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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1974. Ciclo C

13º Domingo durante el año
30-VII-74

Lectura del primer libro de los Reyes   19, 16b. 19-21
En aaquellos días: El Señor dijo a Elías: «A Eliseo, hijo de Safat, de Abel Mejolá, lo ungirás profeta en lugar de ti.» Elías partió de allí y encontró a Eliseo, hijo de Safat, que estaba arando. Delante de él había doce yuntas de bueyes, y él iba con la última. Elías pasó cerca de él y le echó encima su manto. Eliseo dejó sus bueyes, corrió detrás de Elías y dijo: «Déjame besar a mi padre y a mi madre; luego te seguiré.» Elías le respondió: «Sí, puedes ir. ¿Qué hice yo para impedírtelo?» Eliseo dio media vuelta, tomó la yunta de bueyes y los inmoló. Luego, con los arneses de los bueyes, asó la carne y se la dio a su gente para que comieran. Después partió, fue detrás de Elías y se puso a su servicio.  

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 51-62
Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén y envió mensajeros delante de él. Ellos partieron y entraron en un pueblo de Samaría para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron porque se dirigía a Jerusalén. Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron esto, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo para consumirlos?» Pero él se dio vuelta y los reprendió. Y se fueron a otro pueblo. Mientras iban caminando, alguien le dijo a Jesús: «¡Te seguiré adonde vayas!» Jesús le respondió: «Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.» Y dijo a otro: «Sígueme.» El respondió: «Permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre.» Pero Jesús le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios.» Otro le dijo: «Te seguiré, Señor, pero permíteme antes despedirme de los míos.» Jesús le respondió: «El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios.»

Sermón

De entre todas las palabras mágicas y míticas del mundo moderno, difícilmente haya otra de un poder explosivo más inmediato, de condicionamientos emotivos más arraigados, que el de la palabra ‘libertad’ o ‘liberación’. Esa libertad que, desde niños, con guardapolvos blancos, aprendimos a vocear tres veces, desafinando, en nuestro himno.
¡Guay del gobernante que, para custodiar la moralidad del pueblo se atreva a poner cortapisas a la petulancia disolvente de algún periodista o a la generosa exposición de alguna vedette o al desmán anárquico de algún mocoso etiquetado con el sagrado nombre de estudiante o a la obscenidad disfrazada de arte!
¡Guay del Papa o del obispo cuando, para salvaguardar la integridad de la fe y la disciplina, intenta tomar alguna medida restrictiva!
¡Guay del padre o del maestro que osen sentarse en la cabecera de la mesa o en sus cátedras sin la amplia sonrisa del diálogo, la lenidad y la componenda!
¡Qué de rasgarse las vestiduras! ¡Qué de encendidos discursos y agitarse de puños! ¡Qué de reuniones pomposas y telegramas de la S.I.P., de las Ligas por los diversos derechos, da la comparsa unánime de la prensa internacional! ¡De los psicólogos, pedagogos, sociólogos, teólogos y políticos! Sobre todo, por supuesto, cuando la amenaza a la libertad viene de la derecha. Ya sabemos que la izquierda tiene piedra libre, patente de corso, para hacer, con la bendición de la prensa y la ‘intelligentzia’ cualquier cosa.
Pero, en fin, el hecho es que, cuanto más se habla de libertad, menos se la práctica.
Porque, en verdad que, bien entendida, la libertad es el don natural más maravilloso que Dios haya concedido al hombre. Es por medio de la libertad ‑del mérito o del demérito que no pueden existir sin ella‑ que forjamos nosotros mismos nuestro último destino. Es por medio de ella que, colaborando con Dios, construimos aquel hombre o mujer definitivos que vivirán para siempre en el cielo.

Pero, desde la concepción auténtica y cristiana de la libertad ‑magníficamente expuesta, para quien quiera conocerla, en la encíclica de León XIII, Libertas praestantíssimum‑ a partir del ‘libre examen’ protestante, la guillotina de la Revolución Francesa, el liberalismo, el freudismo y la liberación marxista, mucha agua ha corrido bajo el puente.
Difícilmente término más sublime haya sufrido tanto toqueteo y deformación como el de libertad.
Se confunde libertad con desenfreno, libertinaje, carencia de toda autoridad, de todo límite, de toda constricción. Libre es en nuestros días aquel capaz de hacer, sin que nadie o nada se lo impida, cualquier cosa se le antoje: desde romper vidrieras y poner bombas hasta manosear a la novia en cualquier lugar público o fumar y decir malas palabras en el colectivo. Estudiar o trabajar cuando se le da la gana, volver a cualquier hora a casa; casarse y divorciarse, propalar a voces sin que nadie se lo impida las opiniones más nefandas; tener hijos o asesinarlos en el seno de la madre.
Sí: ¡cuidadito!, que nadie me obligue a nada: ni la ley, ni mis padres, ni la moral, ni las costumbres, ni los semáforos.
Y a eso reducen la libertad: ni vallas, ni fronteras, ni llaves, ni policías, ni retos.
Todas, como Vds. ven, cosas externas.

El hombre clásico y sus herederos los cristianos, a esta ausencia de constricción externa la llamaban ‘libertad de coacción’ y afirmaban que era la ínfima y menos importante de las libertades. Decían que era mucho más libre un sabio encadenado que un necio suelto. Un monje enclaustrado y sujeto por el voto de obediencia que un vicioso procediendo a su guisa por donde se le antoje.
El mundo moderno ha perdido de vista esta dimensión interna y más importante de la libertad.
Porque, vean, la verdadera libertad poco tiene que ver con la ausencia de policías, prisiones y fronteras. Es una fuerza íntima del espíritu, un señorío viril sobre los propios actos, una lucidez inteligente sobre sí mismo, un dominio de sí dependiente, sobre todo, de la hegemonía de la razón sobre las pasiones y de la luz de la verdad sobre la razón.

Por eso, hay dos maneras de quitar al hombre la libertad mucho más profunda y sutilmente que la de encerrarlo en una cárcel. Una, por medio del error, la ignorancia o la mentira. Otra, fomentándole sus vicios y sus pasiones. Ignorancia y licencia. Maestro en ambas nuestro moderno mundo: lleno de bienes con los cuales tentar y distraer; poderoso en medios de difusión con los cuales deformar la verdad y corromper.

No, no es libre el hombre que no sabe resistir la atracción del pecado ni la tentación de sus apetitos desordenados y hace más lo que tiene ganas, lo que ‘siente’ que lo que piensa. No es libre el estudiante incapaz de vencer su pereza y quedarse sentado en su escritorio para cumplir con su deber. Tampoco el joven que no puede dominarse y amar como Dios manda a la que un día habrá de ser su esposa. No es libre aquel a quien la propaganda hace creer necesario tener cosas inútiles y se precipita detrás de la última novedad de los mercados. No es libre el señor o la señora que, el día que se le descompone el televisor, está supeditado de tal manera a él que no sabe qué hacer con sus momentos vacíos y ansía la llegada del técnico más que la de su médico cuando enferma. No es libre el que no sabe resistir al qué dirán y sigue a pie juntillas los dictados de las modas más absurdas o las exigencias perentorias de su estatus. No es libre el blandengue sin vigor para enfrenar sus vicios y manías –alcohol o cigarrillo, droga o sexo‑. Ni el que sufre porque no puede tener las cosas que ambiciona y depende en su felicidad de ellas. Ni el que se deja llevar como por de una correa por sus impaciencias, sus rencores, sus envidas, sus iras.
A todos estos San Pablo llama esclavos: esclavos del pecado, de sus apetitos, de sus concupiscencias.

Pero peor quizá esclavitud, porque es más difícil salir de ella, la de la ignorancia: la falta de libertad que nos trae la insipiencia, el error y la mentira. La dependencia del ciego que carece de la luz de la verdad.
Porque la inteligencia, el conocimiento, la verdad, son como el parabrisas, la ventana, el resplandor por medio del cual vemos el camino que habremos de seguir. El necio, el errado, el que vive en la equivocación de la mentira, tiene una libertad semejante a la de un auto con los vidrios empañados, embarrados y sin faros en una ruta obscura sin luna ni estrellas. Sí: tiene la libertad de apretar el acelerador hasta el fondo, si quiere; pero ¿hacia dónde mover el volante sin el riesgo de caer a la banquina o chocar con cualquier obstáculo? ¡Engañosa libertad la del acelerador!
La libertad del errado, del necio, es semejante también a la de un ciego con su bastón blanco en el centro de una ciudad desconocida. Díganle Vds.: “Vd. es libre, vaya a donde quiera”. O la del que posee un mapa errado para llegar a alguna parte. No. Nadie le obliga a nada, nadie lo encadena, pero no sabe dónde está, ni qué camino tomar, ni que vehículo utilizar. ¡Ilusa libertad la que cree tener!
Por eso, no es libre aquel a quien han enseñado una historia o una filosofía falsa, el que se cree todo lo que le cuenta el diario, el que acepta sin crítica las afirmaciones del vecino o de la radio o de políticos adocenados, el permanentemente sujeto a los vaivenes de la opinión pública, el que renueva sus ideas todos los años según el último pensador de turno, el que, como ve que existen tantas opiniones diversas, renuncia a la búsqueda inteligente de la única verdad.
En este sentido no es libre el que, en un régimen tiránico, se ve obligado por la fuerza a someterse; pero lo es mucho menos aquel a quien han convencido de que ese régimen tiránico es el paraíso y vive a gusto en él. Ha perdido la libertad de manera casi irrecuperable. Por eso tiene más libertad el cristiano encerrado en las prisiones de Cuba que el infatuado seguidor de Fidel Castro en su Mercedes Benz.

La Biblia dice que la máxima ignorancia es la del impío que no cree en Dios. Lo compara a las mulas sin inteligencia. De allí que el ateo es el hombre más trágica y supremamente equivocado. Y es más ignorante el Sr. profesor universitario que se mofa de lo divino que el analfabeto que humildemente profesa su Credo. Ese señor inteligente, en medio de su tonto orgullo, es el menos libre de los hombres, porque no sabe para qué está en este mundo, para qué vive y respira, qué debe hacer para realizarse como hombre, de qué sirven sus dichas y sufrimientos y hacia dónde se dirige inexorablemente su existencia como la de todo hombre. Vive inútilmente los días que Dios le ha dado para ganarse el cielo y corre peligrosamente el riesgo de transitar la senda de su definitiva frustración.

Y, por eso, solo Cristo nos da la verdadera libertad, la auténtica liberación, porque solamente El, a través de su Iglesia, puede darnos la espada tajante de la verdad para desanudar en Gordias los lazos del error; y la fuerza impetuosa de la gracia para arrear a fustazos la debilidad egoísta y cobarde de las pasiones desmadradas.
Y, entonces, porque “nuestra vocación”, dice San Pablo, “es la libertad”, “dejemos a los muertos que entierren a sus muertos”, sigamos a Cristo, pongamos la mano en el arado y nunca más miremos hacia atrás.

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