INICIO

Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1991. Ciclo B

17º Domingo durante el año
(GEP, 28-VII-91)

Lectura del santo Evangelio según san Juan   6, 1-15
Jesús atravesó el mar de Galilea, llamado Tiberíades. Lo seguía una gran multitud, al ver los signos que hacía curando a los enfermos. Jesús subió a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Se acercaba la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar los ojos, Jesús vio que una gran multitud acudía a él y dijo a Felipe: «¿Dónde compraremos pan para darles de comer?» El decía esto para ponerlo a prueba, porque sabía bien lo que iba a hacer. Felipe le respondió: «Doscientos denarios no bastarían para que cada uno pudiera comer un pedazo de pan» Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: «Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente?» Jesús le respondió: «Háganlos sentar» Había mucho pasto en ese lugar. Todos se sentaron y eran unos cinco mil hombres. Jesús tomó los panes, dio gracias y los distribuyó a los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados, dándoles todo lo que quisieron. Cuando todos quedaron satisfechos, Jesús dijo a sus discípulos: «Recojan los pedazos que sobran, para que no se pierda nada» Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos que sobraron de los cinco panes de cebada. Al ver el signo que Jesús acababa de hacer, la gente decía: «Este es, verdaderamente, el Profeta que debe venir al mundo» Jesús, sabiendo que querían apoderarse de él para hacerlo rey, se retiró otra vez solo a la montaña.

Sermón

             Aparecen unos cuantos que, en artículos o entrevistas, falsa o auténticamente escandalizados por la corrupción, suelen indicar con añoranza aquellos tiempos en que, contrariamente a la filosofía de Barrionuevo, el lema del criollo y del inmigrante era progresar mediante "el trabajo y el ahorro", cuando todo el mundo intentaba ganarse el pan honestamente, con el sudor de su frente. Y sostienen sentenciosamente que eso fue lo que fundó la prosperidad de la Argentina e, incluso, a la Argentina misma y que, si queremos volver a ser prósperos, hemos de retornar a esas sabias máximas.

            Buenamente estos moralistas no se dan cuenta de que precisamente esos polvos fueron los que trajeron estos barros y que fueron éstas máximas y esos objetivos los que pervirtieron a la verdadera Argentina, fundada, no sobre el deseo de un cualquier progreso económico o material, sino sobre la gesta de una España templada en su fe en la guerra contra los moros y cuyos personajes príncipes no fueron banqueros ni comerciantes ni politicastros ni actrices ni deportistas, sino místicos de la talla de san Juan de la Cruz y Teresa de Ávila, espadas como la de Juan de Austria y el Gran Capitán y plumas como la de Cervantes y Calderón. Y que América fue la gran gesta de los Colones, los Corteses y los Pizarros, que antes fundaron Iglesias, monasterios, misiones y Universidades que Bancos y depósitos. Y que vinieron con una idea de hombre que estaba centrada antes que nada en la fe, la esperanza y la caridad, luego en las virtudes humanas de justicia, templanza, fortaleza y prudencia -en el honor y la nobleza, pues- y, recién después, en las riquezas que pudieran o no obtener con su conquista y su trabajo. Y, porque tuvieron lo primero, lo demás, como dice el evangelio, se les dió por añadidura.

            Pero ya desde la antigüedad el hombre clásico sabía que ninguna nación podía subsistir si sus únicos objetivos eran la prosperidad, la búsqueda del oro o del pan.

            Todos sabemos lo que significó en el neolítico el descubrimiento de los cereales y su domesticación. El hombre dejó su nomadismo, pudo asentarse en grandes agrupamientos urbanos, guardar la semilla y con ella fabricar pan. Del pan nacieron las ciudades. Y esa comida hecha de cebada o de trigo, el pan, se constituyó en el alimento por antonomasia. Pero no solo como el alimento que permitía mantener la vida, sino que posibilitaba la ciudad, la polis, la convivencia, la aparición de las naciones. No es extraño pues que la antigüedad haya rendido honores divinos a los cereales. De hecho, Ceres, de donde viene el nombre -cereal-, es, entre los romanos, la diosa del trigo. Pero los griegos y romanos eran demasiado inteligentes como para creer que el pan lo era todo y que Ceres era una diosa supremamente importante. En realidad todos sabemos que su mito la considera como una diosa ambigua, por lo menos incapaz de dar la verdadera vida, la inmortalidad. No solo porque su hija Perséfone, su Koré, su doble, ha de pasarse la mitad del año raptada por Hécate, en la oscuridad tenebrosa de los infiernos, para resucitar como Deméter solo en la Primavera; sino porque, habiendo intentado dar a Triptolemo -el sembrador de trigo- la inmortalidad, no lo consigue, sino que lo deja caer al fuego. El trigo de Ceres, de Deméter, a pesar de ser un don divino, es incapaz de dar vida definitiva, de mantener ciudades para siempre. Los antiguos griegos, que bebían su sabiduría de estos mitos bien se hubieran reído de una generación de argentinos que se enorgullecía porque su país era el "granero del mundo".

            También se hubieran reído de que todo su timbre de orgullo consistiera en figurar entre los cinco países con más rédito per cápita de la tierra y que toda la nostalgia de una Argentina en decadencia se fijara en esas épocas en que el oro se acumulaba en los pasillos del Banco Central.

            Para ello tenían otra historia que contarnos, ésta bien conocida, la del famoso rey de Frigia, contemporáneo de Ciro el Conquistador, Midas. Una de las partes de cuya historia es bien nota: habiendo salvado a Sileno el viejo preceptor de Dionisio o de Baco -para los romanos- de ser vendido como esclavo cuando, caído de su asno, borracho, había sido capturado por un grupo de bandidos y devolviéndolo a Dionisio, éste le ofreció realizar cualquier deseo le pidiera. En seguida Midas pidió que todo lo que tocase se transformara en oro. Como el dios accediera a su demanda el Rey volvió contento a su casa. Todo marchó bien hasta la hora de comer. Cuando Midas quiso llevarse a la boca un pedazo de pan, encontró solo un trozo de oro; e, igual, el vino se transformaba en metal. Hambriento, muerto de sed, Midas suplicó a Dionisio que le retirase este don al fin tan pernicioso. Dionisio le escuchó y le dijo que se lavase la cara y las manos en la fuente del Pactolo. Así lo hizo Midas y al punto quedó libre del don. Desde entonces el río quedó cargado de pajuelas de oro donde -según Homero en La Ilíada- iban a encontrarse los cisnes; pero esto nos abre a simbolismos que ahora no nos interesan.

            El asunto es que toda ésta historia es archisabida y, hasta allí, de fácil interpretación: Un rey, un hombre, un país, cuyo objetivo todo sea lo económico, finalmente termina por morir de inanición en aquello que tiene de más humano, a menos que se saque de encima esa necedad, esa maldición y se bañe en el río Pactolo.

            Y la historia de Midas se hace más aleccionadora si recordamos, cosa que no se hace con frecuencia, la sabia historia que Sileno agradecido cuenta a Midas antes de volverse con Dionisio.

            Vds. saben que el deseo de la sociedad feliz, de la utopía, del paraíso perdido, de la ciudad perfecta, siempre ha sido soñado por los hombres y movido tantas aventuras, tantas revoluciones, muchas de ellas sangrientas. Pues bien, para los griegos, esa sociedad existía en el septentrión "más allá del viento del norte". El Bóreas, se llamaba este viento y por eso a los habitantes de ese mítico lugar se los denominaba hiperbóreos, los más afortunados de los mortales. Expertos en magia, capaces de volar, hallar tesoros, enseñar diversas técnicas al resto de los hombres. Su país era representado como la región ideal, de clima dulce y templado, dos cosechas de trigo por año, costumbres simpáticas, viviendo al aire libre, en campos y bosques sagrados y gozando de extrema longevidad. Cuando los viejos habían disfrutado suficientemente de la vida, se arrojaban al mar desde lo alto de un acantilado, contentos, con la cabeza coronada de flores y encontraban en las olas una muerte feliz.

            Pues bien, la sabiduría de Sileno -que es la sabiduría del pueblo griego- de ninguna manera pone a los hiperbóreos como ejemplo. Sileno, por el contrario, cuenta a Midas la historia de dos ciudades, situadas fuera del mundo y llamadas una Eusebes, la ciudad piadosa, la otra Máquimo, la ciudad guerrera. En Eusebes, dedicada a la búsqueda de la sabiduría y la amistad con los dioses, los habitantes siempre eran felices y terminaban su vida entre risas. Los moradores de Máquimo, la ciudad de los guerreros, también gozaba a su manera de felicidad, desde el nacimiento vivían completamente armados y pasaban la existencia combatiendo, dichosamente. Aunque lo único que les interesaba, a unos, era buscar la sabiduría y la amistad de los dioses y, a los otros, el dominio de si mismos y acometer empresas cada vez más difíciles por el solo honor del empeño y de la lucha, ambas ciudades -cuenta Sileno a Midas- reinaban sobre territorios extensísimos y eran poderosamente ricos y sumamente jubilosos. Poseían oro y plata en tal cantidad que estos metales eran para ellos lo que para nosotros el hierro.

            Un día los dos pueblos resolvieron visitar nuestro mundo. Cruzando el océano, llegaron al país de los hiperbóreos, 'los más afortunados entre los mortales'. Pero, cuando vieron lo que eran, felices burgueses sin dioses y sin combate, destinados a jubilarse coronados de flores en las olas del mar y, al saber que así y todo se decía eran los más felices de la tierra, no quisieron continuar y cuan rápido les dieron sus piernas se volvieron a Eusebes y Máquimo.

            Se ve que Midas no entendió nada del cuento, ya que inmediatamente después pidió a Dionisios el estúpido don del toque aurífico.

            En principio en nuestro evangelio de hoy tampoco la multitud sigue a Cristo por el oro o el pan que éste pueda darles. Al contrario, apenas tienen cinco panes de cebada y dos peces que un muchacho llevaba vaya a saber porqué. Lo mismo, sin nada, atravesando corajudamente lugares desiertos, lejos de toda población, escalando fatigosamente la montaña, esta multitud hambrienta, antes que de pan, de algo mucho más importante que oscuramente ellos intuían podía darles Jesús, llegan a él. Y como no esperaban el pan, sino algo mucho más noble, lo mismo obtienen el pan ¡y en abundancia: que sobran doce canastos!  Y ni siquiera hicieron falta esos doscientos denarios que Sunday Horse Felipe calculaba que eran necesarios para darles de comer.

             Dicen que el temple y espíritu bélico de los espartanos los condujo también a la prosperidad y la riqueza. Dicen que su prosperidad y riqueza, cuando se apegaron a ella, fue lo que finalmente los corrompió e hizo desaparecer. Dicen que la santidad y pobreza de San Francisco y sus seguidores, trajo como consecuencia el enriquecimientos posterior de sus conventos. Dicen que la prosperidad y riqueza de su conventos los hizo luego relajarse y casi desaparecer. Dicen que uno de los efectos colaterales de las cruzadas, empresa de coraje y de fe, fue traer la prosperidad y el progreso a Europa. Dicen que mucho más tarde la prosperidad y el progreso de Europa causó la revolución protestante y la miseria de sus guerras fratricidas. Dicen que la colonización y evangelización de América produjo de rebote la riqueza de las colonias y la Metrópoli. Dicen que esta misma riqueza, cuando buscada por si misma, corrompió a unas y otra y finalmente también los empobreció. Dicen que el que busca lo grande, encuentra también lo pequeño, pero el que solo busca lo pequeño también eso lo termina por perder. Dicen que el que va solo tras el Reino todo lo demás le es dado por añadidura, pero el que se conforma con pelear por la añadidura también a ésta la pierde. Dicen que al que tiene mucho, mucho se le dará, pero al que tiene poco se le quitará aún lo poco que tiene.

            Cuando las banderas nacionales eran el amor a Cristo y a la virtud, el cumplimiento de los mandamientos y la decisión de defender a Dios, a la patria y a la familia, con oración y espada, hasta morir, también fuimos un país rico y feliz. Mientras la Iglesia oraba, las armas custodiaban, las madres educaban a sus hijos, los poetas soñaba y los músicos cantaban, prosperó el comercio y Dios multiplicó nuestros panes y trigales.

            Hoy nadie multiplica nuestros panes, porque ya no hay, ni Iglesia que ore, ni ejército que pelee, ni madres que eduquen a sus hijos, ni poetas que sueñen, ni músicos que canten en serio, porque lo único que hacemos es contar nuestros denarios y aspirar con Barrionuevo y Manzano a conseguir el toque de Midas y, cuanto mucho, dentro del nuevo orden mundial, con Alfonsín y con Alvaro, fundar nuestra ciudad de los Hiperbóreos, para que, otra vez con ahorro y trabajo, nuestros viejos puedan morir alegremente coronados de flores en sus clínicas geriátricas.

            Sin Cristo y sin virtud; sin Dios ni fortaleza; sin ideales trascendentes ni armas para defenderlos; sin Eusebes y sin Máquimo, la Argentina solo puede arrojarse en brazos de Dionisios, de Baco -los dioses de la orgía, del alcohol y de la droga- y de Deméter, de Céres, la diosa del pan y de los trigales, la dadora de prosperidad. Que ya sabemos no es sino la cara buena de Perséfone, de Hécate, la diosa de la muerte y de la oscuridad.

MENÚ