XV Año B 73 15 de Julio

 

La primera vez que ingresé en un país comunista fue en Berlín. El gobierno federal había invitado a un grupo de sacerdotes residentes en Roma a una visita de propaganda por Alemania Occidental. Nos pasearon por todas partes tratándonos magníficamente.

Cuando llegamos a la ex capital del Elector de Brandeburgo y del Reich nos alojaron en un lujoso Hilton, multiplicaron aún más sus atenciones con nosotros y nos llenaron los ojos y los estómagos con las estupendas realizaciones berlinesas de postguerra.

El último golpe propagandístico, sin embargo, fue la visita que nos instaron a hacer a la parte comunista de la ciudad.

 

 

 

Después de largas colas y controles, cruzando de uno en uno el muro –no se podía andar en grupo‑ nos encontramos, una mañana de domingo, en pleno territorio socialista, a la sombra protectora de abundantes retratos de Marx, Lenin y Ulbricht.

 

 

Walter Ernst Paul Ulbricht 1893 – 1973, de 1960 a su muerte jefe de Estado de Alemania Oriental

 

La impresión fue impactante: del despilfarro opulento de las bulliciosas calles y avenidas de la parte occidental, plenas de gente, autos y vidrieras luminosas, parecía mentira que nos separaran apenas unos metros. Edificios aún en ruinas de la segunda guerra, calles desiertas, tráfico inexistente, mezquinas vidrieras.

 

 

Siempre recuerdo, con un amigo, después de vagar todo el día por la ciudad, habiéndonos quedado para escuchar a la tarde Madame Butterfly que, justamente, representaban esa velada, cómo nos impresionó la pobreza de los decorados y vestuarios. Debajo de las túnicas japonesas les asomaban a los cantantes los pantalones y zapatos de calle. Y, en el ‘foyer’, para consumir una especie de Coca Cola rusa y un sándwich con una feta transparente de queso, vaciamos nuestros bolsillos y, amén, debimos soportar en fila un larga espera. Con razón el muro, pensábamos, con razón los guardianes siberianos con el dedo en el gatillo de sus ametralladoras y los perros de policía.

 

 

 

Dos años después, tuve ocasión de hacer nuevamente un viaje por los países comunistas: Yugoeslavia, Hungría, Bulgaria, Checoeslovaquia, Polonia, Alemania Oriental con la cual, otra vez, terminé el viaje. Y tuve la experiencia inversa. Luego de dos meses de estadía en el ambiente socialista, el paso –en dirección contraria a la de mi primera estadía‑ de Berlín Oriental a Berlín Occidental.

Al pasar a Occidente de nuevo me golpeó el contrate. Pero esta vez suscitó en mí pensamientos confusos. Las propagandas comerciales –inexistentes en los países marxistas‑, el tráfico ensordecedor, los porno-shops, las boîtes, las joyerías, los pelos largos de los hippies, el lujo rumboso, los espectáculos eróticos, la música torturada de las disquerías, me abofetearon con su terrible poder destructor de lo humano y del espíritu.

 

 

Y, prescindiendo de lo tremendo de la dictadura bolchevique, me sorprendí a mi mismo extrañando la austeridad material del estilo de vida del oriente europeo dominado por el comunismo. En el fondo –pensé‑ qué se ganaba con tantas cosas y bienes a consumir cuando, con mis propios ojos, había visto más alegría en la plaza principal de Danzig, Polonia, en los chicos que se apiñaban alrededor de un viejo vendedor ambulante para comprarle no se qué brebaje azucarado que aquí escupiría con asco el más pobre de los niños de una villa miseria, que en el jolgorio libertino de Occidente donde observaba capricho, indiferencia, hastío en los alemancitos occidentales acostumbrados a tener de todo al imperio de su menor deseo.

En verdad que, dejando de lado la instrumentación marxista y subversiva de los movimientos estudiantiles del mayo franchute, uno no puede sino conceder el algo de fondo de verdad de esas agitaciones contestatarias.

 

 

 

Denuncias como las de Herbert Marcuse, el ideólogo principal de ese extraviado alzamiento[i], en su libro ‘El hombre unidimensional’ o las de Erich Fromm, psicoanalista marxista, en su ‘Psicoanálisis de la sociedad contemporánea’ no dejan de tener asidero en la triste realidad del occidente contemporáneo. El hombre alienado en la búsqueda insaciable de los bienes materiales. El ‘homo consumens’, como lo llama Fromm, ‘el consumidor’, que vuelca sus ansias insatisfechas de interioridad en hambre de satisfacciones exteriores que lo dejan impotente, solo aburrido y angustiado. El hombre ‘voraz’, ‘lactante a perpetuidad’, que desea consumir más y más, y para quien todo se convierte en artículo de consumo: cigarrillos, bebidas, sexo, cine, televisión, viajes, personas, creándose contantemente nueva necesidades artificiales y manipulado su gusto y su libertad por los sortilegios de la propaganda.

Confunde –y sigo citando a Fromm‑ emoción y excitación con alegría y felicidad; comodidad material con vitalidad. La satisfacción del apetito se convierte en el sentido de la vida; la búsqueda de esa satisfacción en una nueva religión. El “homo consumens” se sumerge en la ilusión de felicidad, en tanto que sufre inconsciente y neuróticamente los efectos de su hastío y su pasividad.

 

Es verdad que este diagnóstico, esta descripción no nos toca aún a los argentinos igual que a los europeos. Para muchos aquí el problema no es el de la abundancia, sino el de la estrechez. Pero en estos momentos en que todos los argentinos estamos mirando hacia el futuro ‑proyectando, temiendo, soñando‑ debemos  plantearnos estos problemas. Porque ¿hacia dónde queremos ir? ¿qué pretendemos para nuestros hijos. ¿Un socialismo inhumano liquidador de la libertad, de la iniciativa personal, de las posibilidades del espíritu? ¿La mera prosperidad económica, la abundancia de bienes: lavarropas, televisores y automóviles para todos? ¿La falsa libertad sexual? ¿Eso es lo que hará auténticamente feliz al hombre, a la sociedad?

 

 

El martes pasado –mi día de salida‑ fui con mi madre, en un ejercicio que hace tiempo no me permitía‑ a ver la película ‘Hermano sol, hermana luna’ De Zeffirelli, pretendida reconstrucción del período inicial de la vida de San  Francisco. Vista admirable, por cierto, en cuanto a la perfección formal de su realización y la poesía de la imagen. Y, aparte de que el personaje poco tiene que ver con el auténtico Francisco y que se introducen en el relato gruesas falsedades históricas, vale la pena verla. En medio de un difuso panteísmo y adoración de la naturaleza, es una hermosa parábola de denuncia –en otro estilo del de ‘La clase obrera va al paraíso’ de Elio Preti[ii]- a la falsa riqueza de la sociedad contemporánea. Una reivindicación de la felicidad sencilla pero profunda que nos pueden dar las pequeñas cosas, el contacto con la naturaleza, la auténtica amistad, el amor al prójimo, la ayuda al desvalido, la libertad frente a las cosas materiales.

Lástima que Zefirelli no sea verdaderamente cristiano y no ahonde en el significado humano y sobrenatural del mensaje franciscano. Porque, vean, la pobreza, en sí, siempre será un mal, pasible de ser asumido cristianamente, recomendada incluso y vehementemente por Cristo, pero, en el fondo, siempre signo de miseria. Los bienes materiales de por si no son malos, al contrario. Es porque nosotros estamos desviados, inclinados al egoísmo, confundidos en la inteligencia, torcidos de nuestros auténticos fines, es por eso, que la riqueza se transforma en ocasión de soberbia, de avaricia, de ambición desordenada, de mezquindad, de explotación. No porque sean malas las riquezas en sí mismas. Es porque, en lugar de utilizarlas para nuestro bien y el de nuestro prójimo, se transforman en nuestra única meta, en fin, no en medio. En lugar de ponerlas a servir nos hacemos sus servidores. Es por ello que terminan siempre por hacer en nuestros corazones competencia idolátrica a Dios, alienándonos de nuestro verdadero destino.

 

Y, porque este riesgo de utilizarlas mal es inherente a nuestra naturaleza herida, por eso el Señor nos pide que seamos libres frente a ellas. Una sociedad que se mueve solo a instancias de los bienes materiales y que confunde la política con la economía y la prosperidad con el dinero y la abundancia, no puede sino engendrar hombres esclavizados, vacíos, animales, enajenados.

 

Se puede usar bien de la riqueza, sí, pero siempre es peligros y aleatorio hacerlo y el Señor en el evangelio lo dice claro –‘el camello pasando por el ojo de la aguja’, ‘no se puede servir a dos señores: o a Dios o al dinero’, ‘el que quiera ser perfecto…’‑.

San Francisco lo entendió con toda claridad y aunque nunca negó que se pudiera servir a Dios sirviéndose del dinero, prefirió, personalmente, servir a Dios sin él.

Por eso la pobreza –al menos ‘la pobreza de espíritu’ que nos desata, en el fondo de nosotros mismos, de todo lo que poseemos‑ es condición inseparable de la vida cristiana. No basta la virtud moral de la temperancia o la templanza.

Y así también lo indicó Jesús como prueba y pasaportes de la autenticidad de sus apóstoles:

Entonces Jesús llamó a los doce y los envió de dos en dos. Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastión; que fueran calzados con sandalias y que no tuvieran dos túnicas: ni pan, ni alforja, ni dinero…

 

 



[i] En el plano filosófico varias obras y autores tuvieron gran influencia en una parte del movimiento: Wilhelm Reich, freudomarxista, cuyo manifiesto, La revolución sexual, daba nombre a una de las consignas más repetidas y perversas del movimiento; el mencionado Herbert Marcuse con El hombre unidimensional, publicado en Francia en 1964 y que tuvo que ser reeditado en el 68. También Fromm, pero éste representa una crítica más sólida y más humana. A pesar de su marxismo y raíces freudianas, su judaísmo tradicional no aprueba la revolución sexual que llevaba adelante todo este movimiento. También, a su manera, era más serio el filósofo marxista Louis Althusser formador de una generación de pensadores marxista-leninistas que integraron el embrión de las primeras organizaciones maoistas.

[ii]