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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1971

viernes SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

SERMÓN DE SOLEDAD

Un hombre ha muerto. La policía le ha maltratado cruelmente. Un juez cobarde ha firmado su condena de muerte. Un pueblo brutal, acostumbrado a la exaltación de las manifestaciones políticas y a la pasión indigna de las canchas y de los espectáculos, ha reclamado su suplicio. Jefes demagogos y politiqueros le han señalado con su envidia y calumniado con la palabra fácil del mitin y del comité .

Un hombre ha muerto. Le han aporreado en los corredores húmedos de la comisaría. Le han hecho objeto de sus mofas soeces; han descargado en él la sordidez de sus vidas subalternas. Lo han picaneado. Han llenado su cara de manos, sangre, espina y escupidas. Lo han torturado para divertirse y cubrir unas horas de sus noches vacías, de seres humanos degradados e infelices.

En la soledad tremenda de la multitud anónima y vociferante, ha debido arrastrar su cuerpo demolido por las calles de la ciudad, cargando a sus espaldas el instrumento afrentoso en el cual debió pasar las últimas horas de vida con su pueblo.

Un hijo de hombre ha muerto. Entre atroces sufrimientos. Cada respirar de su agonía apoyó el peso de su cuerpo en el hierro cruel que atravesaba los nervios y huesos de sus pies. Cada batir de su joven corazón impulsó su sangre a las heridas, por las cuales dos clavos oxidados sujetaban sus brazos a un travesaño de madera. Su cuerpo desnudo apoyó una espalda desollada por los golpes del cuero contra el poste astillado. El lugar horrendo de la condena está lleno de fétidos olores, vigilado por las aves de rapiña, surcado por nubes de moscas y mosquitos.

Él ha muerto; en el terrible abandono de los vencidos; en un grito de angustia que ha reventado a través de su garganta y labios resecos; en la conciencia de un único dolor que fue su última sensación de vida.

Pero ahora todo ha terminado. Dos hombres de bien han pedido su cuerpo destrozado a las autoridades. Han recogido esos pobres restos deformes y, -con la rapidez del que quiere terminar cuanto antes un deber penoso para volver pronto a lo suyo – le han envuelto en una mortaja y sepultado. La losa de piedra sellando el sepulcro es el último ruido siniestro de la jornada.

Ya pueden volver a lo suyo. La vida retoma su cauce normal. (Los deberes han sido cumplidos: se ha saludado a los deudos; se ha tomado el café del velorio; se ha pagado a la florista; se ha puesto la tarjeta con la manida frase de pésame; se ha hecho el comentario de circunstancia. Afuera espera la vida, el cine, las buenas compañías, el vaso de whisky para tonificar el ánimo.)

Huyeron los amigos del muerto: son puntos veloces por los campos de Judea, o figuras temblorosas en el rincón más escondido de sus casas. El populacho sediento de sangre ha vuelto a la ciudad. Se ha dispersado por las calles; se han juntado en grupos en las tabernas para comentar los resultados del último partido. Se han humanizado – quizá– a la vuelta a sus hogares, en el contacto con sus hijos y mujeres. Con la velocidad con que el perro furioso, después de destrozar la liebre, se torna manso a los pies del dueño, cada uno vuelve a su casa y se prepara para la fiesta.

Hasta los políticos y gendarmes tienen una caricia para los suyos, una sonrisa para el vecino, un chiste para los amigos. Se festeja la Pascua judía, y el cordero que humea en las fuentes es promesa de una noche plena de placeres y de vino. La ciudad crepita en el rumor de las risas, el “chin- chin” de los vasos y los gritos de los borrachos.

Pero, no lejos, en un cuarto donde el silencio filtra el rumor cercano, una mujer recoge en su pequeño pecho la angustia inmensa de todas las penas. Está sola. Le han quitado al hijo. Se lo han muerto. Una madre está sola.

María está sola.

La han acompañado un rato. La han mirado con lástima. Le han dado golpecitos en la espalda... murmurando no sé qué palabras de consuelo. Pero, ahora se han ido. La han dejado sola; han vuelto a sus casas; tenían que seguir viviendo... Sólo queda el rumor de los pasos furtivos que se alejan; el olor marchito de las flores; las tazas vacías; los ceniceros llenos...

Todo ha terminado. Y – por fin – la soledad la golpea con su maza. Estalla en el vacío de la habitación; en el distante ruido de la fiesta; en las manos sin caricias; en la cara sin besos. Estalla la soledad en la noche helada de luna , en el silbido triste del viento, en la ceniza del fuego apagado, en el gélido cuerpo que yace cercano, en el sepulcro...

Estalla la soledad en el recuerdo.

El recuerdo de la profecía; de las palabras del ángel mensajero del portento; de los reyes de la mirra, el oro y el incienso. La manecita contra el pecho; las arenas del largo río de Egipto; la vuelta a las casas; los pasos vacilantes del niño; sus primeras palabras; el fuerte brazo de José; el olor a madera y aserrín de la carpintería...

José fue el primero en irse. La casa de Nazaret lloró la ausencia de su voz grave y masculina. Y María quedó sola con su Hijo. Sin el apoyo del compañero, del amigo, del esposo... con la serena conciencia de la misión tremenda que ella, humilde aldeana del caserío de Nazaret, desempeñaba.

¡Una de las tantas ironías de Dios! Cuando más María hubiera pensado que era necesario el padre... Dios se lo ha llevado. Pero María debía aprender, en la dura escuela del dolor, que los caminos de Dios a veces transitan la oscura senda del absurdo. “ ¡Mis caminos no son vuestros caminos; mis planes no son los vuestros!” (Is 55,8).

También Jesús se fue, un día, por las huellas polvorientas de Judea. María lo sabía desde el principio. Por eso la despedida fue breve, y sus ojos supieron sostener la mirada... Pero el corazón sangró por mucho tiempo. La casa pareció más grande. La cal de las paredes sudaba su tristeza.

Y llegaban las noticias: que su Hijo enseñaba; que su Hijo curaba...

Y, un día, un peregrino agitado que le dio la nueva temida y esperada. Una noche de angustia. El camino apresurado a Jerusalén.

También ella fue crucificada; en la carita roja de su Hijo abofeteado; en los rulitos rubios enredados en las espinas; en las manitas horadadas de su niño; en su cuerpo sin pañales azotado; en los primeros pasos vacilantes de la vía dolorosa sin la ayuda de la madre; en la cuna horrenda del madero de esos hombres malos...

Ahora todo ha terminado. Y el recuerdo de esas horas terribles hace más pesado el silencio.

María está sola. En sus oídos de madre aún resuena el grito angustioso de su Hijo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Sus labios de madre repiten mudos: “¿por qué me has abandonado?”

¡Quién pudiera sondear el misterio del alma de María! Porque, cualquiera puede imaginar su dolor de madre ante la muerte espantosa del hijo. ¡Cuántas madres y futuras madres de las aquí presentes lo pueden intuir perfectamente! Cuántas, incluso, habrá que lloran la ausencia de un hijo; la separación de la distancia o de la muerte; o la ingratitud; el dolor del hijo enfermo; o del hijo en malos pasos; del hijo con problemas...

Pero, nadie puede imaginar el dolor de la Madre de un hombre que también es Dios. Nadie puede imaginar el dolor de una madre que, porque es Madre de Dios, es más madre de cada uno de nosotros que nuestra propia madre. Porque, el alma de María fue preparada por la gracia para que fuera capaz de llevar en sí todos los dolores de todas las madres.

Hoy menos que nunca somos capaces de comprender estas cosas. El hombre vive cada vez menos las posibilidades insondables del espíritu. Es capaz de llegar a los planetas lejanos y descender a lo hondo de los mares; pero ha olvidado casi completamente el arte de descender al hondón de su interioridad.

Mide todo con el basto instrumento de sus sentidos. Y, si habla de la alegría, entiende colores, ruido, música, placeres... Si habla de sufrimientos piensa sólo en el dolor de la carne, en el hambre, en la sed y los enfermos... No es hábil para percibir que el rincón más pequeño del espíritu es capaz de alojar más felicidad que el más inmenso de los palacios (o de los yates, o de las cuentas bancarias, o de los viajes a Europa...) Y se burla si le dicen que una miseria del alma es infinitamente peor que la pobreza del dinero... o el dolor del hospital y de las guerras.

Pero, aún así, ¿quién no ha tenido sus instantes lúcidos? ¿Quién, que haya intentado acercarse alguna vez a Dios en la oración, no ha intuido la mezquindad de una vida dedicada a lo sensible y el abismo de posibilidades de la vida interior? ¿Quién no se ha sentido capaz de cambiar un solo instante de comunión humana con la novia, con el hijo, con el padre, por cualquier reino, por cualquier riqueza? Ya decían los antiguos que el alma humana es capaz de contener todo el universo...

Por eso, no nos engañe la humildad y pequeñez de la figura de María. Porque la grandeza de las personas no se mide por su capacidad de salir en los diarios, o de entrevistarse con el Presidente; ni por el largo o la velocidad de su automóvil; ni por la cantidad de cosas que sabe; ni por los vestidos que lleva; ni por el color de su piel o su estatura; ni por los ejércitos que manda o los bancos que administra... Aquello que realmente importa en la vida de los hombres es la densidad de sus espíritus, la profundidad de su mirada interior, el sentido de la vida, la conciencia de Dios , .. la ternura del corazón.

Un solo aletear del pensamiento vale más que mil mundos materiales. Un solo pecado mortal es más terrible que mil bombas atómicas y mil guerras. Un solo gesto de amor pesa más que los viajes a la luna, los microscopios electrónicos, los abismos siderales del cosmos.

Detrás de sus hábitos de aldeana, de su figura desapercibida, sin reporteros ni flashes; detrás de su silencio y del trabajo humilde de mujer de casa, María llevaba en sí la más admirable de las obras del Todopoderoso: su alma plena de Gracia. Y, en la intuición profunda de su espíritu modelado por su propio Hijo, cupieron todos nuestros nombres...

Y, en la ternura infinita de su corazón de niña, sublimado por el Espíritu, palpitaron – una a una- todas nuestras lágrimas...

Por ello, la soledad de María tiene algo de brutal y de tremendo. Porque en sus carnes, más sensibles que las nuestras -¡ella es sin pecado!-, en su pecho más tierno, en su alma límpida, trabajada por Dios desde la eternidad como su obra más perfecta, se vaciaron todas las soledades; se expandieron todos los abandonos; se volcaron todos los desamparos...

Ni un solo dolor de madre alguna (- desde el sufrir de Eva por Caín y Abel hasta la angustia de la madre que llorará al hijo que no vuelve del viaje a las estrellas–) estuvo ausente del dolor de María. Ni un solo sufrir de hombre, ni de niño ni de viejo, faltó a la cita en su alma atravesada.

Dios le hizo un corazón enorme, porque con él debía amar al Verbo. Y, si goza en el Cielo de una gloria incomparable, y si su santidad excede al ejército todo de los ángeles, es porque sufrió en la tierra más que nadie, y porque bebió el cáliz de la amargura de todos los hombres.

Si el mismo Verbo trepidó de angustia en el grito del supremo abandono; si la Segunda Persona de la Santa Trinidad tembló en los labios que gimieron “por qué me has abandonado?” ... ¡cómo habrán de haber surgido del alma creada de María, humana como nosotros, las olas de la angustia más profunda, más negra que el color abisal de los infiernos!

Porque María no ve: cree. Con una fe similar a la nuestra. Con el mismo estrujar de las entrañas que hace gemir a cualquier madre ante la muerte de sus hijos. Y nosotros tenemos el apoyo de la resurrección de Cristo realizada, de dos mil años de Iglesia y de glorias.

María sólo tiene fe. Ella solo ve el fracaso de su Hijo, el fracaso de sus sueños. Solo le queda el cuerpo destrozado en una tumba fría. Amigos fugitivos y desilusionados que no acaban de entender. Fariseos sonrientes y escribas triunfantes. Apenas el recuerdo de un marido bueno y de una caricia de niño.

Eso toca; eso ve: eso siente; eso escucha... Y, en el silencio de su cuarto, inmóvil, palpa la angustiosa soledad de la derrota. El fracaso del Hijo es su propio fracaso. Y la muerte del Hijo, su propia muerte, sin ni siquiera el consuelo de la insensibilidad de la verdadera muerte. Cristo fracasa y muere. Ella debió vivir ese fracaso y esa muerte.

Tiene fe. La fe más sólida. La fe más pura. La fe más fuerte. Pero, porque es la fe más pura, está vacía de luz y de consuelo. Es la fe de la noche del espíritu, de la que hablan los místicos: la fe fría, sin sentimientos; la fe del que, en el terrible silencio de la soledad más absoluta, afirma una Presencia; afirma, sin sentir, que cree en el Padre.

Porque, el “cúmplase” de María, pronunciado en el alba de su vida redentora, resuena ahora en la soledad como el único hilo de esperanza. Un “cúmplase” sin consuelos, en el absurdo, en el horror del drama incomprensible; en la desnudez, sin ropa alguna, de su tragedia solitaria.

Cristo y María han agotado hasta lo último todas las experiencias del sufrir humano. No hay un solo dolor que el hombre padezca que ellos no hayan padecido. En sus almas, agrandadas por una calidad humana excepcional y por la gracia, se resolvieron todos los pesares de los hijos de Adán. Porque, todo dolor es privación: privación de comida, de salud, de dinero, de placer, de libertad, de afectos, de honor, de compañía... Cada uno conoce bien cuál es su dolor, lo que le falta... (sufro porque no puedo dar a mi mujer y a mis hijos todo lo que quisiera..., porque carezco de voluntad e inteligencia y me va mal en los estudios... porque no soy simpático y no tengo amigos ni novia,... porque no soy linda ni estoy a la moda, y nadie mi admira por las calles, ... porque me falta el amor de mi marido, o de mis hijos, ... sufro en la impotencia de mi lecho de enfermo, ... porque siempre me falta un paso más para llegar al lugar que ambiciono, ... o me faltan fuerzas para dominar el vicio que tengo,... o me falta poder y soy el perpetuo subordinado...)

Todo faltó a Cristo. Todo faltó a María. La cruz fue para los dos el resumen, el colmo de todas las carencias. Ni riquezas, ni ropa, ni agua, ni comida. No tuvieron en la cruz ni una sola cosa de las que ofrece el mundo: sólo hiel y vinagre, lanza y clavos.

Ni un solo descanso. Ni siquiera la huida de la anestesia o la morfina. Hasta los últimos átomos de sus cuerpos giraron enloquecidos en el pavor de un dolor sin fondo. La sensibilidad de sus almas exquisitas absorbió, uno a uno, el feroz rebelarse de sus atormentados nervios. Y, en el fondo de sus espíritus, vivieron el drama cruel de la humillación y de la nada.

Ni un solo resto de egoísmo. Ni la más pequeña afirmación de sí mismos; sólo la carcajada del populacho, la burla del fariseo, la orgullosa actitud del dominador romano; el abandono del amigo; la vergüenza de las llagas, de la desnudez, del fracaso...

Todo aquello por lo cual el mundo de hoy corre enloquecido fue crucificado en Cristo y en María. No quisieron ni las riquezas del mundo, ni sus placeres, ni sus vanidades. Y nadie se los quitó. Lo rechazaron conscientemente. Fue una entrega voluntaria.

En su desgarrada soledad, María sigue crucificada. Sigue pronunciando, libre y serena, el “cúmplase” de su total despojo.

El mundo moderno no nos prepara para ser cristianos. Es la negación más antitética del cristianismo. Porque sus objetivos más vitales son simplemente la búsqueda de todo aquello a lo cual Cristo y María se negaron. Multiplica la riqueza, hace al hombre ávido de bienes materiales; lo enloquece con su propaganda; le abre los brazos de un abundancia material inimaginable... María, muda, sigue señalando a su Hijo, muerto y desnudo, que pendió del hierro y el madero.

El mundo huye del dolor, lo cubre con la anestesia, y abre las puertas de todos los placeres; los aumenta con las drogas; los expresa con música enloquecedora; lo arroja contra las ventanas de la televisión y del cine; los expande como nubes de humo y de alcohol; los multiplica en los restaurantes y en las boites; los desenfrena en la promiscuidad; les da rienda suelta en una juventud sin cauces y sin frenos... María, en el silencio, sigue señalando a su Hijo muerto, (hecho una sola llaga de dolor), que pendió del hierro y del madero.

El mundo moderno adora al hombre, lo hace su “dios”; le da poder sobre el bien y el mal; lo libera de toda moral; lo hace rechazar toda autoridad, toda jerarquía; desprecia las canas del anciano, la palabra de los padres, el uniforme del soldado, el hábito del religioso, el bastón de mando, la frente de los hombres nobles... A nadie obedece, a nadie presta fe. No tiene caudillos, no tiene ley. No agacha la cabeza, no cede el paso ni el asiento... María, siempre muda, sigue señalando a su Hijo muerto, prisionero y sometido, en las manos de un pequeño déspota romano, del populacho hebreo, de los jefes indignos de su pueblo; sin poder moverse, sin libertad siquiera de espantarse las moscas; y que pendió, fijo, del hierro y del madero.

El mundo moderno huye de la soledad y nos apiña en sus estadios; en sus tabernas a media luz; en sus calles “Florida”; en sus salas de cine. Nos lleva por avenidas llenas de autos y de ruido; nos estruja en las pistas de baile, en las colas de los colectivos. Introduce miles de conocidos en nuestras casas por las puertas del aparato de televisión. Nos hace camaradas de locutores y de artistas; llena de nombres nuestras cabezas por medio de diarios y revistas; multiplica nuestras relaciones en el comercio y los negocios... María, muda, nos muestra el rostro impasible de su soledad crucificada.

Pero, ¿qué le importa al mundo la soledad de María?, ¿qué le importa del Dios Jesús, que yace en el sepulcro? ¿Qué me importa a mí?, ¿qué me interesa?. La cruz sirve bien de adorno para mis paredes vacías, para colgar como amuleto en mi pecho de hippie, o en mi escote con minifalda...

¡Fuera Cruz! ¡No nos molestes con tu presencia! No nos aburras, María, con tu soledad. Quédate, si quieres, en la poesía nostálgica de los cuentos de abuela; en los rosarios amarillos y añejos de las primeras comuniones; en las estampas del viejo misal;. en el rincón oscuro de las iglesias... Olvidémonos... huyamos de la cruz y de la soledad...

Pero, cuando la huída se hace más vertiginosa, cuando parece que hemos dejado el calvario para siempre, cuando todo son risas y frotarse las manos... la cruz aparece más negra y espantosa que nunca, desnuda, sin Cristo, sin María, sin fe...

Porque, el hombre moderno es un triste bicho. En el rodar de las multitudes, en el vociferar de las gentes, en el atronar de los parlantes y de las radios, en el apretujón del subterráneo, en el tintinear de los banquetes... el hombre está sólo... Y vive la angustia de su soledad quizás sin darse cuenta, engañado estúpidamente por el mundo.

Porque, no hay soledad más tremenda que la del que busca compañía. Sólo quiere encontrarse a sí mismo en los demás. Acostumbrado a usar las cosas y tirarlas, en la abundancia de los plásticos y los supermercados, sólo quiere de los demás el fomento diario de su propio egoísmo.

Nada sabe de servicio, de abnegación. El mundo le ha enseñado que lo único que cuenta es afirmarse a sí mismo. Sus amistades son interesadas; de negocio, de estudio, de diversión... Nadie le dice más que lo único capaz de comunicar a los hombre entre sí es el amor. Nadie le ha enseñado que amar es darse, y que el amor exige sacrificios. Sus papás son la máquina automática para acceder a todos sus caprichosos deseos. El amigo es el compañero de francachelas y rabonas. La mujer es el instrumento de placer personal. El marido es el garante de una vida tranquila. Hay que exprimir el jugo de la naranja, hay que agotar hasta el fondo a la botella. Y así, casi siempre, en los amigos, en la mujer, en los hijos, nos buscamos a nosotros mismos.

Pero, porque me busco a mí en otro que, a su vez, en mí se busca a sí mismo, ambos quedamos solos. Y, solos, yacemos en los lechos matrimoniales, en la mesa de familia, en los bancos de las escuelas, en las sillas de la oficina, en las butacas del teatro, en los mostradores de los bares. El amigo, capaz de compartir la risa y el bullicio, se hace impermeable para recibir las penas; y la vecina, abierta al chisme y a la anécdota picante, se hace sorda a mi dolor. Y el viejo que molesta es relegado al frío cruel de los asilos, y el enfermo, a la cama anónima de los sanatorios, y el amigo en desgracia, a la lista de direcciones tachadas... y se acorta el tiempo de los velorio y del luto, porque los muertos molestan;... y el pobre tiene mal olor, ... y el otro, ¡qué se arregle!

Pero, cuando la televisión se apaga y la risa muere en los labios de la noche; cuando las salas del cine se vacían y se extinguen las luces de colores de los carteles de las calles; cuando la reunión se transforma en olor a cigarrillos apagados y en papeles mudos tirados por el suelo; en el segundo de respiro entre el agitarse engañoso del mundo, el hombre moderno sufre el abismo espantoso de su egoísta soledad. Sólo se encuentra ante la nada de sí mismo, ante la nada de sus apetitos más profundos frustrados.

Porque, señores, el mundo es falaz. Buenos Aires nos miente. El corazón del hombre no ha sido hecho para encerrarse en la pequeñez de su miocardio. El espíritu humano no ha sido creado para llenarse con una imbécil programación de televisión, ni su cuerpo hecho para arrojarse en brazos de prostitutas. Dios nos ha hecho nobles. Nos ha plasmado un espíritu sediento de las mejores cosas. Nos ha hecho para amar, para darnos al hermano en todo lo que somos. Para ofrendarnos a Dios. Para entregarnos a las causas grandes, para empuñar una bandera, para desenvainar una espada, para hacernos santos.

Sólo Dios puede llenar el corazón del hombre, y sólo en Dios podemos amar verdaderamente a nuestros hermanos. Por eso, la cruz y la soledad, con las cuales, aún huyendo, nos encontramos, son lo único que nos garantiza que nuestro amor está desnudo de todo egoísmo. Sólo en la cruz estamos seguros de que nuestro cariño por los demás es puro, desinteresado. Y sólo cuando presentemos al Señor los despojos de nuestro egoísmo crucificado y no quede en nuestra alma nada de nosotros mismo, Dios podrá llenarnos con Su presencia, y encontrarnos verdaderamente, para siempre.

La soledad del egoísta es terrible y sin sentido; en cambio, la soledad del que da sin esperar recibir, elimina el absurdo con la esperanza de la Resurrección.

Cristianos: la Iglesia no quiere engañarnos. No puede predicar otra cosa que la cruz. Si alguna vez creímos que podíamos vivir felices encerrados en nuestras caparazones egoístas, cumpliendo tres o cuatro mandamientos y preceptos, estábamos equivocados... Si alguna vez pensamos que el cielo podía ganarse en el ruido de las fiestas, errábamos... Si alguna vez nos dijeron que el matrimonio cristiano era fácil y rosa..., que podíamos hacer lo que quisiéramos..., que ser buenos era sencillo..., que portarnos bien, llevadero... nos engañábamos.

La Iglesia nació en una Cruz. Y todo cristiano debe llevar la suya. Y, si en la tristeza de los atardeceres sin luz, su peso se nos hace insoportable,... pensemos en María. María la llevó mil veces. Y María estaba sola. Pero, su soledad resuena con su “cúmplase”. Y su fe la sostiene en la crueldad del desamparo. No es soledad desesperada. Es la soledad fuerte de la que supo permanecer de pie, junto a la Cruz.

Cuando te asalte la soledad; cuando pienses que nadie te quiere; cuando a tu sufrir parezcan ridículas las palabras de consuelo; cuando el apretón de manos no te diga nada; cuando el dolor te golpee con su absurdo; cuando no entiendas nada y corras el riesgo de enloquecer y desesperar; cuando creas que Dios te ha abandonado y sientas la tentación de la blasfemia y de la rebeldía... piensa en María, tu Madre, Nuestra Señora de la Soledad.

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