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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

2002. Ciclo A

12º Domingo durante el año
(GEP 23-06-02)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo   10, 26-33
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: "No temáis a los hombres.  No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido.  Lo que yo os digo en la oscuridad, repetidlo en pleno día; y lo que escuchéis al oído, proclamadlo desde lo alto de las casas. No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma.  Temed más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo a la gehena. ¿Acaso no se vende un par de pájaros por unas monedas?  Sin embargo, ni uno solo de ellos cae en tierra, sin el consentimiento del padre que está en el cielo.  Vosotros tenéis contados todos vuestros cabellos.  No temáis entonces, porque valéis más que muchos pájaros. Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo.  Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres".

SERMÓN

            El hombre primitivo, antes de que tomara conciencia de su poder -limitado, por cierto- para dominar la naturaleza, vivió incesantemente amedrentado por el embate de las fuerzas naturales -granizo, heladas, inundaciones, terremotos, enfermedades, fieras, enemigos de todo tipo-, que acechaban tenazmente su supervivencia. Todavía sin ciencia ni técnica para repeler esos males o aprovechar sus fuerzas, recurrió prestamente, ya desde el paleolítico, a la magia, pensando que detrás de cada acontecimiento se escondía algún tipo de genio, dios o demonio, que lo presidía caprichosamente, pero que podía ser propiciado por medio de ritos o de ofrendas, de modo de no causar daño a los hombres.

            En estadios más tardíos de su pensamiento el hombre, en Grecia hacia el siglo VI AC, llegó a la conclusión de que todos los hechos, empero, incluso los presididos por divinidades y demonios, eran manejados por una impersonal fuerza superior que prestaba al sucederse de los hechos una inevitable ejecución. Los griegos llamaron a esa fuerza la moira, los latinos el fatum. A partir de Hesíodo la moira se divide en tres personificaciones, hijas de la Noche y hermanas de las Horas: las moiras Cloto, Láquesis y Átropo, que tejían la urdimbre implacable de los acontecimientos. Del 'fatum' -entre los romanos, que se copian de los griegos- se hacen cargo las tres 'fatas' o hadas llamadas Parcas. A la manera de las Nornas que aparecen en El anillo de los Nibelungos de Wagner, urdiendo la trama inextricable donde se cruzan implacablemente los caminos, tanto de los hombres como de los dioses, hasta que una de las parcas, Láquesis, corta el hilo del vivir de cada uno.

            En estrecha relación con el 'fatum', con la moira, se encontraba, casi como un celeste antojo, la diosa Fortuna -Tique, entre los griegos- representada como una matrona con la cornucopia en la mano, el cuerno de la abundancia, lleno de bienes, que arrojaba arbitrariamente sobre el afortunado destinatario. A veces se la figuraba, también, empuñando un timón -puesto que dirigía el rumbo de la vida humana-. Fortuna ¡ay! la mayoría de las veces injusta, mostrada casi siempre ciega, que premiaba a los peores, a los menos aptos, a los que no la necesitaban... Fortuna, además, que podía cambiar rápidamente de dirección, móvil y vacilante, tanto es así que se la esculpía haciendo inestable equilibrio sobre una esfera, pronta a caer hacia uno u otro lado.

            Hoy dicen los psicólogos que no es tan así, que el que, a pesar de ser capaz, se queja de mala suerte y de que las cosas le van mal es que, inconscientemente, por una especie de autocastigo o masoquismo compulsivo, busca siempre perder. No por nada Napoleón, que no era ningún bobo, elegía a sus mariscales entre los militares venturosos, suertudos, y huía como de la peste a los malhadados y mufosos.

            Sea lo que fuere, y a pesar de las 'teorías de la imprevisibilidad' de la matemática moderna, pareciera ser contrario a la lógica el hablar de que las cosas sucedan por mero azar o fortuna. Hoy, que sabemos precisar la concatenación entre las causas y sus efectos. Podremos hablar de la dificultad de señalar, cuando hay muchas variables, la responsabilidad mayor o menor de esta o aquella causa, pero sabemos que, fuera de los actos libres del hombre -que no son muchos- todo está manejado, no por el capricho de los dioses o el albur o la moira y las parcas, sino por una maraña inextricable de causalidades que interactúan unas con otras de modos a veces matemáticamente imprevistos y nos obligan, casi, a admitir la casualidad.

            Pero lo que en este y aquel caso puntual y visto de cerca parece obedecer al acaso, mirado de lejos y con grandes perspectivas nos señala siempre causalidades y sentidos generales que hablan de motivos, de raíces de los acontecimientos, de fuentes o semillas de los éxitos o fracasos. Aún en lo humano, la labor del historiador sería vana si en las voluntades e idiosincrasias de los pueblos no existieran explicaciones para sus progresos o decadencias. Ningún economista serio podrá atribuir a la mala suerte el desastre económico de los argentinos, cuando nada se ha hecho bien; ni a la buena suerte la prosperidad de los Estados Unidos o de los países en donde impera la libertad de iniciativa, la justicia y el respeto al derecho de propiedad.

            Aún los que, desde el punto de vista meramente científico, otean los orígenes del cosmos, de los sistemas planetarios y de la vida, no pueden dejar de señalar la dirección antrópica -como le llaman- de las más mínimas leyes físicas que, desde el inicio de la historia del universo, van apuntando inexorablemente a la aparición del hombre, como si esa fuera la única motivación de la materia. Ya nadie puede, con seriedad, hoy en día, ni desde el punto de vista físico, ni químico, ni matemático, afirmar que el surgir del cerebro humano en el planeta tierra puede haber obedecido a una suma de contingencias casuales que, de por si, hubieran podido apuntar a cualquier otro resultado, tal como en la antigüedad lo postulaban atomistas como Empédocles o Demócrito y, hasta no hace mucho, algunos ateos recalcitrantes, como, por ejemplo, el biólogo Monod.

            Pero el cristianismo dice mucho más: que detrás de toda esa finalidad cósmica no se encuentra solo una gran computadora, una sabiduría colosal, sino un Dios amante que solo busca el bien de aquellos a quienes puede hacer sus hijos, es decir los hombres. Detrás de todo lo existente y su decurso, de las leyes físicas, químicas, biológicas y cuantas haya presidiendo la entraña vigorosa de la materia, no existe ninguna casualidad ni moira ni azar, sino el Dios Creador y Providente que las maneja para bien y realización del hombre. Todo lo que hay en el universo, desde las galaxias hasta los animales y el suceder de los tiempos, solo tienen sentido y son queridos por Dios para preparar el camino y servir a la vida del hombre. En el universo -prescindiendo de la hipotética existencia de otros seres personales- solo el hombre es querido por Dios 'por si mismo'; el resto de los seres los quiere Dios 'para el hombre'. "Sed fecundos y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y cuantos animales se mueven sobre la tierra" (Gn 1, 28).

            Esa es la clara conciencia de Jesús cuando, en el evangelio de hoy, nos habla de que ni un solo pelo, ni un solo gorrión que cae del cielo escapa a la providencia paterna de Dios sobre cada uno de nosotros. Quizá ésta sea una de las grandes novedades del mensaje cristiano: no que la humanidad en general sea el fin del universo, o este o aquel pueblo o civilización con individuos prescindibles, sino cada persona humana, con su nombre, con su existencia individual propia e intransferible, con su vivir único, solo existente porque querido especialmente por Dios desde toda la eternidad.

            Ciertamente que ese amante y poderoso manejo divino -al cual solo pueden enfrentarse, parcialmente, nuestras libertades y nuestros pecados-, no mira solamente a la edificación de nuestra vida en este universo que -también nos lo afirma la astrofísica- es transitorio y perecedero. Sería una monstruosa caricatura de la Providencia el pensar que su actividad creadora acaba en la encerrona de este mundo donde, por otro lado, tantas veces triunfa el mal o la injusticia o quedan inermes frente al dolor tantos inocentes que caen en manos de la perversidad de los hombres o de los aparentes caprichos y cataclismos de la naturaleza. El estadio actual en que nos movemos es solo una etapa transitoria de la creación. Dios mira siempre a la parada definitiva, que es la de los 'nuevos cielos y la nueva tierra', la Iglesia triunfante, en donde plenamente se realizará su infalible proyecto de la reyecía de Cristo y María con sus elegidos. "Sabemos que toda la creación gime y está en dolores de parto ... esperando la adopción filial, la redención de nuestro ser." dice San Pablo a los Romanos (8, 22.23) y, algo más adelante: "sabemos que Dios ordena todas las cosas para bien de los que le aman, de los que han sido elegidos según su designio" (28). Para el cristiano no existe la buena o la mala suerte, ni la moira, ni la fortuna, solo la Providencia del Padre que lleva sabia, aunque a veces incomprensiblemente para estos pequeños cerebros, nuestras vidas hacia su último y verdadero Fin.

            Solo el que tiene claro ese designio puede vivir plenamente esa confianza en la Providencia a la cual hoy Jesús nos incita. Porque no nos dice Jesús "tened confianza porque los pobres gorriones no serán cazados por los tramperos y corraleros y no se venderán por monedas; ni que no se os caerá un solo pelo de la cabeza", sino que nada de eso sucede sin que el Padre lo maneje para nuestro bien. No es esta vida la que, infaliblemente, si somos cristianos, va a ser protegida por Su omnipotencia, sino aquella que quiere darnos para la eternidad. Solo el que se pone en perfecta consonancia con Dios en la búsqueda de esa santidad que es el objetivo último de nuestra vida puede vivir sin sobresaltos en la confianza plena en el Padre que, sabe, todo lo maneja para ese fin. No, siempre, para que nada desagradable nos suceda en esta vida, ni para que nadie nada pueda hacer a nuestro cuerpo -como dice el evangelio de hoy-, a nuestro trabajo, a nuestros dólares, a nuestras humanas ilusiones... No debemos temer a los Duhalde, a los Zamora, a los Carrió, a los Lavagna, a los Moyano, ni siquiera a los delincuentes que andan sueltos por las calles de Buenos Aires, en el fondo también ellos instrumentos de Dios para nuestra santificación: cuanto mucho podrán arruinar -¡o hasta mejorar!- esta nuestra vida perecedera. Debemos afirmarnos -nos dice Jesús- en la esperanza de Aquel que es capaz de salvarnos enteros de la destrucción final, de la aniquilación de la gehena.

            Pero entendamos que este trozo de discurso de Cristo se ubica en ese sermón que hemos comenzado el domingo pasado de mandato misional a sus discípulos. Esta confianza y esta intrepidez frente a los acontecimientos adversos de la vida que hoy nos enseña Jesús no nos vendrán solo por vivir mediocremente nuestra vida cristiana. Es el testimonio que todos hemos dar de Cristo el que da sentido a todo este pasaje. Esa predicación cristiana que debemos hacer con la palabra o con la vida, sin ocultamientos ni falsas diplomacias, desde el tejado de nuestras casas, a pleno día. Ese reconocimiento de Cristo ante los hombres que no admite silencios cómplices, diálogos irenistas, connivencias con el mal, sonrisa risueña ante las barbaridades que escuchamos en los medios, aceptación de los males menores, adaptación a las costumbres corruptas, superficiales y ligeras que nos rodean.

            No es a cualquiera a quien Jesús hoy promete la potente y bondadosa ayuda del Padre, sino a aquel que valientemente quiere, a rajacincha, galopar haciendo su voluntad.

            Nadie podrá tocar nada de lo que es definitivo y vital en nuestra cristiana existencia, si realmente confesamos a Cristo con nuestra palabra y nuestra conducta. La gracia de la perseverancia final -que es lo único a lo que tenemos que aspirar en serio en esta vida- no la alcanzaremos solo depositando una ingenua e inactiva confianza en Dios, sino viviendo como El paternalmente nos indica, cumpliendo sus mandamientos, alimentándonos de oración y sacramentos, confesando valientemente ante el mundo el Señorío de Jesús.

            Hablar de confianza en la Providencia no significa que, a pesar de mis agachadas y pecados libremente cometidos, Dios me conducirá a su Reino. Lamentablemente no es eso lo que dice nuestro evangelio. Habla claramente del temor a tener al que puede enteros destruirnos; del riesgo de ser por Cristo renegados.

            Insensato el cristiano que olvidara estos peligros y asentara su confianza en una salvación universal ya dada a todos de entrada prescindiendo de nuestra libertad, de nuestra respuesta de amor, del reconocimiento explícito de Cristo, de nuestro cristiano y corajudo combate llevado hasta el final, cuando, al contrario, solo así El nos reconocerá, el último día, ante su Padre que está en el cielo.

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