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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1974. Ciclo C

16º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 10, 38-42
Jesús entró en un pueblo, y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa. Tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. Marta, que estaba muy ocu­pada con los quehaceres de la casa, dijo a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude» Pero el Señor le respondió: «Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada»

Sermón

Dicen que a Pio IX, en los últimos meses de su vida, como se hallaba muy enfermo, para no disgustarle inútilmente y, dado que la situación mundial estaba llena de terribles y preocupantes acontecimientos, le imprimían un ejemplar especial del Osservatore romano –el periódico vaticano- expurgado de todas las malas noticias. El viejo pontífice vivió así feliz sus días postrimeros, creyendo que estaba en el mejor de los mundos.
¡Es tan fácil, con los noticieros, fabricar un mundo artificial inexistente! Hace unos días en ‘La Razón’ dieron la noticia de que había llegado a Buenos Aires el Abbé Pierre, el sacerdote francés fundador de Emaús. El periodista describía una entrevista con fotos, preguntas y respuestas hechas a su llegada a Ezeiza. A los tres días me enteré de que el Abbé Pierre había debido posponer el viaje y no había podido viajar hasta después de unos días a la Argentina. Toda la noticia y la entrevista habían sido fabricadas.

En fin, a Pio IX al menos, con toda buena intención, le fabricaban para dejarlo tranquilo un mundo artificial bello y sereno. Y pase también la noticia inventada del Abbé Pierre. Pero hoy es menester decir que, en general, el mundo que nos confeccionan los diarios es al revés del que pergeñaban con toda buena intención para el anciano papa. Diarios, noticieros y televisión se complacen en mostrarnos hasta el hartazgo -y deformándolos- los aspectos y acontecimientos más perversos protagonizados por el hombre. Hagan Vds. un día la prueba de marcar con lápiz colorado las malas noticias de un periódico y con verde las buenas, a ver cuál es el color que predomina. Guerras, asaltos, crímenes, estupros, accidentes, violencia, cartas de protesta, solicitadas, secuestros, miseria, superficialidad. Rojo brillante. Y uno no sabe si es porque los periodistas se complacen especialmente en indigestarnos el desayuno con malas nuevas o porque nosotros los provocamos a ello comprando solamente aquellas publicaciones que dan mayor número de notas sensacionalistas. Sabemos que han estallado bombas en Irlanda y han muerto no sé cuantos civiles, que un padre desnaturalizado ha apuñalado a su hijo en la cuna, que el crimen de Alta gracia, que choca un tren en Colombia y cae un avión en Tanganica, que fulana se ha divorciado y vuelto a rejuntarse con otro, que una monjita se casa en Italia con su párroco, que Chipre, que Palestina, que Camboya. Y todo quizá será verdad, pero nadie se ocupa de apuntarnos al mismo tiempo que existen aún millones de matrimonios serenos y felices, sociedades de paz y de trabajo, obreros que no hacen huelga y padres que cuidan de sus hijos, millares de trenes y aviones que llegan diariamente a destino, monjas y sacerdotes que cumplen abnegadamente con su sublime ministerio, médicos que curan, sabios que investigan, universitarios que estudian, novios que son castos, hombres que son felices.
Diarios, novelistas, cine, televisión, todos de acuerdo en mostraros como normal lo sórdido y lo miserable ¿quién puede leer sin asco cualquier novela de hoy –salvo honrosas excepciones- o ir al cine? En otras épocas a los chicos se les hacía leer vidas de héroes, de santos, de gente noble. ¡Ah los personajes pundonorosos de Julio Verne, de Luisa Alcott, de la Condesa de Segur! ¿Qué ven hoy nuestros chicos en la televisión? ¿Qué personajes dignos de admiración para ser imitados, para tenerlos como modelos?
Si poco a poco nos han ido acostumbrando al olor a podrido, habituando a chapotear en las cloacas de la vida, haciéndonos indiferentes al horror y al escándalo del mal. Paulatinamente, sin darnos cuenta, se nos ha hecho insensibles al pecado, hemos llegado a tolerar como natural aquello que hubiera parecido repugnante a nuestros mayores y al sentido común. Hemos perdido –o estamos a punto de perder- la noción de la diferencia entre el bien y el mal. ¡Qué esfuerzo de liberación del medio ambiente habría que hacer para recuperar la visión recta de las cosas y de los hombres!

En los antiguos tiempos del Imperio Romano, en la época que a través de asesinatos y revoluciones los emperadores se sucedían unos a otros, era común que el triunfador de turno condenara a su antecesor depuesto no solo a la muerte sino al olvido. Era lo que se llamaba la ‘damnatio memoriae’ –algo así como la ‘supresión de su memoria’-. Nadie podía repetir su nombre, ni referirse a sus hechos. Los historiadores tenían prohibido incluirlos en sus libros, sus nombres eran borrados de todos los lugares donde aparecían.
Aun se conservan, en las ruinas romanas, frontones de mármol martillados para hacer desaparecer ciertos apellidos. Quien no hubiera sido contemporáneo al pobre depuesto emperador jamás sabría que dicho emperador había existido. Como ven el arte de esconder las noticias y los hechos era conocido desde antiguo. Orwell nada inventó. Y, funestamente, aquello de lo cual no nos enteramos, aunque exista es como si para nosotros no existiese.

Inscripción conmemorativa de la construcción de un puente en Coptos (Alto Egipto) en la que fueron borrados sucesivamente el nombre del entonces prefecto de Egipto y el del emperador Domiciano (British Museum)

 

Si ustedes a un niño lo educan desde pequeño encerrado en su casa con las persianas bajas y las puertas cerradas, nunca sabrá que existen calles y automóviles, gente que camina, vientos que soplan, lluvias que mojan. Su mundo se reducirá a las cuatro paredes de su casa; su luz a la de las lámparas eléctricas, su calor al de la estufa. Y, si lo sacan afuera, pero lo obligan a mirar siempre hacia el suelo, nunca sospechará del color azul del cielo, desconocerá que palpitan las estrellas, navegan las nubes, el espacio se abre al infinito. Su mundo será el asfalto y los adoquines, tierra y vías, hormigas y gusanos.
El mundo moderno ha hecho -o intenta hacer esto- con nosotros. Ha depuesto a Dios. Lo ha condenado al olvido como al derrocado emperador. Ha desterrado su nombre de los periódicos, de las novelas, de las escuelas, de las universidades. O a sus representantes en la tierra los han transformado en personajes casi folklóricos que, además de meterse ineficazmente en política son tomados poco seriamente, a menos que respondan a los intereses de otros poderes que sí realmente existen.
Como al anciano Pio IX nos fabrican diarios especiales en donde se evita cuidadosamente darnos noticias de Dios, puntos de vista cristianos, normas éticas de sabiduría ancestral y divina. Vivimos encerrados artificialmente en un mundo de cuatro paredes –puertas cerradas y persianas bajas-. Nadie nos dice que detrás de ellas existe el maravilloso universo del espíritu, del honor, de la nobleza, de la virtud y de la Gracia. Nos obligan, sin que nos demos cuenta, a mirar constantemente hacia el suelo, hacia lo bajo y paupérrimo, hormigas y gusanos. Nos llaman desde el polvo de su miseria con su habilidad de literatos y cineastas, con sus diplomas de licenciados en supuestamente prestigiosas universidades del blablá, con sus sonrisas de locutores profesionales, con sus artificios ‘made in usa’ o ‘in japan’, con su verborragia vacía y sus lágrimas de bolero, con su música histérica y su sexo de supermercado.
Y, para mantenernos engañados, para que no abramos los ojos y miremos más allá de la punta de nuestras narices, nos obligan a correr de un lado a otro, al movimiento, a la distracción desenfrenada, a absorber constantemente noticias inútiles, impresiones, colores, ruidos, transistores. Nos inducen a preocuparnos constantemente: negocios, fiestas, programas, turismo supersónico. Cualquier cosa, con tal de no dejarnos parar un solo instante; con tal de que no podamos pensar, reflexionar, meditar en el silencio, horadar nuestras cuatro paredes, encontrarnos con nosotros mismos y con Dios.

Vayan Vds. al parque de diversiones. Suban a la montaña rusa: traten de describir luego lo que vieron desde arriba. No vieron nada: el vértigo de la velocidad los hizo aferrarse a sus asientos y mirar solamente hacia adelante. Al final solo recordarán un riel que baja, sube y se retuerce raudamente y la excitación del miedo y el ruido de los carriles. Pero suban a la rueda que gira lenta, pausadamente –como la famosa y enorme rueda o ‘noria de Viena’ en el Prater, la Wiener Riesenrad- y, cuando, despaciosa, los levante a las alturas podrán ver, desde arriba, a la ciudad, distinguir las calles y los edificios, reconocer el parque y las arboledas.

Corramos por las salas enceradas de un museo, de una pinacoteca: no veremos nada. Viajemos por las sierras de Córdoba a ciento cuarenta kilómetros por hora. Recordaremos solo el asfalto del camino y el estómago contraído con las curvas. Sí: volemos como locos al ritmo de Buenos Aires por el sendero de nuestras vidas: cosecharemos el vacío de nuestros corazones, el hastío de nuestros días, la amargura y la frustración.

No, señores: necesitamos detenernos, sofrenarnos, respirar a pulmón lleno, contemplar. Nos hace falta el instante de silencio. El mirar despacio a nuestro alrededor. Abrir puertas y ventanas. Preguntarnos para qué corremos, para qué vivimos, para qué estamos en el mundo. Qué es el bien y qué es el mal, donde está el error, donde la mentira, ser libres para decir que no es normal la inmoralidad, la claudicación, la estupidez.
Necesitamos desesperadamente del silencio, de la oración. Hoy más que nunca, cuando el mundo conspira para desterrar a Dios y a la verdad de nuestras vidas. Si no somos capaces de encontrar ni siquiera diez o quince minutos por día para frenar nuestra carrera, subir las persianas, mirar hacia arriba, pensar en Cristo, arrojarnos a los brazos del Padre, orar, contemplar, ineluctablemente, sin que nos apercibamos de ello, el mundo nos vencerá, no podremos ya más bajarnos de la montaña rusa, viviremos y moriremos encerados en las cuatro paredes de nuestra celda, creeremos que solo existen hormigas y gusanos, dinero y sexo, ruido y excitación.
“Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas: pero una sola es necesario y María ha elegido la mejor.”

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