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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1987 - Ciclo A

viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

SERMÓN
GEP, 17-4-1987

Yo no sabía, Señor.

(Yo no sabía, Señora)

Yo no sabía, Señor, que tu venida era el último empujón que Dios daba al Universo para llevarlo a plenitud.

Que lo había preparado el Padre en polvo de estrellas, en fuego de radiaciones y en torbellino de nebulosas. La vida, que había sido lentamente horneada en nuestro planeta tierra -y quizá en algún otro remoto rincón del cosmos- y había florecido finalmente en el hombre creado a Tu imagen y semejanza.

Yo no sabía que todo tenía que ser empujado por Ti más allá de sus límites, más allá del tiempo que termina y el espacio que desaparece, a la plenitud de Vida de la Trinidad.

Y yo no sabía que, en esta tarea de superar el lindero de lo humano, rompiendo la cárcel de la muerte, no podías ni debías quedar solo, que debías ponerte a la cabeza de los hombres para que, todos juntos, tus elegidos, con la gracia del Verbo que se había unido a Ti, avanzaras hacia sus destinos de cielo.

Y yo no sabía que comer de la fruta del árbol era hacer tu tarea más difícil, tirar hacia atrás, e ignoraba que estar lejos de Ti era estar en el desierto y, con fatiga, recoger el alimento cotidiano entre abrojos y espinas.

Y no sabía, en aquel entonces, que igual no me abandonarías y, con tu mirada triste, recogerías todas mis tristezas del desierto y las llevarías a tu alma. Y no sabía que, cada vez que yo dejaba de empujar contigo hacia arriba, hacia delante, Tu y los pocos tuyos que te seguían y siguen de cerca, tenían que arrastrar más rudo, recogiendo la carga que yo abandonaba mientras me entretenía con el fruto del árbol, “ bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría ” como me susurraba la serpiente...

No. Yo te ví representado en crucifijos de plata y de oro, te vi también tallado y clavado en maderas pintadas de ocre y rojo y me acerqué y miré tu cara sufriente que el artista había plasmado y, ciertamente, me conmovió tu dolor reflejado en la paciencia del pincel y en el lustre lacrimoso del barniz.

Y observé y vi, como a vuelo de pájaro, allá a lo lejos, en Palestina, hace tantos años, tu muerte horrenda en la cruz y me conmoví a la lectura de tu Pasión y mis ojos se humedecieron también ante las imágenes que de ti filmaron Passolini o Zefirelli... ¡Pobre y solitaria y torturada muerte de un hombre inocente en la cruz!

Pero yo no sabía Señor que esa minúscula encrucijada del tiempo y el espacio –Gólgota, año 33- era mucho más: la convergencia en tu ánimo humano -ensanchado por el Verbo para ser la cabeza de toda la humanidad- de todos los esfuerzos y dolores de los hombres con los cuales vos te compadecías intentando vencer sus límites de pecado, dolor y muerte.

No entendía Señor que tu alma fuera capaz de albergar tanto sufrir y tanta lucha. No sabía que tu esfuerzo y penar iba mucho más allá de las pocas horas de agonía en el Calvario, en el patio de Pilatos, en el salón de Herodes, en la antesala de los sacerdotes, en el madero de la cruz... Y que, en cualquier parte donde un gobernante prefiera su poder a la justicia, allí hay un Pilatos. Y en dónde alguno busque en la religión entretenimiento y espectáculo y consuelo sensible sin conducta ni moral, allí Herodes está y en dónde la indiferencia y el egoísmo hagan caer las consecuencias de sus actos sobre la cabeza de otros, allí está Barrabás. Y Pedro siempre está con sus muchas promesas y grande cobardía. Y Judas y judíos y paganos... Todos están. Constantemente cayendo sobre Ti...

Lo había escuchado si, pero no lo entendía, eran ‘como comparaciones simbólicas' –pensaba-, ‘Cristo hace mucho tiempo que murió'. Yo no sabía que allí donde tu alma de hombre se ensanchaba para hacerse uno con la Persona del Verbo, tu tiempo y tu agonía coexistían con toda la historia de la humanidad. Allí no estuvieron solamente las breves horas de la cruz. Allí se precipitaron y precipitan constantemente todos los pecados y dolores de los hombres, a los que te unes con el inmenso amor que es capaz de albergar tu corazón. No en general, en abstracto: a cada uno de nosotros con sus nombres y apellidos, en cada segundo de nuestras vidas estás unido, en el amor, desde la cruz. .. La cruz no fue. Coexiste constante, permanente, pesadamente, con este tiempo de parto en el cual Tú, Jesús, arrastras tu Cruz –nuestra Cruz- empujando al mundo y a los hombres, hacia el dar a luz de la final Resurrección...

Y yo no sabía Señor (yo no sabía Señora) que un corazón de madre, ensanchado también por la gracia hacia todos los hombres y toda la historia, sufriendo el sufrir de todos los hijos y el llanto de todas las madres, te acompañaba en tu pujar.

Y hay otros también que empujan y te ayudan Señor, con tu madre: Simón de Cirene, Verónica, María Magdalena, María la hermana de Lázaro, Juana Salomé... y también empujan y ayudan, en Asís, Francisco y Clara, en Ávila Teresa, Juan de la Cruz , de Loyola, Ignacio… Y todos los que vivieron y viven tu camino y que aliviaron tu vía dándose por ti, no apartándose de ti en su dolor. Siempre trepando hacia lo mejor, oyendo tu palabra, orando en sus conventos y luchando contra el mal, en los campos de batalla de sus propios corazones, crucificando su egoísmo en la entrega sin claudicaciones del amor matrimonial, cumpliendo sin concesiones -a costa de grado y de honores, de puestos y dinero- los imperativos de su conciencia de cristianos. Y todos los que en sus puestos de estudiante, empleado o profesional o dirigente o soldado, han hecho de su responsabilidad vehículo de cristiano compromiso y amor...

Sí, empujaron y ayudaron todos los que buscaron y buscan la santidad...

 

No yo, Señor, no yo...

(Una moneda)

Porque preferí el sabroso gusto del fruto del árbol. Porque poco intenté tratar de ser mejor ... y tuviste Tú que recoger, en mi lugar, los abrojos y espinas, y empujar y sufrir, con los tuyos, lo que yo no quise llevar y sufrir.

Porque no quise seguir hacia delante y me aparte del esfuerzo y preferí recoger los inmediatos lucros del pecado, del hacer lo que quiero, lo que siento… Porque tantas veces me dejé llevar por mis perezas (yo, que soy cristiano, tu discípulo y sabía lo que tenía que hacer) y mis deseos malos y mi egoísmo y mi cobardía me dominaron.

(Otra moneda)

Porque me dijiste tantas cosas y me diste tantas Gracias, y todavía soy lo que soy; porque he escuchado tantas veces tu palabra y tanto me has llamado desde tu perdón y de tu Misa, y aún estoy sin empujar.

(Más monedas)

Porque no me cuesta nada dejar de rezar y de cumplir contigo; porque he retaceado el amor a mi familia y he querido pensar demasiado en mí; porque he sido injusto e iracundo, desobediente y soberbio...

(Tantas monedas más)

Porque he callado cuando debí hablar, envainado mi arma cuando la debía sacar, o respondido tontamente cuando debí callar; y levantado mi mano cuando mi otra mejilla presentar…

(Algunas monedas más)

Porque no he guardado mis signos de amor matrimonial par mi única legítima mujer; porque no he sabido ser varón y casto, o dama y señora, célibe, novio o casado, y jugado con lo que no había de jugar; porque no he sido generoso en el creador regalo de la vida…

( Muchas monedas más

Porque he faltado a mi palabra a Ti y a los demás; porque fui fácil en la falsa huída del mentir; porque alguna vez ensucié con la lengua la fama de los demás.

(moneda)

Porque huí del heroísmo y preferí la comodidad, porque fui cobarde y traicioné

(moneda)

Porque no oré ni estudié ni ensanché mi espíritu con la verdad y la belleza que nos das; porque no quise consolar, ayudar, aconsejar

(moneda

Porque preferí el reino de este mundo al Reino que me tienes prometido

(moneda)

Y porque todo esto -y tantas cosas más- lo arrojé sobre tus espaldas para que empujaras vos, para seguir cargando de peso tu Cruz –y la de tu Madre y la de los que te ayudan a empujar-

por eso Señor, ahora que vuelvo a verte, hoy, flameando en sangre en tu mástil de Cruz,

déjame contarlas Señor:

tres, quince, veinte, ¡treinta monedas de plata!

¡cómo brillan, como tintinean en mis manos, Señor!

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