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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1999. Ciclo A

15º Domingo durante el año
(GEP, 11-07-99)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 13, 1-23
Aquel día, Jesús salió de la casa y se sentó a orillas del mar. Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a una barca y sentarse en ella, mientras la multitud permanecía en la costa. Entonces él les habló extensamente por medio de parábolas. Les decía: "El sembrador salió a sembrar. Al esparcir las semillas, algunas cayeron al borde del camino y los pájaros las comieron. Otras cayeron en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotaron en seguida, porque la tierra era poco profunda; pero cuando salió el sol, se quemaron y, por falta de raíz, se secaron. Otras cayeron entre espinas, y estas, al crecer, las ahogaron. Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta. ¡El que tenga oídos, que oiga!". Los discípulos se acercaron y le dijeron: "¿Por qué les hablas por medio de parábolas?". El les respondió: "A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene. Por eso les hablo por medio de parábolas: porque miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden. Y así se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: Por más que oigan, no comprenderán, por más que vean, no conocerán. Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, tienen tapados sus oídos y han cerrado sus ojos, para que sus ojos no vean, y sus oídos no oigan, y su corazón no comprenda, y no se conviertan, y yo no los cure. Felices, en cambio, los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen. Les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron; oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron. Escuchen, entonces, lo que significa la parábola del sembrador. Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino. El que la recibe en terreno pedregoso es el hombre que, al escuchar la Palabra, la acepta en seguida con alegría, pero no la deja echar raíces, porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe. El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto. Y el que la recibe en tierra fértil es el hombre que escucha la Palabra y la comprende. Este produce fruto, ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno".

Sermón

No hay duda de que entre las actividades que desarrolla el ser humano una de las que más prestigio tiene es la ciencia, el saber. Esto no quiere decir que la mayoría de las personas se empeñe seriamente en esta actividad. Más bien habría que decir lo contrario: el hombre de nuestros días, habituado al impacto sensible y simplista de los medios audiovisuales no suele adoptar una actitud formal y perseverante frente al saber. El conocimiento verdaderamente científico exige disciplina, rigor argumental, investigación, lectura, cotejo de datos, interpretación lógica de estos, pasando por iniciaciones tediosas que hacen de cualquier saber algo arduo. Solicita un esfuerzo al cual es renuente, salvo excepciones, el hombre de nuestros días que se conforma con saberes vulgarizados, con pantallazos superficiales, con intuiciones informes, con fórmulas adocenadas, sin poder llegar nunca al fondo de las cuestiones porque no posee el instrumental intelectual adecuado para indagarlas.

Esto no sería demasiado grave. Al fin y al cabo la ignorancia como tal no es ningún pecado. Uno podría perfectamente decir: elijo ser ignorante, me voy a dedicar a estudiar lo indispensable para cumplir con casa, con el colegio, con el trabajo y, por lo demás, me dedico a ver televisión, a frecuentar discotecas, a conversar inconsistentemente con mis amigos, a saber de fútbol, a hojear de vez en cuando alguna revista.... Puedo hacerlo. Lo que no puedo hacer es elegir la ignorancia, renunciar al esfuerzo de estudiar, de leer, de pensar y después hacerme el que se de todo, opinar sobre cualquier cosa, tener el tupé de discutir o enfrentarme con el que realmente sabe...

Aún así el conocimiento humano incluso en sus expresiones más sofisticadas siempre adolece de una cierta inadecuación con la realidad que pretende conocer. Porque se supone que éso es conocer: obtener de la realidad una idea que se adecue a ella. Y allí surge el problema, porque, entonces, ¿qué es lo que realmente conozco? ¿la realidad o la idea que me hago de ella? ¿Conozco a Sarmiento, a Menem o solo las ideas que sobre ellos me han prestado los libros, los diarios, su imagen y su palabra en la televisión?

La respuesta es obvia: conozco la realidad en la medida en que las ideas que tengo de ella sean fidedignas. Pero ¿cómo comprobar esa fidedignidad? Allí está el trabajo de la investigación, del juicio, de la crítica... Así y todo nunca las ideas agotan todo el significado de lo real. ¿Quién podrá decir que con su saber domina totalmente un tema, o tiene una idea plena y acabada de una persona? ¿Y quién podrá acercarse a la realidad en plena lucidez sin la más mínima escoria de ideas erróneas?

Por otra parte esas ideas con las cuales me refiero a las cosas, dependen en sus matices de mi formación, de mis a priori, de mis propios intereses y puntos de vista: el conocimiento que de una montaña tiene un alpinista, es distinto al que de ella tiene el geólogo, el estratega militar, el pintor, el poeta, el hombre de llanuras o de sierras.... Todas serán visiones parciales; verdaderas si responden a la realidad, pero limitadas, complementarias...

Si ajustar nuestros pensamientos a lo que las cosas son se hace dificultoso aún en las ciencias físicas y químicas donde la experimentación sirve siempre de correctivo insobornable de las ideas, tanto más se hace difícil cuando nos acercamos a realidades más complejas, más profundas, más inasibles, como por ejemplo las del hombre, donde no basta conocer y ponderar lo físico y directo, ni la insondabilidad de lo psíquico, sino que es necesario introducirse también en lo simbólico.

¿Porqué, para uno, una ópera de Wagner es un conjunto de hombres y mujeres gritando en mal estado de salud y, para el otro, un sublime momento estético? Son las mismas las ondas sonoras que llegan a uno y otro par de tímpanos, pero, en un cerebro, ellas se procesan como belleza y, en el otro, como ruido... ¿Porqué hay gente que simplemente no percibe la hermosura de un poema, de una imagen literaria... o compra, en las santerías, imágenes que son verdaderos atentados al buen gusto...?

Gustos, si, pero sobre todo gravísimas carencias de formación, de programación cerebral, de cultura. Es como el que no conoce un idioma: nada de lo que escucha entiende.

Pero también a veces lo que falta no es puramente cerebral, cultural, intelectual, sino afectivo. Hay atracciones y repugnancias naturales (o adquiridas) que son capaces de opacar seriamente nuestro acceso a la realidad.

Tomás de Aquino, que de estas cosas algo sabía, sostenía que más allá de lo puramente intelectual, existe un conocimiento por connaturalidad, por simpatía, capaz de llegar a la realidad de un modo más directo que el del puro intelecto. Algo que ver más con el querer que con el conocer. El conocimiento es capaz de detenerse en las ideas sin tocar la realidad, planeando en la teoría. El querer, en cambio, la voluntad, de por si busca lo real, hacer contacto con el ser. Es en última instancia el querer, el amar, lo que me acerca a la realidad, a las personas, y no solamente las fotos muertas de mis ideas.

Por eso también mi capacidad o no de amar, mi formación en el querer, en el gusto, incide enormemente en mi conocer. Un temperamento bueno, delicado, educado en las finezas de la ternura, verdaderamente amado desde su cuna, criado en un ambiente de bien querer, estimulado en su estética, abierto a los demás, alcanzará una percepción de lo real, de la belleza, de los otros, totalmente ajena al criado en el desamor, en lo sórdido, en la falta de virtud... Paradoja aparentemente injusta pero realista que Jesús señala: porque tiene, es capaz de recibir más todavía...

No: no basta oír para comprender, ni ver para conocer...

Por eso Jesús habla en parábolas. No da clases de teología ni de filosofía ni lecciones de moral. Apela no solo a la cabeza de los que le escuchan sino a su simpatía, a su afecto, a su connaturalidad, con un discurso que desborda siempre el sentido obvio de sus palabras.

Sentido que nunca puede develarse del todo en una interpretación racional, en ideas cartesianas claras y distintas. La parábola no es una alegoría traducible: "el sembrador quiere decir esto"; "el terreno pedregoso aquello"... Las parábolas de Jesús rebasan de significados, en sacral polisemia, porque, en el fondo, todas ellas apuntan a la gran parábola reveladora del Padre que es la mismísima figura de Cristo. El es la suprema revelación de Dios. En el hijo de María conocemos a Dios. No en una fórmula, no en una definición, no en un razonamiento, sino en una figura humana capaz de despertar en nosotros adhesión o rechazo, más allá del instrumental de lupas, microscopios, balanzas, medidores, diccionarios que podamos poner en juego para conocerlo.

Una cosa es conocer y otra reconocer. Cristo no busca solo ser conocido sino reconocido. Sus parábolas van bordando a su alrededor ese entretejido de significantes a veces intraducibles -como lo es una poesía- o indefinibles -como una melodía- que hay que percibir en si mismos y que, tan pronto sujetos a análisis, se desmenuzan en piezas frías sin sabor ni color. ¡Cuánto más simple, directa y bella la parábola en su tenor original, tal cual salida de los labios de Cristo, que en la explicación segunda! (que algunos dicen es un añadido de Mateo...)

Cristo va creando en torno a si esa atmósfera de belleza y de valores que, más allá de su enseñanza, invita a la simpatía, a la confianza, a la fidelidad, al afecto, y que nos irá, poco a poco, haciendo más capaces de reconocerlo, en la medida que entremos en la ósmosis de su clima. Fuera de ese ambiente, de esa tierra fértil, -que nunca hemos de perder en nuestras familias, en nuestros corazones- sus enseñanzas y parábolas se hacen ininteligibles y la gran parábola del amor de Dios que es la misma vida de Jesús, incomprensible. El cristianismo se transforma, fuera de ese clima, en un mundo de ideas rechazables, en pura historia, en teoría, ideología, instrucción...

El mundo de la fe, es un universo viviente; no de puros dogmas, artículos de catecismo, conocimiento intelectual, terreno pedregoso. Es requiebro y arrullo de amor de Dios al hombre. A todo el hombre: a su mente y su corazón, a su espíritu y sus sentidos. Relación que vive de regalos y galanteos, de enamoramientos y enojos, de poesías y serenatas, de liturgia y de sacramentos, de música sagrada y de lenguaje bello, pero sobre todo de arrojos y ofrendas y promesas mantenidas hasta la muerte: hasta la sublime prueba de amor de la cruz... Parábola suprema del apasionado querer de Dios.

Que el mundo no nos quite la poesía de Jesús, y nos impida oír su música y entender sus parábolas y percibir la realidad contundente de su amor. Que el bullicio de la vida y sus espinas no ahoguen nuestros oídos ni cierre nuestros ojos al llamado viril de su querer. Que no nos seduzca el hombre con sus abalorios y con sus falsas, ruidosas, groseras, vanas y pasajeras alegrías. Que no nos perturbe con un querer entender que nunca será capaz de ir más allá de nuestras pobres ideas y, por eso, sin amor, jamás alcanzará a Dios. No nos dejemos robar por nadie ni por nada la felicidad de "ver lo que vemos y oír lo que oímos, y que tantos quisieron y quisieran ver y no lo vieron , oír y no lo oyeron".

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