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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1971. Ciclo C

17º Domingo durante el año
25-VII-71

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 11, 1-13
Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos» El les dijo entonces: «Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación» Jesús agregó: «Supongamos que algunos de vosotros tiene un amigo y recurre a él a medianoche, para decirle: "Amigo, préstame tres panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle," y desde adentro él le responde: "No me fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos" Yo os aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario. También os aseguro: pedid y se os dará, buscad y encontrareis, llamad y se os abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre. ¿Hay entre vosotros algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!»

Sermón

           La civilización contemporánea tiende a la especialización. Es un hecho evidente. El quehacer humano se ha complicado de tal manera que es imposible que un solo hombre sepa realizar todas las múltiples tareas que dicho quehacer requiere. Las profesiones, las carreras y los oficios se subdividen constantemente en nuevas ramas. Hasta hace unos años la Facultad de Ingeniería daba solamente el título de ingeniero. Hoy se puede ser ingeniero civil, ingeniero industrial, ingeniero químico, ingeniero electrónico y no se cuántas ramas más. A su vez cada una de dichas ramas admite diversas especializaciones. Ya no existe más el sabio universal, el que todo lo sabe, el que domina todos los campos de la cultura y de la ciencia. Es sencillamente imposible.

Hasta los curas se especializan: curtas especialistas en juventud, especialistas en universitarios, en enfermos, en obreros, en tercer mundo, en teología, en sociología. Y, como en todas las profesiones, también especialistas en macaneo.

Espero no especializarme en esto último. De todos modos he de decir que en realidad no me especializo en nada. Los sacerdotes de una parroquia como la de Flores no nos podemos permitir ese lujo. Porque por aquí desfila toda clase de gente: viejos y jóvenes, hombres y mujeres, cultos e incultos, profesionales y obreros, universitarios y empleados, ricos y pobres. Claro: quizá como en esta iglesia somos tres sacerdotes podríamos repartirnos las tareas y poner letreros en los confesionarios: P. Nadal, confesor de jóvenes, ricos y universitarios; P. De Bony, confesor de parejas, pobres y obreros; P. Podestá, confesor de ancianas señoras necesitadas de consuelo o de alguien que las escuche. Pero, amén que por razones prácticas resultaría imposible llevar esto a cabo, ni los confesores ni los confesandos ganaríamos nada.

El contacto con todas las edades y todas las clases es, después del contacto con Dios, la experiencia más enriquecedora que pueda tener un hombre. Y –les voy a decir algo sin violar el secreto de la confesión-: por dentro ¡somos todos tan iguales! Los pequeños problemas de cada edad, de cada estrato social, de cada categoría son diversos, sí, pero los grandes problemas, los profundos, aquellos que, en último término, hacen felices o infelices a los hombres, son siempre los mismos para todos. El dolor, la angustia, la soledad, el amor mal pago, el amor no retribuido, el matrimonio, los hijos, la amistad, la novia el novio, la muerte, el pecado, Dios.

Son exactamente los mismos problemas y que se viven tanto en Villa Jardín como en el Barrio Norte, en Ushuaia como en Catamarca, en Londres como en Pekín. Son los mismo interrogantes, obscuridades, enigmas, dudas y sufrimientos que se agitan en lo más profundo y raigal del hombre desde los albores de la historia humana. Es el mismo hombre el que ama y llora, ríe y piensa en los cánticos brahmánicos de los Vedas, en las máximas de Confucio, en los relatos de la Biblia, en las tragedias de Sófocles y Eurípides, las comedias de Plauto y Aristófanes, en Shakespeare, Moliere, Cervantes, Martín Fierro, Don Segundo Sombra.

Un lazo sólido e indestructible nos une en lo más hondo, importante y permanente de nosotros mismos con todos los hombres de todas las edades, de todas las clases y de todas las épocas.

Y no nos engañemos, señores. Es en ese hondón de nuestro ser donde se juega el fracaso o el éxito, la infelicidad o la felicidad, aunque no lo sepamos conscientemente; aunque, porque no se nos han enseñado o porque no hemos sabido buscarlo, desconozcamos que poseemos una interioridad que nos pertenece mucho más íntimamente que todas las riquezas con las cuales podamos llenar nuestros bolsillos.

Recuerdo, ya hace unos años, antes de volver a Dios y hacerme sacerdote, cuando desarrollaba mi actividad en círculos marxistas, después de las reuniones en donde debatíamos violenta y acaloradamente sobre política, literatura, arte, solía volver a mi casa acompañado por un camarada comunista de mi misma edad, vecino. Eran unas cuántas cuadras que acostumbrábamos recorrer a pie. Los primeros metros seguíamos con el impulso de la discusión, de la reunión, harbando de política. Pero, poco a poco, el ritmo de la caminata, la intimidad de la amistad, apaciguaba nuestros ánimos y cambiaba insensiblemente el tema de la conversación. No ya la injusticia social, la guerra de Corea, la novela de Camus o la poesía de Nicolás Guillen, sino nuestros concretos y humanos problemas, de la novia, de los estudios, del futuro, de la enfermedad de la abuela, la muerte del tío, la tristeza, nuestras relaciones y timideces, nuestras esperanzas y miedos.

El día en que tomé conciencia de ese cambio insensible, de ese desdoblamiento entre el que salía de la reunión y el que llegaba a su casa, me pregunté muchas cosas. Y descubrí que el primero, el de la reunión, era un muchacho lleno de problemas quizá artificiales, quizá verdaderos pero que ni podía resolver ni entraban más adentro de la cáscara de su ser. Solo el segundo, el que llegaba a casa acompañado de su amigo, era el verdadero, el auténtico, el humano. Y solo en el segundo se decidía la batalla del vacío o de la plenitud, de la tristeza o la alegría, de la realización o del fracaso.

Y no fue entonces vergüenza para mi descubrir que esas eran las mismas vivencias fundamentales de todo el mundo. Que aquello que me diferenciaba de los demás –la opinión política, lo que sabía de música o de poesía, mi posición social …-era lo menos importante, lo que menos contaba.

Y entonces encontré a Dios. (Pero esta es otra historia.)

Por eso no me interesa ser especialista en nada. Solo deseo conocer cada vez más al hombre –a todo hombre, a cualquier hombre- y a aquellos poquísimos, apenas un manojo, problemas primordiales y básicos en donde se decide radicalmente su dicha o su desdicha y que, en el fondo, solo Dios puede resolver. Para eso me hice sacerdote.

He tenido la gracia –porque estudié en Roma- de conocer mucha gente y mucho mundo. Y ha quedado para siempre grabada en mi cabeza una constatación hecha en mis vagabundeos.

Vds. saben que Italia es un país terriblemente desigual. El Norte se ha industrializado vertiginosamente y el nivel de vida es altísimo. El Sur, en cambio, se considera aún subdesarrollado y las condiciones generales de vida son pobres e, incluso, estrechas. Y, a pesar de ello, es en el Norte donde ganan los comunistas, se producen las huelgas, estallan las bombas y las iglesias están vacías. El Sur, a pesar de su pobreza, continúa siendo católico y convencidamente antimarxista.

Pero no es esta constatación estadística y sociológica lo que me interesa. Lo que quiero decirles es lo que yo he visto con mis propios ojos: la gentes es más feliz en el Sur que en el Norte. He visto más sonrisas en Calabria que en Milán. He recogido más alegría en las miradas de Sicilia que en las de Torino. He notado más padres felices con sus hijos por las calles de Siracusa que por las de Génova. Es lo que me decía un sacerdote yanqui después de haber visitado Portugal: “ quizá sean más pobres que nosotros los americanos, pero ríen más ”.

He tenido oportunidad de hablar mucho últimamente con los obreros que arreglan nuestras calles de Flores. Casi todos arreligiosos e izquierdistas. Y debo decir esto: las izquierdas y los ‘justicieros sociales' no han logrado darles un solo centavo más de riqueza –para repartir riqueza primero hay que producirla y tenerla- pero han llenado su rostro de amargura y resentimiento, de odio y de protesta. Los han hecho desgraciados cuando, aun con lo poco que tienen, podrían ser dichosos y risueños.

Basta aquí en la Argentina viajar al interior del país, donde la corrupción ideológica de la gran ciudad se hace notar menos, para ver gente feliz, aún en medio de grandes penurias económicas. Miren Vds. en cambio las caras fruncidas de nuestra gente de Buenos Aires en los colectivos, en los subterráneos, en nuestras calles.

Porque, señores, es verdad que siempre podríamos estar mejor y que, a veces, estamos muy mal, pero ¿no tenemos siempre también algo de lo cual estar contentos? ¿Por qué mirar la mitad de la botella vacía cuando tenemos la otra mitad llena?

El hombre no es feliz, ni vale, por lo que tiene, sino por lo que es. Y, además, ¿no tengo acaso el cariño de mi mujer y de mis hijos? ¿No tengo el calor humano de los amigos, de aquellos que me quieren? ¿No tengo, al menos, techo, comida, un lugar donde dormir? En el peor de los casos ¿no sé, acaso, que muy cerca de mí, dentro de mí, a mi lado, hay un Dios que es mi Padre y que me ama y un hermano, Cristo, que es Dios y da su Vida por mi?

Sepamos buscar la verdadera felicidad. No la que viene de afuera, sino la que sale de adentro, aquella que, guardada en el corazón, permanece en cualquier circunstancia, en cualquier vicisitud. Y, si no sabemos hallarla por nuestras propias fuerzas, pidámosla al Padre. Él, porque sabe mejor que nosotros lo que necesitamos, muchas veces no nos da las cosas inútiles que le pedimos. Pero, si le pedimos sencillamente, la paz interior, la serenidad, la verdadera alegría, la gracia del gozo que lleva a la definitiva Vida, eso nos lo dará infaliblemente.

Porque si Vds. que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el padre del Cielo enviará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!

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