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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1991. Ciclo B

15º Domingo durante el año
(GEP, 14-7-91)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos    6, 7-13
Jesús llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros. Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero; que fueran calzados con sandalias y que no tuvieran dos túnicas. Les dijo: «Permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir. Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos». Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión; expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo.

Sermón

             Uno de los secretos de la estabilidad del imperio romano fue la facilidad y rapidez de las comunicaciones. Para ello los romanos se convirtieron en infatigables constructores de caminos. Quien observe un mapa del imperio del siglo II verá todo el mundo conocido surcado por una red de larguísimas estradas que coinciden en gran parte con muchos de los trazados que aún hoy se utilizan en Europa, Asia y África. Carreteras ciertamente mejores que la mayoría de las rutas argentinas: niveladas, rectificadas, con cientos de puentes solidísimos, muchos de los cuales todavía están en uso, basamento de tierra, arena y pedregullo especiales de medio metro de profundidad y pavimentadas como una mesa de billar con adoquines de granito pulidísimos. Ya en el siglo II antes de Cristo, en tiempos de la república, desde las quince puertas de las murallas de Roma partían veintinueve rutas, como la vía Appia, la vía Aurelia, la vía Flaminia -continuada por la Emilia-, la Cassia, la Salaria, que más tarde, en edad imperial, se multiplicaron, ensancharon y bifurcaron enlazando los puntos más remotos de la 'ekumene' romana con pistas propicias para el desplazamiento rápido del ejército, el correo, el comercio y las persoons. Se puede afirmar que recién en nuestro siglo, con el auge del automovilismo, se superó con nuevas rutas este magistral trazado romano, destruido y abandonado en el intervalo por las invasiones bárbaras y musulmana.

            Pero a todas estas vías superaba, en comodidad y posibilidad de transporte masivo de mercaderías, la navegación. El 'mare nostrum', el Mediterráneo, era la gran vía de comunicación; surcada por innumerables rutas que unían las costas más distantes del imperio extendido como un gigantesco anillo alrededor del mar. Los enormes barcos romanos, excepto durante el invierno donde el agua se volvía innavegable por el mal tiempo, impulsados a vela -los remos se usaban solo para sacar al navío del puerto y ponerlo a favor del viento-, eran capaces de desarrollar exactamente las mismas velocidades con que se movieron nuestros próceres y nuestros bisabuelos antes del descubrimiento de la máquina y de la hélice, es decir hasta el siglo pasado. Recientemente los romanos habían inventado la gavia y eso aumentó la velocidad de las embarcaciones. Ciertamente ésta dependía de los vientos, pero, por ejemplo, normalmente en tres días se podía llegar de Roma a África, como cuenta Catón y, según leemos en una crónica de la época, un barco mercante tardó cuarenta y cinco días de Alejandría a Roma, cargando y descargando en diversos puertos del camino. Todo dependía, pues, de las condiciones atmosféricas y del número de escalas. Y hay que pensar que muchos de ellos eran barcos de gran tonelaje. El famosos Isis, gran cargo de trigo que circulaba entre Alejandría y Roma en la época de los Antoninos, llevaba 1.146 toneladas de cereales, más que una fragata del siglo XVIII. El historiador Josefo narra, a principios del siglo I, que se embarcó para Roma con 600 personas a bordo. Y el barco en el que viajaba Pablo a Roma llevaba, según cuenta Lucas, 276 pasajeros (Act. 27,37).

            E imagínense Vds. la población cosmopolita de estos barcos: sirios y asiáticos, egipcios y griegos, cantantes y filósofos, comerciantes y peregrinos, soldados, esclavos, simples turistas. Todas las clases, todas las creencias, todos los cultos, codo con codo, pasaban juntos horas y horas, días y días en contacto casi promiscuo en el estrecho espacio a flote y en la camaradería de los desembarcos y las paradas.

            Y hay que decir que por primera vez en la historia, gracias a la seguridad del Imperio, la sociedad de la época está en permanente movimiento: negociantes, militares, estudiantes, turistas, se mueven de un lugar a otro como solo luego sucedió en el medioevo y en nuestra época.

            No solo el comercio o el estudio o la política o el turismo: las fiestas religiosas, los juegos de Roma o de Olimpia, los misterios de Eleusis, las curaciones en los centros de medicina como Pérgamo, atraen muchedumbres. Los judíos, esparcidos por todo el mundo, movilizan barcos enteros -'charters' ya en aquella época- para poder celebrar la Pascua en Jerusalén. Y cuando cruzan la frontera y entran en el suelo de sus padres, llorando de emoción, sacuden simbólicamente el polvo de sus pies para quitarse hasta la última mota de suciedad pagana y entrar en tierra santa.

            Es por esas vías, y por esos medios como el mensaje cristiano empieza a propagarse por el mundo. En cuanto la Resurrección con su estallido de luz y vitalidad es comprendida en su significado definitivo para el pueblo de Israel y para la historia, tal noticia, ¡tal buena noticia!, tal evangelio, trata de ser inmediatamente comunicado a los hermanos judíos dispersos por el mundo.

            Así hay que entender la primitiva predicación cristiana. No como ahora que uno trata de exhortar, de enseñar, de dar interpretación cristiana a algunos hechos, de aconsejar. No, a nadie se le ocurría al principio tener que predicar, simplemente se trataba de ir a todos los lugares de Israel y de la diáspora, del mundo, donde estaba disperso el pueblo judío, para llevarles la noticia de lo que había pasado: que el Mesías ya había llegado, que había Resucitado. No hacían de predicadores, hacían de mensajeros, de agentes de la última noticia, de periodistas, de testigos de un hecho -por eso al comienzo iban de a dos, porque según el derecho judío solo era atendible el testimonio de alguien si eras corroborado al menos por el de otro-. Y de eso se trataba, de ser testigos de un maravilloso acontecimiento. Y estaban ansiosos por hacérselo saber hasta al último de los hermanos del pueblo elegido, para contarles con enorme alegría lo que había sucedido; que todas las esperanzas habían sido colmadas.

            Y todo a partir de Jerusalén: éste hecho decisorio, este notición de la venida de Dios en el Resucitado, se desparrama por el mundo desde ese centro a través de las comunicaciones romanas: por tierra y por mar. Y es allí, en la convivencia forzosa de la navegación, de las escalas en los puertos, de las obligadas paradas durante el invierno, donde la noticia comienza a interesar también a los paganos.

            Porque hay que recordar eso, que al comienzo se trata de algo que sucede solo entre judíos. Es cuando, con gran sorpresa de los que con impaciente gozo llevaban la noticia a sus hermanos y ven que no todos los judíos sino más bien pocos, reciben la noticia y los demás la rechazan, es allí cuando interesados circunstancialmente los paganos la noticia también comienza a difundirse entre ellos. Y teniendo que enseñarles desde el vamos, sin la preparación que habían recibido durante siglos los israelitas, la simple noticia comienza a comunicarse con argumentos; explicando, haciendo discursos. La tarea de predicar se especializa, no cualquiera puede hacerlo con eficacia, aparecen los profetas y los apóstoles que también luego, cuando comienzan a establecerse comunidades de creyentes, han de resolver diversos problemas, enseñar, dar razones, exhortar, alentar, sostener, adaptar a las circunstancias.

            Y la historia de la Iglesia primitiva, los nombres de pueblos y ciudades que aparecen en el nuevo Testamento, nos muestran que las primeras comunidades cristianas surgen en los grandes puertos y en los nudos de las grandes vías de comunicación. La iglesia se va extendiendo gracias a las rutas romanas.

            Y por tierra ¿cómo se viajaba?  La gente pudiente, cuando no podía navegar -que era lo que se prefería-, en carros tirados por caballos -que perdían bastante eficacia porque todavía no se había inventado la albarda, la pechera, y la fuerza la hacían con el cuello ahogándose-. La clase media en los pesados carruajes de cuatro ruedas de origen galo, tirados por ocho o diez caballos o mulos, que transportaban una buena cantidad de viajeros apretados y bagajes. Los oficiales y burgueses a caballo. Pero la gran mayoría viajaba a pie, con las túnicas remangadas, un sombrero de alas bien anchas para protegerse del sol -el petaso- y la mínima cantidad posible de equipaje.

            Y es de destacar que tanto en el viejo testamento, como entre los griegos, signo de la urgencia en la entrega de un mensaje era ir sin ninguna muda de ropa: solo sandalias y bastón, sin detenerse a saludar a nadie en el camino y comiendo de lo que les dieran o de lo que les daría el que recibía el mensaje. De hecho los mensajeros del emperador tenían derecho a ser mantenidos por todos durante su ruta. Las instrucciones de hoy de Cristo -alguien más que emperador- a sus discípulos, no quieren pues sugerir ninguna norma especial en el atuendo de sus mensajeros sino que simbólicamente señalan la urgencia e importancia suma del mensaje que han de portar.

            La cuestión es que normalmente así se hacían etapas de treinta kilómetros por día. Es claro que de este modo tardaban bastante en llegar a destino. ¿Qué hacían de noche? En todas las rutas había a cada rato postas para cambiar cabalgaduras y tabernas y hospederías de distinto tipo para comer y descansar. Los diversos itinerarios que aún se conservan de la época, mencionan nombres como: Posada 'Al Camello', o 'del Elefante',o 'Al Gallo'. En los Hechos de los apóstoles se menciona la posta "Tres tabernas" a cincuenta kilómetros de Roma y donde debe detenerse Pablo. "Buenos servicios, baños, comodidad, como en la capital" es un letrero que se conserva de una posada en Pompeya. Y otro en Lyon: "Aquí Mercurio te promete negocios. Apolo, salud. Septumanus (que era el hostelero) acogida y descanso. Quien entra, no quiere irse. Piensa bien antes de entrar". Una hostelera siria, más astuta, promete en cambio, en otro cartel: "Ambiente fresco, comida con quesos y frutas, vino, baile y amor".

            Y, a decir verdad, que la mayoría de las hospederías gozan de bastante mal concepto. Juvenal alude a la fama de "avaros, granujas, bribones y rufianes" -así dice literalmente- de sus dueños; "su mujer, bruja,  sus criadas, rameras". "Echan agua al vino y dan a los asnos menos heno que el pactado". "Nada de higiene, poca honradez, mucha licencia". Los mesones pues tenían una sólida reputación de suciedad, de ruido y de incomodidad, amén de ofrecer normalmente entre sus servicios el de generosas chicas. Así es que, en realidad, para alojarse en ellos había que no ser ni muy exigente ni muy formal.

            De allí que la gente "bien" difícilmente recurriera a estas posadas. El recurso obligado para sus viajes era la hospitalidad. Por eso las abundantes exhortaciones de las cartas apostólicas y de los evangelios, por ejemplo el de hoy, a ser hospitalitarios. Los mensajeros de Cristo no podían sino alojarse en casas particulares. Y esa es la praxis que reflejan las andanzas de los apóstoles tal cual las cuenta Lucas en el libro de los Hechos y aparecen en pasajes como el de nuestro evangelio, que no solo recuerda un consejo de Cristo sino que muestra lo que se estaba haciendo en el momento en que Marcos escribe.

            Pero precisamente nuestro evangelio refleja una etapa temprana de esta predicación itinerante. En realidad a los predicadores no les marca un tope de estadía: 'Hasta el momento de partir'. Y eso evidentemente dio luego lugar a muchos abusos, porque más tarde en su tercer carta Juan debe recriminar a un tal Diótrefes jefe de comunidad, el que no reciba a los hermanos ni los aloje e impida hacerlo a otros cristianos. Es obvio que el pobre hombre -a quien Juan no hace quedar demasiado bien en la Escrituras- estaba harto de hospedar a gente entre la cual habría de todo: predicadores en serio y vivos que querían pasarla bien gratis.

            Un problema que luego se agudizará. Porque, como siempre, aparecerán los charlatanes y los pícaros que querrán vivir del evangelio y no para el evangelio. En el más antiguo libro cristiano conservado aparte de los del Nuevo Testamento, el llamado "Doctrina de los doce apóstoles" o, en griego, Didajé, de fines del siglo primero, ya se dan algunas normas limitantes respecto de los predicadores itinerantes o profetas o apóstoles, como se les llamaba. Dice: "Todo apóstol que venga a vosotros, sea recibido como el Señor. Sin embargo, no se detendrá más que un solo día. Si hubiera necesidad, otro más. Mas si se queda tres días, es un falso profeta. Al salir el apóstol, nada lleve consigo, si no fuere pan, hasta nuevo alojamiento. Si pide dinero, es un falso profeta" "Al que dijere 'Dame dinero' o cosas semejantes, no le escuchéis. En cambio, si dijere que se dé a otros necesitados, nadie le juzgue" "Y si es solo un hermano y quiere quedarse más de tres días, que trabaje y así se alimente, de modo que no viva entre vosotros ningún cristiano ocioso. Caso que no quisiere hacerlo así, es un traficante de Cristo. Estad alerta contra los tales" Y, algunos párrafos después, la Didajé añade estas afirmaciones, aún hoy muy válidas: "Cuídense de los falsos apóstoles, porque no todo el que habla en espíritu es profeta, sino el que vive las costumbres del Señor. Así, pues, por sus costumbres se discernirá al verdadero y al falso profeta. Porque aún el profeta que enseña la verdad, si no practica lo que enseña, es un falso profeta"

            Con lo cual, para no hacerla larga, a grandes rasgos, tenemos explicado el evangelio de hoy.

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