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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1975 - Ciclo A

viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
16-IV-75

SERMÓN

Hemos escuchado el relato de la Pasión, historia vivida hace ya casi dos mil años, en Palestina, por el Hijo de Dios, Nuestro Señor Jesucristo. Y quizá la narración haya despertado, en el fondo de nuestros corazones, los ecos de tristeza y pena que suscita toda historia trágica. En otras épocas, al escucharla, muchos fieles gemían y lloraban.
Pero Dios no nos pide tristeza y lágrimas, ¡total! éstas también las despiertan fingidas historias en el cine, en la novela, en la ópera, en la televisión. Frente a la Cruz de Cristo se nos exige mucho más que una vaga lástima y compasión. Se nos exige arrepentimiento, se nos exige conversión, se nos exige fe.
Porque la Pasión no es solamente un cuento triste, ni el recuerdo atribulado de algo que ya sucedió hace mucho tiempo. La Pasión es una realidad permanente de la historia, en donde todos los hombres, todos nosotros, volvemos una y otra vez a crucificar a Cristo.

Si los martillos, los clavos, las fustas y las espinas fueron manejados por esbirros que ya murieron hace mucho, son nuestros pecados, nuestras renuncias, nuestras cobardías los que dieron fuerzas a sus brazos y crueldad pavorosa a las heridas de Jesús.
El sufrir de Cristo, más allá de sus carnes y sus nervios, se radicó espantoso e intolerable en el centro de su alma. Y su divinidad, en ese momento, le sirvió tan solo para ahondar de tal manera las posibilidades de su espíritu que, en Él, cupieron quemantes y pungentes todas y cada una de nuestras faltas, desprecios y rebeldías.
Cada pecado tuyo, cada indiferencia, cada olvido de los que has cometido, de los que cometes, de los que cometerás, van a rmachacarse como un clavo al rojo en el cuerpo hace dos mil años crucificado de Jesús. Porque su alma deificada abarcó toda la historia. Y sufrió, sufre y sufrirá presente todos tus yerros y claudicaciones.


Hans Holbein. Pasión de Cristo, c.1524. Kunstmuseum Basilea

Decir que Jesús murió por mí, es igual que decir Jesús está muriendo por mi culpa y que volverá a morir atrozmente torturado en cada mi pecado.

Por eso la Pasión no es una historia pasada‑como la historia que aprendemos en los colegios‑ es una historia perpetuamente renovada, continuamente presente, y no podemos simplemente escucharla como si estuviéramos oyendo un cuento ajeno a nosotros, o viendo una película desde cómoda butaca.
Porque es fácil pensar en la Pasión, compadecernos de Cristo y tener rabia a los judíos, desprecio a Pilatos, indignación por Judas y lamentarnos de la fuga de los discípulos, nosotros, ya cristianos, ¡tan buenos!
¡Hipócrita! ¿Es que no te das cuenta de que no estás afuera del escenario? ¡Estás adentro! ¿Es que sos tan ciego que no percibes que los ojos de Judas tienen el mismo brillo y color que tus propios ojos; que las manos de Pilatos son tus propias manos? ¿Eres tan sordo que no oyes entre los gritos de la plebe tus propios gritos; entre las risas burlonas de los soldados tu propia risa; en los escupitajos que profanan el dulce rostro de tu Señor tu saliva; en las piernas ligeras de los discípulos tu propia huida?
¡Hipócrita, ciego, sordo, fatuo! ¡Tú también crucificaste a Cristo! ¡Tú también dejaste sola a María! ¡Tú también ‑a Aquel que era la alegría de nuestros ojos, la luz de nuestra vida, el Maestro, el Señor Dios, el amigo‑ tú lo arrojaste hecho un pingajo sangrante en los brazos de Su Madre! Ella te entregó su niñito, nuestro buen hermano. Vos se lo devolviste muerto y desgarrado.
Sí, yo: Anás, Caifás, Pilatos, Judas, a pesar de mis arrebatos de Verónica. Yo judío, romano, pagano, discípulo cobarde, todo junto yo, en cada uno de mis pecados, en cada una de mis indiferencias, de mis rechazos, de mis torpes miedos, de mi flaqueza, de mis rencores y egoísmos, de mis envidias, de mi falta de entrega, de mi creerme bueno, de mi hipocresía. Yo en los clavos, yo en las espinas, yo en el látigo. Yo en la tristeza inmensa y negra del alma de Jesús y de María por mis pecados.

Vamos a descubrir ahora y adorar la imagen de la Santa Cruz. La imagen del hombre-Dios a quien no otros sino nosotros, yo mismo, hemos crucificado. Al hacerlo, reconociéndonos culpables, prometámosle que vamos a tratar de no causarle más dolor. Y, si hay alguien que realmente ame a Jesús, ofrézcale ayudarlo a llevar tanto sufrir. Ofrézcale sus propias penas, sus propias tristezas, sus propias soledades. Regalémosle todas y cada una de nuestras renuncias por no pecar. Porque cada dolor que le ofrecemos es algo menos que Él tiene que sufrir.

¡Perdón Jesús que mueres por mí! Pueda yo ayudarte a llevar una parte de tu Cruz.

 

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