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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1998 - Ciclo C

viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 18, 1-19, 42

SERMÓN

Parece ser que fueron los persas quienes tienen el dudoso privilegio de haber inventado el suplicio de alzar a los ajusticiados en una cruz. Es probable que lo hicieran para no desafiar a la tierra, consagrada a su dios Ormuz, con el contacto del reo ejecutado. Alejandro Magno se copió de ellos y, de allí, pasó a los griegos y a los cartagineses. Pero, mientras entre los cartagineses era un castigo político y militar que se aplicaba sobre los comandantes y oficiales de alto rango y sobre los rebeldes, entre los griegos y los romanos se aplicaba a las clases inferiores, criminales violentos y elementos insumisos de las provincias rebeldes. "Sólo bárbaros crucifican a hombres libres", había afirmado Herodoto. 'Suplicio servil', se llamaba, que era ilícito aplicar a ciudadanos romanos, aunque a veces gobernadores autocráticos ignoraran esta ley. Los romanos se servían abundantemente de este suplicio en las provincias conquistadas, especialmente con los combatientes que trataban de alzarse contra el poder de Roma. Flavio Josefo menciona innumerables crucifixiones y ejecuciones en masa, en Judea.

Sin duda que era un suplicio horrible. Séneca el joven, que como Petronio se suicidó por orden de Nerón en el año 65, entre sus argumentos de que la vida no es siempre deseable describía la crucifixión: "¿Acaso -dice- puede hallarse a algún hombre dispuesto a ser sujetado al árbol maldito, moribundo, deformado, tumefacto con horribles llagas en el pecho y los hombres, para exhalar el hálito de vida en larga agonía? Creo que tendría muchos pretextos para morir antes de subir a la cruz"

La razón principal de su aplicación era era su supuesta eficacia como disuasivo. Se ejecutaba en público y estaba asociada a otras formas de tortura, incluyendo, por lo menos la flagelación, que dentro de todo podía ser un acto de misericordia, ya que, como se realizaba no con simples correas sino con púas pesadas de plomo atadas al extremo de las cuerdas, de tal manera hería hasta el hueso al flagelado que este se debilitaba enormemente por la pérdida de la sangre y el desbarajuste de sus músculos, acortando así su agonía.

Pero el asunto era humillar y degradar hasta lo último al convicto. No solo durante su suplicio sino luego dejándolo muerto colgado del patíbulo para que se pudriera allí y fuera devorado por los perros y las aves de carroña. Es verdad que entre los judíos esta última humillación era impedida por prescripciones que pedían que el cuerpo fuera bajado antes de la noche, pero los romanos solían hacer caso omiso a estos pedidos. Salvo excepciones y ciertamente para la Pascua puesto que allí la sensibilidad de la gente y su número podían hacer peligroso el no hacer lo que estaba indicado.

Es posible que esta costumbre de dejar colgado el cadáver hasta su disolución, sea la que ha impedido a los arqueólogos hallar huellas de crucifixiones en las tumbas de la antigüedad. Sin embargo, en junio de 1968, en Giv'at ha Mivtar , al norte de Jerusalén, en una tumba que data del primer siglo, época de la dominación romana, fue descubierto un esqueleto de un crucificado. En realidad se encontraron allí 35 osamentas: once hombres, doce mujeres y doce niños, todos fallecidos por hambre o por muerte violenta. Epocas tristes sin duda para los judíos. Pero uno de ellos, padre de uno de los chicos muertos, un varón de unos 27 años de 1 metro 70 de altura, llamado Yehojanán aparecía como evidentemente crucificado. Sus brazos habían sido atados al travesaño horizontal; sus piernas una a cada lado del poste vertical, sostenidas por un clavo en cada tobillo. Entre la cabeza del calvo y el hueso del tobillo había una pequeña placa de madera de olivo, para evitar que el condenado liberara su pie. El clavo del derecho había dado contra un nudo del poste y su punta se había doblado, de manera que cuando el hombre fue retirado de la cruz, el clavo, la madera del olivo y el hueso quedaron juntos, hasta el día del descubrimiento.

Entrar en más detalles sobre esta tortura, la descripción de los dolores inenarrables que sufría el condenado tratando de respirar y colgando alternativamente de los ataduras o clavos de las muñecas y parándose sobre los de los pies para poder aspirar y, finalmente, muriendo de asfixia cuando ya no podía más alzarse, para lo cual a veces, cuando tardaba demasiado en morir, le quebraban las piernas con una masa, son detalles espeluznantes que les voy a ahorrar.

Como el propósito del suplicio era quitar hasta el mínimo resto de dignidad y degradar públicamente al reo, en medio de un lugar destinado a ello, lleno de carroña, de fetidez, de nubes de moscas y de aves en acecho, no hay descripción posible para el horror vivido por Cristo y los que lo veían, acostumbrados como estamos a ver en la cruz ya casi un simple adorno, después de que Constantino , por respeto a Cristo, en el siglo IV, la abolió como pena capital.

Y sin embargo quien quisiera medir el espanto del tormento de Cristo difícilmente podría llegar al abismo de éste solo por sus implicaciones fisiológicas, su tortura física. La historia cruel de la humanidad nos muestra ejemplos más terroríficos aún de a lo que pueden llegar los seres humanos, cuando se trata de ingeniarse en producir padecimientos a los demás. Tormentos físicos, pero también terribles sufrimientos psíquicos, y no los menores los que incluso son capaces de infligirnos los mismos que nos están cerca.

No: si debiéramos medir el sufrir de Cristo solo por el tiempo que medió desde su prendimiento en el Huerto de los Olivos a la noche, hasta su muerte relativamente temprana al siguiente mediodía, no tendríamos que ubicarlo sino entre una larguísima lista de sufrimientos mayores que los suyos.

No es a nivel de nuestros nervios como se mide la calidad del sufrimiento, tanto es así que la psicología animal duda de que el sufrir puramente biológica de las bestias tenga demasiado en común con las del hombre. El animal sufre sin duda, sus neuronas dolientes son como campanas de alarma, luces rojas, que se prenden cuando algo en su organismo anda mal. Pero el hombre sufre y sabe que sufre; y es esa conciencia del sufrir lo que lo transforma en verdadero dolor. Porque ¿quien no sabe de esos otros dolores sin daño físico que son a veces muchos peores que éstos: angustias del amor traicionado, de la estima herida, de la calumnia sufrida, de los bienes perdidos, del sufrir o morir de los que uno quiere, del sentirse inútil, burlado, despreciado, fracasado...?

También esos sufrió el Señor. El manoseo del juicio, el vituperio de los judíos azuzados por Caifás y el Sanedrín, las burlas de los soldados, las escupidas, el manto escarlata, la corona de espinas y el cetro de caña, la desnudez, no eran solo el desborde del odio ni el entretenimiento circunstancial de policías sádicos y aburridos, era algo programado y normal en esos casos que pretendía, antes de la muerte, quebrar la moral del individuo. Verdaderos rituales de degradación y humillación que buscaban destruir la identidad misma de la persona que se había hecho indigna de seguir ocupando su puesto en la sociedad.

También aquí la conciencia de Jesús apuró hasta el fono de la copa el suplicio de la humillación. El, en su conciencia de hijo de Dios, en su saberse heredero de David, en la delicadeza de un espíritu criado en la dulzura del cariño de su madre, -¡y qué madre!-, en su seguridad de estar cumpliendo la Misión definitiva de preparar el Reino y actuar en nombre de Dios, ¡ver todo ello sumido en el fracaso, su oferta despreciada, sus palabras sujetas a la burla, golpeado y mofado por gente que ni siquiera comprendía nada de quien era él o de lo que podía enseñarles y, para peor, sentirse abandonado, no solo por sus amigos, sino más terrible todavía, abandonado, quizá traicionado, burlado por el mismo Dios..!

Pero, aún aquí ni siquiera hemos llegado a la superficie del dolor de Cristo. Porque solo podemos atisbar el piélago terrificante de su angustia si nos asomamos al misterio de la Encarnación. Desde su concepción, el ser humano de Jesús está unido hipostáticamente al Verbo y aunque su conciencia humana de ninguna manera alcance su conciencia divina, lo mismo, por medio de la gracia de la unión y por su misión de ser cabeza de la nueva humanidad, de la Iglesia, en esa luz de visión que a veces alcanzan los místicos y Cristo poseyó en plenitud, su mente humana fue capaz de percibir todos los tiempos, todas las edades, todos los hombres, todos los espacios. La conciencia humana de Cristo elevada por la gracia conoce hasta el mínimo de tus suspiros, hasta el más pequeño de tus dolores, hasta la más minúscula de tus angustias. Y porque la gracia que le abre al conocer también lo abre al amor, ese conocer de tu dolor, no es un conocimiento indiferente, es el conocimiento que florece en compasión, que se hace uno con tu dolor, que se conduele con tu sufrir.

En su pasión Jesús, mediante su conciencia de cabeza de la humanidad, también arrastra tu dolor, tu pena, el fracaso de los siglos, el sufrir de todos los tiempos, cada gota de sangre, cada fluir de lágrimas. La gracia ha agigantado su alma de tal manera que, presente a todos los tiempos, se hace capaz de beber sufriente, gota a gota, trago a trago, el acerbo dolor, el vinagre y la hiel, del penar de todos sus hermanos. Todo el sufrir del universo desagota su amargo jarabe de lágrimas y sangre en el transido corazón de Cristo. Nunca sufrís solo: desde la cruz, en un punto intemporal presente a toda la historia, Jesús está sufriendo con vos el sufrimiento mismo que sufris vos. La cruz de madera y hierro no es más que la potable cara externa del horror interno de todas las pesadillas de todos los tiempos acumuladas hoy agobiadoramente en el pecho de Jesús.

Y todavía no hemos llegado al fondo abominable y tenebroso de la cruz. Porque el dolor y el sufrir, mal que nos pese, no es el colmo del humano mal. Todos los males pueden ser de alguna manera instrumentados para el bien, no hay sufrir que no pueda hacerse fecundo en el amor, no hay dolor que no pueda servir de redención, pero existe si un mal que es puro mal y no hay manera de transformarlo en bien: el pecado, que es el alejarse de la fuente del ser y del amor; el destierro helado de la lejanía de Dios; la oscuridad tenebrosa de la distancia con El; la muerte fría e infernal del que se desconecta de la única fuente del vivir... Ese pecado capaz, si no hay arrepentimiento y perdón, de transformarse en carencia definitiva, en pérdida para siempre, en muerte más que biológica, en ausencia sin posible consuelo, en infierno... Y todo pecado, en la locura de los hombres que no se dan cuenta de ello, es trágicamente un pequeño infierno, un paso más al abismo de la tristeza del alejamiento del cual no se vuelve más... ¡Hombre creado por Dios y para Dios que quieres realizarte vanamente sin Él! Allí si: la perpetua soledad en que quedarás enclaustrado para siempre.

Y aunque Jesús no tiene pecado, finalmente, en el atroz espanto de la cruz, vive hasta el final el ponzoñoso fruto del pecar: " Dios mío, Dios mío, porqué me has abandonado" . Y, clavado en la cruz, Jesús se hunde en el extremo pavor del descenso a los infiernos, en la cloaca de todos los pecados del mundo, en la oscuridad sin brillo alguno ni reflejos, en la hediondez sin anestesia de la perversidad oceánica de toda perfidia, en la brutalidad sufrida sin defensa por todas las impotencias, en la soledad antártica de todos los corazones gélidos, en el postremo abandono de Dios. Allí convive Cristo con tu miseria, con tus faltas de fe, con tus noches oscuras, con tus egoísmos crueles, llevando sobre sus llagadas espaldas las consecuencias infernales de tus pecados, la desesperación de Judas, la negación de los Pedros, la herida incurable de la amargura de los réprobos, el aullido sin fin del ángel condenado ...

Pero en esa soledad de espanto desde la cual Jesús acompaña durante todos los siglos todos los pecados, todos los sufrires, todas las tinieblas y soledades, Jesús es capaz también de consumar en un supremo acto de fe, que apenas surge de la nada de su infierno y su abajamiento, la entrega al Padre que había sido toda su vida. Ya no queda nada de él, todo le ha sido arrancado. Puro despojo, se ha convertido en pura entrega. Entrega de fe que ya es impulso hacia la aurora de la Resurrección.

Porque todavía no has llegado, cristiano, a atisbar el misterio final de la cruz, misterio de luz y de amor, allí donde el alma de Cristo se une al Verbo, en la cascada sin fin del vivir trinitario, allí donde el Hijo es puro recibir del Padre, sin nada suyo, y puro darse con Él al Espíritu de Amor.

Si: allí está Cristo clavado en la cruz por vos. Y si no lo entiendes, sin no te conmueves, si no te refugias en esos brazos abiertos por amor a vos, mira a María y atiende su dolor. Ella también está clavada en la cruz. También su corazón de madre, desfondado por la gracia, envuelve en su tibieza materna todo dolor.

Ella también está agobiada por los pesares de todas las madres, de todos los hijos. Pero en su mudo cuadro de congoja y soledad, a través de sus lágrimas, más allá de la sombra crucificada de su Hijo que abriendo los brazos ya no la puede abrazar, también ella mantiene encendida en la hondura de su inconsolable pena el si a la palabra del ángel de la anunciación.

Señor Jesús, Señora María, desde la cruz, dadme algo de ese si, de esa entrega de fe, que me ayuden a vivir mis fatigas y mis penas, mis noches y mis fríos, a la lumbre y calor de la futura Resurrección.

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