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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1998. Ciclo C

15º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 10, 25-37
En aquel tiempo: Un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?» Jesús le preguntó a su vez: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?» El le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo» «Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida.» Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?» Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: "Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver" ¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?» «El que tuvo compasión de él», le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: «Ve, y procede tú de la misma manera»

Sermón

            El camino habitual que habían de seguir los judíos para llegar desde Galilea a Jerusalén, evitando atravesar territorio samaritano, era el que, desde el lago de Genezaret, bordeaba las orillas, primero derecha y luego izquierda del Jordán y, luego, volviendo a vadear el río a la altura de Jericó, subía en perpendicular hacia Jerusalén, pasando por aquella ciudad. Desde el río a Jericó había diez kilómetros de camino en medio de desierto. Jericó, hermosa ciudad construida por Herodes en el oasis del mismo nombre, resultaba una posta agradabilísima como etapa de viaje en medio de esos páramos. De Jericó a Jerusalén otra vez había que atravesar veinte kilómetros de lugares inhóspitos, desérticos, para peor escarpados y con senderos que daban sobre precipicios. Piénsese que desde Jericó, a 300 metros bajo el nivel del mar, hasta Jerusalén, a ochocientos arriba, había que escalar 1100 metros. Por eso era habitual decir 'subir de Jericó a Jerusalén' o, al revés, 'bajar hacia Jericó'.

            Como el camino estaba pleno de meandros, rocas saledizas y cuevas, era sumamente propicio para los asaltos -así cuenta Flavio Josefo-. A pesar de que los romanos habían estacionado una legión de tropas auxiliares -la Décima Fretense- en Jericó para disuadir el accionar de los bandidos, era proverbial el riesgo que se corría al transitar ese camino.

            Es verdad que sacerdotes y levitas no tenían demasiados problemas ya que los asaltantes, casi todos judíos, solían respetarlos por su carácter sagrado. Algo de eso nos sucede a nosotros los curas, no exactamente por motivos religiosos, sino porque en el hampa es una especie de tradición que asaltar a un cura trae 'yeta'. Aunque en nuestros días, con los delincuentes improvisados y los drogadictos, estas tradiciones cada vez corren menos. ¡Hasta en esto se van perdiendo las buenas costumbres!

            El asunto es que este camino era bastante recorrido por sacerdotes y levitas porque muchos de ellos estaban instalados en Jericó. Hay que recordar que tanto los sacerdotes como los levitas tenían dichos oficios hereditariamente y los ejercían en muy contadas ocasiones: una semana por año, para garantizar el culto en el templo de Jerusalén, y para las tres grandes fiestas de Pascua, las Tiendas y Pentecostés. El resto del tiempo cada cual ejercía algún otro tipo de oficio, como cualquier judío, aunque aún entonces eran muy cuidadosos respecto de las reglas de pureza ritual que debían observar.

            Son justamente estas reglas, mediante las cuales se suponía que cumplían parte del precepto de 'amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas', las que hacen que ahora el sacerdote y el levita, regresando de Jerusalén, pasen de largo la víctima. En realidad nuestra traducción "lo vio y siguió de largo" no traduce bien el original griego, que dice "lo vio y dando un rodeo, siguió de largo". Ese rodeo marca justamente que no se trata simplemente de indiferencia frente al sufrimiento ajeno: es que, tanto el sacerdote como el levita, quieren evitar caer en la impureza que, según la ley, contaminaba no solo al que tocaba, sino al que pasara a menos de dos metros, de un cadáver. Por otra parte aquí la cosa era especialmente complicada: el asaltado estaba despojado de sus ropas, así que no se podía saber de ninguna manera si era un judío o un pagano. Y tocar a un pagano contaminaba aún cuando no estuviera muerto. El sacerdote bien habrá pensado "¿Para qué me voy a complicar con este asunto y la impureza que podría contraer si por este camino pasa tanta gente que puede ocuparse del pobre hombre? ¡Ya mismo siento pasos de alguien que viene detrás de mí!" Era el levita, que, por supuesto, pensó lo mismo. "Por otro lado una vez por día pasa la patrulla romana, ellos investigarán. ¡Pobrecito, vamos a rezar por él y que el Señor, el misericordioso, tenga compasión de él, me proteja a mi de caer en semejantes desgracias y maldiga a todos los ladrones. Y mande pronto a la ambulancia, los servicios sociales y la policía."

            Los escuchas del cuento de Jesús estarían regocijados con esta pintura algo grotesca del sacerdote y del levita que el Maestro estaba retratando. También en aquella época había un sano anticlericalismo entre la gente y alguna broma contra los clérigos era siempre bien recibida. "Seguramente ahora pondrá de ejemplo a uno de nosotros, la gente común". En realidad casi no había otra, -porque por ese camino jamás pasaban samaritanos, peleados a muerte como estaban con los judíos-. Por eso el hecho de que el tercer viandante, y justamente el que tiene compasión, sea uno de los odiados habitantes de Samaría hace poner serio a su auditorio. Esto ya no era una broma anticlerical, ni Jesús estaba haciendo fácil demagogia.

            De golpe casi en medio de un chiste -siempre con su humano sentido del humor- Jesús ha dado una de sus enseñanzas más hondas; o, mejor, una doble enseñanza.

            Una, poner al lado del mandamiento del amor a Dios el del amor al prójimo. Si bien ambos mandamientos, aislados, ya existían en el Viejo Testamento -el primero en el Deuteronomio, el segundo en el Levítico- ambos aparecían separados o mezclados en listas con muchos otros. Cristo es el primero que toma a los dos, les da máxima importancia y los hace depender el uno del otro.

            Precisamente los ejemplos del sacerdote y del levita nos muestran a dos hombres que, por querer a toda costa defender minuciosamente los ritos de pureza que los ligan a Dios en el primer mandamiento, dan un amplio rodeo en su amor al prójimo. Creen que rinden culto a Dios y prestan primacía a su mandato de amarlo a Él sobre todas las cosas, descuidando olímpicamente el precepto del amor a los demás.

            Ejemplos de estos fanatismos pseudoreligiosos que no solo han descuidado sino abusado del hombre tras un engañoso culto a lo divino han ensombrecido la historia de todas las falsas religiones y aún a veces la de los cristianos. Pero las muestras no hay que buscarlas muy lejos. ¿Cuántas personas de ambos sexos conocemos que piadosísimas, cumpliendo casi puntillosamente sus deberes y preceptos religiosos, descuidan sus deberes de amor, de ternura, de cordialidad, de comprensión, de simpatía, de paciencia con los que viven en su misma casa -su marido, su mujer, sus hermanos, sus personas de servicio-?. A lo mejor contribuimos para Cáritas o damos generosamente una limosna, pero negamos a los nuestros, a los que conviven, estudian o trabajan con nosotros, eso precisamente que, en forma de alegría, de control de nuestros defectos, depresiones y malos humores, debería tocar con los ojos de Jesús a todos los que tienen que aguantarnos...

            Es claro, tampoco se puede amar así al prójimo, en abnegación de nuestro yo invadente, si no los amamos desde Dios, para Dios y como quiere Dios; con lo cual vemos que ninguno de los dos mandatos puede subsistir sin el otro.

            Pero la pedagogía de Jesús va mucho más allá de la de las exigencias del antiguo testamento. 'Prójimo', 'reá' en hebreo, 'plesion' en griego, quería decir 'el que está cerca, el próximo, el vecino'. Era una palabra más amplia que 'adelfós', 'hermano', que connotaba vínculos de sangre, de parentesco, pero de ninguna manera alcanzaba a todos: no comprendía al 'extranjero', el 'ger', y mucho menos al 'goím', el 'pagano', que era casi un enemigo.

            Jesús en la segunda enseñanza del día amplía ese mezquino panorama. Pero no lo hace diciendo una frase así como que "Hay que amar a todos los hombres", lo cual es una zoncera, una utopía, que finalmente se transforma en frase vacía. Nadie puede realmente querer a todos los hombres; y al final eso sirve de excusa para que queramos mucho a los negros discriminados en Sudáfrica, a los que se mueren de hambre en el Zaire, a los inundados que se asoman asépticos a nuestra pantalla de televisión, a los desocupados del conurbano rosarino ... y descuidemos a aquellos a los cuales no solamente debemos compadecer sino ayudar, estando en nuestras manos hacerlo, y que son los que, con nombre y apellido, están cerca nuestro. Ya sabemos de aquellos que dicen que quieren a todo el mundo pero jamás han sido capaces de amar en serio ni siquiera a uno.

            Claro que esa cercanía jamás será excluyente. El evangelio pone de ejemplo a un hombre despojado de sus ropas. En aquella época la ropa identificaba a cada uno: en seguida, por ella, se sabía su nacionalidad, su oficio, su categoría social, incluso su familia -como los colores de las polleras escocesas-. Un desnudo no es más que un hombre, un simple ser humano. De cualquiera puedo y debo ser prójimo, y como ejemplo de tal, Cristo genialmente invierte la pregunta del doctor de la Ley. No "quien es mi prójimo", sino "con quién debes tú portarte como prójimo". No se trata de saber si un extraño puede ser o no prójimo mío, se trata de si yo me hago prójimo o no de él. El odiado y segregado samaritano no piensa si el malherido, probablemente muerto, es su prójimo o no: él es el que se hace prójimo acercándose, en vez de dar un rodeo y evitarlo.

            El realismo de Jesús es sublime. La projimidad es un encuentro: toca a aquellos que de una u otra manera se avecinan a mi vida, pero me toca sobre todo a mí en cuanto llevado por mi amor a Dios y mis reales posibilidades soy capaz, sin exclusiones, de aproximarme a ellos.

            Este deber, sin duda, me compete antes que con nadie con aquellos que conviven conmigo o de los cuales soy responsable y, luego, progresivamente, con los que me son cercanos en la amistad, el trabajo, el estudio, el deporte. Como bien dice el viejo proverbio: "la caridad bien entendida comienza por casa". Y todos sabemos de ese señor, o joven, maravilloso fuera de su casa, servicial, abierto, dicharachero, que tan pronto transpone los umbrales de su hogar se transforma en un pequeño déspota de los realmente suyos, de aquellos a los cuales su actitud verdaderamente importa y puede hacerlos felices o infelices. Toda nuestra sonrisa está para nuestro negocio, para la sociedad, para allí donde puedo simular ser un buen tipo porque no necesito más que una o dos horas de actuación. Pero aquí en casa, donde todos me conocen, soy una calamidad, desgracia de los míos.

            Ciertamente mi projimidad ha de llegar, también, a todos aquellos que yo me entere me necesitan, no tanto -pero también- de los que puedo librarme metiendo un par de billetes en un sobre o en una colecta, ni a los profesionales de la mendicidad, sino quizá a parientes necesitados de ayuda, a vecinos solos, a estudiantes compañeros míos sin apoyo, a enfermos a quienes nadie visita, ¡tanta gente a lo mejor a los que puedo dedicar parte de mi tiempo, de mi cariño, sin descuidar a mis prójimos más cercanos! Y recordemos que amar a los demás, ser buenos samaritanos, no es solo dar limosna: las obras de misericordia corporales son varias más: recibir al peregrino, liberar al cautivo -tantos tipos de cautividades y esclavitudes hay hoy en nuestro mundo- , visitar a los enfermos y a los presos; sin contar las mucho más importantes obras de misericordia espiritual: enseñar al que no sabe; dar buen consejo a quien lo necesita; corregir al que se equivoca; consolar al triste y al afligido; perdonar las injurias y ofensas; sobrellevar los defectos del prójimo; rezar por los vivos y los difuntos.

            Que así nos lo enseñe nuestro buen samaritano Jesús, nuestro Señor.

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