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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1998. Ciclo C

13º Domingo durante el año

Lectura del primer libro de los Reyes   19, 16b. 19-21
En aaquellos días: El Señor dijo a Elías: «A Eliseo, hijo de Safat, de Abel Mejolá, lo ungirás profeta en lugar de ti.» Elías partió de allí y encontró a Eliseo, hijo de Safat, que estaba arando. Delante de él había doce yuntas de bueyes, y él iba con la última. Elías pasó cerca de él y le echó encima su manto. Eliseo dejó sus bueyes, corrió detrás de Elías y dijo: «Déjame besar a mi padre y a mi madre; luego te seguiré.» Elías le respondió: «Sí, puedes ir. ¿Qué hice yo para impedírtelo?» Eliseo dio media vuelta, tomó la yunta de bueyes y los inmoló. Luego, con los arneses de los bueyes, asó la carne y se la dio a su gente para que comieran. Después partió, fue detrás de Elías y se puso a su servicio.  

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 51-62
Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén y envió mensajeros delante de él. Ellos partieron y entraron en un pueblo de Samaría para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron porque se dirigía a Jerusalén. Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron esto, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo para consumirlos?» Pero él se dio vuelta y los reprendió. Y se fueron a otro pueblo. Mientras iban caminando, alguien le dijo a Jesús: «¡Te seguiré adonde vayas!» Jesús le respondió: «Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.» Y dijo a otro: «Sígueme.» El respondió: «Permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre.» Pero Jesús le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios.» Otro le dijo: «Te seguiré, Señor, pero permíteme antes despedirme de los míos.» Jesús le respondió: «El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios.»

Sermón

              Elías, el personaje que aparece en la primera lectura, era, en la mentalidad judía, el antecesor y ejemplo de todos los profetas. Había actuado en épocas difíciles del reino del Norte, Israel -siglo IX AC- vociferando contra sus gobernantes venales, corruptos y contaminados de costumbres extranjeras. Uno de sus objetivos principales fue precisamente defender la fe judía del influjo del paganismo cananeo. Para ello desató una guerra sin cuartel a los ideólogos y gurúes de Baal y, más concretamente, contra la mujer del rey Ajab, Jezabel, propagadora de esta superstición y prototipo de la mujer sin escrúpulos.

            En esta lucha, aunque varias veces corrió peligro su vida y debió huir al sur, la figura legendaria de Elías -como luego la de su discípulo Eliseo- no se andaba con chiquitas: para probarse frente a los profetas de Baal hizo caer fuego del cielo degollando él mismo a 450 de éstos, también por dos veces mandó al fuego celeste que liquidara a emisarios del Rey que venían a detenerlo. Predijo y deseó el fin desastroso de la dinastía de Ajab y de su mujer Jezabel, que se produjo cruentamente por mano de Jehú que, con su espada bañada en sangre, exterminó a toda la familia real y sus partidarios en una matanza terrible y memorable.

            Tan tremebundo era Elías que, cuando el rey Ajab en un gesto de clemencia, perdona la vida a sus enemigos arameos vencidos en el campo de batalla sin condenarlos al exterminio como pretendía el profeta, éste descarga sobre el rey amenazas que luego se cumplirán en penosas derrotas.

            A pesar de ello, o justamente por ello, una parte de la esperanza de Israel, -basada en la leyenda de que Elías, sin morir, había sido arrebatado al cielo por un carro de fuego-, consistía en aguardar su regreso y la vuelta de sus violentas acciones de purificación y exterminio.

            De hecho los evangelios nos muestran que a la pregunta de quien era Jesús una de las interpretaciones de sus contemporáneos pasaba por identificarlo con la figura de Elías.

            Es de esta interpretación de lo que quiere despegarse hoy el Señor en nuestro evangelio lucano, precisamente en el momento simbólico en que inicia su 'subida', dice Lucas, a Jerusalén, es decir su camino hacia la Pascua. No irá solo, lo acompañarán los discípulos y él se pondrá siempre al frente en el camino. Esta subida a Jerusalén, que enmarca en Lucas las enseñanzas y milagros más importantes de Cristo, es la figura simbólica del camino de todo cristiano, también hacia la Pascua.

            Es por eso que aquí mismo, en el punto de partida de su empresa, Jesús enuncia las condiciones de radicalidad y desprendimiento que ha de tener todo el que se atreva a acompañarlo.

            Lo hace, significativamente, en Samaría, región norteña habitada por los samaritanos, tradicionales adversarios de los judíos, aquí mencionados porque se pensaba que eran los descendientes del desaparecido reino del Norte, casi descendientes de Jezabel y contaminados por el paganismo. Este marco geográfico es señalado por Lucas para recordar adrede la figura de Elías y compararla con la de Jesús.

            Porque aún los hijos de Zebedeo creen como otros muchos estar siguiendo a Elías o a un superprofeta, y piensan, por ello, que Jesús habrá de actuar como tal. Ahora, que comienzan el camino y están al lado de Jesús iniciando el asalto a Jerusalén, ya quieren probar la fuerza de su profeta y pretenden hacer bajar sobre esos pérfidos samaritanos que se niegan a alojarlos el fuego del cielo, reeditando así las hazañas truculentas de Elías.

            Pero Jesús, que marcha al frente, al oírlos, se da vuelta y los reprende. El no viene a ejercer fuerza sobre nadie: el don del Padre que viene a ofrecer es la amistad divina, el amor de Dios, y no hay amistad ni amor sin libertad. Si Dios quiere hacer partícipe al hombre de su felicidad divina no puede hacérsela llegar sino mediante el amor; y el amor verdadero no se impone: se gana, busca hacerse querer, seduce, enamora. Jesús intentará ganarse al mundo mostrando su amor no desde el poder y la fuerza sino desde la cruz. El que sepa escuchar en su cuerpo despojado y entregado hasta la muerte la declaración de amor de Dios, ese se salvará. Pero Dios no puede obligar a nadie a que lo ame.

            Algo desilusionados, los discípulos se habrán callado la boca y, cabizbajos y en silencio, habrán seguido caminando, arrastrando algo más que antes los pies detrás de Jesús.

            Ya han recibido dos anuncios de la Pasión y, sin embargo, continúan sin entender. Entonces "¿es menos que Elías? ¿qué clase de Mesías será?"

            Jesús adivina sus pensamientos y sin todavía poder manifestar lo que es -todo se verá recién después de la Resurrección- hace entender su superioridad respecto a Elías o a cualquier figura de la esperanza judía en la elocuencia de sus inauditas exigencias. Es bueno que lo haga. Ahora que los discípulos emprenden el camino detrás de Él, desde el comienzo -para que no se les susciten falsas ilusiones- hay que mostrarles qué es lo que pueden esperar. Sobre todo a aquellos que lo admiran y quieren estar a su lado por exitismo, por creer que Jesús los llevará a la cima del poder, de la fama, de la seguridad, del brillo, del prestigio, quizá también de la riqueza...

            Y allá van sucesivos los baldes de agua fría: este Mesías -que soy yo, el Hijo del Hombre- aquí abajo no garantizo nada: soy un sin tierra, un rey sin palacios... Ni siquiera puede garantizarte el elemental derecho humano a un techo, 'ni una piedra tiene donde reclinar su cabeza'. La casa a la cual te lleva es la casa del Padre, la definitiva, no las que podés comprar o alquilar en los clasificados de propiedades de los diarios...

            Y, a pesar de eso, es mucho más que Elías. Sus exigencias son más perentorias y totales. No podés negociar con él: o todo o nada, no ocho o nueve mandamientos y el otro -o los otros- un guiño de ojo ... No es ¡tan bueno, tan bueno! que tolerará tus adulterios, tus escapadas, tus segundos matrimonios, tus negocios no tan honestos, tus jueguitos de novios, tus faltas de responsabilidad, tus estudios mal hechos, tus agachadas y silencios, tus faltas de compromiso, tu carencia de coraje para defender la verdad ... Te perdonará, claro -¡cómo, si te arrepentís, no te va a perdonar!- pero no le pidas que bendiga tus debilidades, que justifique tus deslices, que de categoría de matrimonio a lo que no lo es, que no diga claramente lo que tiene que decir, al pan pan, al vino vino, a la sodomía sodomía, al latrocinio latrocinio, a la cobardía cobardía, a la frivolidad frivolidad... No te va a llevar un televisor al aula para que veas un partido de football; ni te va a cantar las canciones de moda desde el púlpito para que vengas a Misa ...

            Y allí mismo se agarra Jesús de la comparación con Elías. No mandará fuego del cielo, no, porque quiere que lo ames, no que le temas; pero sus requerimientos son mucho mayores que los de Elias, porque quiere que lo ames incondicionalmente -como es incondicional cualquier verdadero amor-. Si Eliseo había mostrado su rapidez en responder a la vocación de Elías sacrificando sus bueyes, haciendo fuego de su arado y despidiéndose inmediatamente de la familia, Jesús ni siquiera admite que se pierda tiempo en esa despedida -por supuesto que es una metáfora, una hipérbole, solo una comparación que se entiende desde el antecedente de Elías-. Pero Él no es de los que, una vez que viste la cosa, admitirá que le digas, "lo seguiré pensando, veré cuando me convierto, hay tiempo, te contestaré mañana"...

            Ni tampoco sirven para seguirle los que una vez que se han decidido a ser cristianos, o asumir algún compromiso de cristianos, miran para atrás o para el costado, a ver si no era mejor lo que se dejó o lo que hacen los demás al lado, y se retraen al primer esfuerzo o contrariedad, desviando la vista del único objetivo que ha de tener el discípulo que ama a Jesús: hacerse santo, seguir decididos, en serena alegría, a Cristo camino a Jerusalén, conquistar el Cielo.

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