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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2000 - Ciclo B

DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

SERMÓN
 Mc 11, 1-10 (GEP 16-04-00)

Los árboles se abatieron entre crujidos de ramas partidas, de alciones y jilgueros agitando sus alas y de súbito silencio de cigarras y de grillos. Los hacheros rápidamente hicieron su trabajo separando las hojas y la leña y desnudando los rectos fustes que los esclavos alinearon al costado del sendero. Los carretones -rústicos transportes con laderos dispuestos en forma de ve- tirados por yuntas de bueyes, comenzaron a moverse. En el primero de ellos con sogas y poleas se ubicaron nueve troncos. El encinar de Bet Shemesh, a veinte kilómetros de Jerusalén, antes de ser talado por las tropas de Tito, todavía proveía de madera a los aserraderos y carpinterías de Jerusalén.

Cinco cohortes de infantería y un ala o regimiento de caballería -5.500 hombres- eran las tropas con las cuales Roma, manejaba Palestina. Son fuerzas auxiliares -no verdaderas legiones romanas, que solo se ponían a la orden de legados imperiales de rango senatorial, no de simples procuradores del orden ecuestre, como Pilato-. Cada cohorte, mil hombres al mando de un tribuno, dividida en diez centurias, capitaneadas por centuriones . El regimiento de caballería al mando de un prefecto, a su vez compuesto por escuadrones comandados por decuriones .

Este ejército de ocupación no estaba formado por ciudadanos romanos, salvo sus jefes. El regimiento de caballería estaba integrado por reclutas de Cesarea y Sebaste, en Samaría. Las cohortes estacionadas en Judea, provenían de la Italia no romana, de Portugal, de Cantabria, de Tracia -en los confines de la actual Bulgaria-, y de Macedonia. No había pues estrictamente soldados romanos, en Palestina, en época de Jesús.

La mayor parte de las tropas estaban acantonadas en Cesaréa, ciudad portuaria reluciente de mármoles a orillas del mediterráneo, a cien kilómetros de Jerusalén y donde residía habitualmente el gobernador romano. Una cohorte estaba asentada permanentemente en Jerusalén, en la Fortaleza o Torre Antonia, al costado del templo. Otros destacamentos se acuartelaban en ciudades estratégicas como Jericó, o en fortalezas, como la de Masada.

La fiesta de Pascua, con sus connotaciones nacionalistas y fiebres mesiánicas, que añadía cientos de miles de peregrinos a la población estable de Jerusalén, unas 200.000 almas, solía ser propicia para los exaltados y los perturbadores. La cohorte de la Torre Antonia no bastaba para garantizar la seguridad. Tampoco los guardias levitas del templo, a las órdenes de la policía sacerdotal. Ni tampoco los altos y rubios mercenarios germanos del tetrarca Herodes Antipas. Por eso, hoy, una semana antes de la Pascua, confluyen hacia Jerusalén refuerzos de infantería y caballería de Jericó, Cesaréa y Masada, apoyados por arqueros y seguidos por convoyes con pertrechos, turbas de esclavos, mujeres de cantina y personal auxiliar de toda laya. Pilato frunce el ceño pensando lo difícil que le será otra vez este año, cobrar a los sacerdotes y poderosos de Jerusalén el gasto que todo ese movimiento representa. Los soldados avanzan de mal humor, mascullando protestas, tosiendo el polvo del camino, hacia la inhóspita capital de los judíos, dejando atrás las frescas palmeras y aguas dulces de la bella, verde y riente ciudad de Jericó, o las placenteras y templadas costas del Mediterráneo y sus doradas mujeres.

El carro cargado con troncos que se dirige pesadamente desde el bosque de Bet Shemes hacia Jerusalén obstruye el camino y apenas se lo puede apartar a un lado en un recodo de la vía para que incómodamente pasen la escolta del gobernador y la litera, portada por esclavos nubios, de su mujer. Pésimo humor, también, el del gobernador, Pilato, que ha debido dejar su palacio de Cesarea y al mismo tiempo escuchar las protestas gárrulas e interminables de su inaguantable consorte, que dice que no soporta el olor a matadero y humo de grasa quemada del Templo y que, a pesar de los sahumerios y de los trapos húmedos con los cuales obtura puertas y ventanas, entra por todas las rendijas de su habitación en la torre Antonia. Allí deben esta vez obligatoriamente alojarse, porque el palacio de Herodes -que habitualmente es su residencia cuando paran en Jerusalén- será ahora ocupado por el mismísimo Tetrarca que, a pesar de su reluctancia y sus temores, tampoco puede dejar de estar allí para la fiesta patria, con su séquito de cortesanos afeminados.

Y pasa, pues, por el camino que lleva a Jerusalén, también la corte de Herodes Antipas. Y la calzada de cantos rojizos y el aire azul resplandecen de magníficas ropas, de paramentos enjoyados, de arneses engalanados de caballos y camellos, de picas floridas como tirsos, de tocas y turbantes de tisús como plumas de aves sagradas. Y miran con desprecio al boyero que impasible dirige el cansino paso de sus bueyes tirando del carretón colmado de troncos.

Y en las sacristías del templo se preparan los ornamentos para los sacerdotes: las vestiduras cortas de carmesí, los calzones de blanco lino, las mitras de brocado para los sumos sacerdotes, Joazar y Eleazar , hijos de Simón Boëto; el otro Eleazar, primogénito de Annás el poderoso; Josué ben Sich; Simón, hijo de Kamithos, que dejara el principado a José Kaifás; Helokías, clavario del Tesoro... Toda la dirigencia representante del pueblo que no sabrá discernir el advenimiento de su Rey.

También se dispone el 'hakán', que dirige a los soferim o escribas, levitas y seglares, teósofos, hermeneutas y exégetas, cuyos estudios y escolios componen la Mishná. Tienen que prepararse para instruir a la multitud en los pórticos del templo y asesorar al Sanedrín en el caso de que haya de reunirse como tribunal. Sus frentes soberbias, pálidas y cansadas, guardan el saber de toda la heredad del Señor. No les alcanzará para reconocerlo en el día de su visita.

Y se remoza la sala del Sinedrio. Con el trono de orificia para Kaifás, calado sobre paños de recia púrpura, y almohadas y tapices fastuosos.

El carro agobiado de troncos, rodeado de interminables filas de ruidosas ovejas, comienza a ascender trabajosamente por el empinado y pedregoso sendero que, rodeando la ciudad, desemboca bajo los muros del templo, a la altura precisamente de la puerta de las ovejas. ("¡Sube carro! ¡Vamos, bueyes! ¡arre, buey! ¡huella, huella!")

Los saduceos, casta de príncipes y de banqueros, multiplican esta semana sus guardias pagos para vigilar, en sus barrios privados, el frente de sus casas erizadas de rejas y, sobre todo, custodiar sus tesoros almacenados en hórreos de pedrería y barras macizas de metales preciosos. Tampoco ellos sabrán percibir el día de su Señor, ni lo ayudarán. Solo saben financiar su corrupción y sus ansias de poder.

El pueblo se agolpa por las calles y aledaños de la ciudad: peregrinos confiados, comerciantes inescrupulosos, timadores, turistas, tiradores de dados, volatineros, curiosos, vendedores de recuerdos de mal gusto o de objetos religiosos de cuarta, ganaderos que discuten con los mercaderes, sacerdotes andrajosos del interior que vienen a ofrecer sus servicios por monedas, prostitutas de lujo vestidas de cortesanas para los turistas y peregrinos pudientes, ajadas veteranas para pastores, boyeros y peregrinos modestos de débil continencia. Distraídos, sin líderes, sin maestros, tampoco sabrán reconocer a su buen Rey.

La carreta de bueyes finalmente se detiene. Recula frente a una poterna en el muro noreste de la torre Antonia. Aldabonazos. Sale el carpintero tracio de la cohorte; mira los largos troncos con ojos expertos y señala a tres de ellos. ''¡Esos quiero!"

La ciudad se sumerge en la noche. Se encienden las lámparas de aceite en las carpas y las chozas de los barrios bajos. Se iluminan, en chisporroteos de cristalinos caireles, antorchas y candelas brillantes en las salas de los ricos. Se oye el sonar de arpas y laúdes, panderetas y sensuales canciones en el aburrido salón de banquetes del palacio del tetrarca. Se escuchan las risas ya pastosas de vino desde los triclinios de los palacios de los saduceos. Y el tintineo de las monedas de oro en el tesoro del templo y los arcones de los banqueros. Y las secas órdenes del centurión en el cambio de guardia y el chocar de corazas y de espadas de los soldados de Pilato.

El gobernador se asoma a las almenas de la fría muralla de la torre desde donde se domina la ciudad incendiada en cuadrados de ventanas y ventanucos brillantes, lejos de las protestas de su mujer. Está pensativo, deseoso de volver a su bella Cesaréa, ¡a Roma!, sin problemas. ¡Ojalá pase de una vez esta odiosa semana que termina en la abominable pascua de los judíos!

Abajo, en el sótano, apilados contra una pared de la carpintería, aguardan -mudos, siniestros, inocentes, rezumando savia por sus recientes tajos, sedientos de sangre- los tres maderos.

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