó la carta, fue fusilado. Había galopado hacia la muerte sin saberlo, llevando en su portafolio hermético la clave del destino más cruel.

Un poco como la abeja que, sin saber que con ello morirá, clava instintivamente el aguijón que se desprenderá con parte de su abdomen, para defender su panal.

Pero nosotros necesitamos saber. No podemos galopar a ciegas por los caminos de la vida con nuestros portafolios cerrados.

Por eso, porque somos hombres, porque somos inteligentes, debemos, de vez en cuando, detener nuestro zumbido de abejas, nuestro tejer la tela, nuestro acumular reservas en el hormiguero, para romper el sobre de nuestras vidas y leer la carta de nuestro destino.

¿Para qué vivimos? ¿Para que nacemos y morimos? ¿A qué dirección apuntan los breves años de nuestra vida? ¿Qué sentido tienen nuestras risas y nuestros llantos? ¿Nuestros trajines y sueños y viajes a la luna, nuestras ilusiones y desencantos, conversaciones y protestas, amores y desengaños, ascensos y retiros?

Y, ya que nos confesamos católicos y venimos de vez en cuando a Misa ¿para qué lo hacemos? ¿Por qué rezamos? ¿Por qué queremos cumplir los mandamientos?

Y no crean que son preguntas ociosas o inútiles, aún entre los que parecen buenos cristianos. Es bien triste decirlo, pero muchos hay que se confiesan católicos que vacilarían en responder a estos interrogantes.

Y hoy, en esta época en que la confusión parece amenazar a los mismos miembros de la Iglesia, es urgente tener clara la respuesta.

¿Qué es el cristianismo? ¿Para qué sirve? ¿Quién es Cristo? ¿Para qué vino?

¿Dios es acaso aquel que, a través de San Antonio, consigue novio a la señorita entrada en años? ¿O el que, por medio de Cayetano o San Cono nos ayuda a acertar en la lotería? ¿O el que devuelve la vista a los devotos de Lucía?

¿Será Cristo aquel que cura la enfermedad cuando ya la medicina se declara por vencida? ¿O el que me consigue trabajo cuando ya no dan más los avisos clasificados del Clarín? ¿El que soluciona todos mis problemas?

¿Vengo a confesarme y comulgar para que me vaya bien en los cuatrimestrales? ¿O para resolver mis desaciertos matrimoniales?

¿Será el cristianismo una regla de buen vivir; una fórmula de felicidad terrena: un arte de tranquilizar nuestras conciencias o de educar a nuestros hijos y garantizar las buenas costumbre de la sociedad? ¿Un código de honor militar a imagen de cruzados y caballeros?

¿Será el cristiano el molesto censor de las minifaldas y los escotes generosos, el aguafiestas de los juegos eróticos de los novios, el fastidioso Catón de las píldoras y los anticonceptivos?

¿O, acaso, después del Concilio, es el cristiano aquel que se compromete en la búsqueda de la justicia social, o se pasea barbudo por la sierra con el fusil al hombre y el retrato del Che en la solapa; o el que vocifera por las calles y los claustros universitarios; o el que escucha al curita tercermundista que insta a la distribución de los haberes y conoce la fórmula de fabricación de las bombas Molotov?

Yo creo que vale la pena preguntarse todas estas cosas.

Y más vale la pena responderse. Porque la respuesta es sencilla; y es una sola; y es la misma de hace dos mil años y será la misma dentro de cien mil. Y es la única y exclusiva que da sentido a nuestro ser cristiano, a nuestra mera vida.

El cristiano es aquel que sabe que Cristo ha muerto y resucitado por nosotros. El que sabe, sobre todo, que su destino final, su punto de llegada, la estación de arribo, el puerto último, es la Vida eterna. Que la tierra no es su definitiva morada. Que los goces y tristezas de esta vida no son nada comparados con la eterna alegría del cielo. Que lo único por lo cual en última instancia vale la pena jugarse, penar, seguir la via del Calvario es el Reino de los Cielos. Que todos los bienes de este mundo, todas las justicias sociales, las utopías, las riquezas, los placeres, las clarinadas de triunfo, no son más que vanidad comparado con los bienes que Dios, por Cristo, nos concederá cuando lleguemos a Él. Que todas las tristezas, problemas, sufrimientos, dolores, soledades y angustias, poca cosa son en pago de las maravillas celestiales.

¿Creemos en esto? ¿Creemos en serio?

Entonces sabemos por qué vivimos, por qué estamos ahora en esta iglesia.

[Hoy, pues, en el recuerdo de los camaradas fallecidos, arribados ya a la meta, recentremos nuestro norte y comprometámonos nuevamente nuestra vida y nuestra espada al servicio del único Señor que pueda con3edernos el ascenso definitivo]

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