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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1998 - Ciclo C

JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.

SERMÓN

Político hábil Caifás . De prosapia desconocida, se había hecho inmensamente rico como proveedor de material para la construcción del templo y como consignatario de ganado para los sacrificios. Había logrado así entroncarse con la familia de Anás , sumo sacerdote desde los años 6 al 15, casándose con una de sus hijas. Cinco de los hijos de Anás y luego un nieto ocuparon sucesivamente ese cargo hasta la destrucción de Jerusalén, pero ellos duraron en el puesto, en promedio, no más de un año, en cambio su cuñado Caifás, logró sobrevivir en él 16 y fue depuesto recién cuando Pilato fue llamado a juicio a Roma y desterrado a Francia en el año 36.

Esto habla a las claras de las estrechas relaciones de colaboración que guardaba Caifás con el ocupante romano. Hay que pensar que, en su origen, el cargo de Sumo Sacerdote, que conllevaba la presidencia del Sanedrín, era único y de por vida, pero los romanos despóticamente habían introducido la costumbre de cambiarlo a su antojo. Es así como había llegado al cargo Caifás, pero es así también, que, depuesto Anás, el pueblo judío lo mismo lo veneraba como sumo sacerdote, aunque Caifás ejerciera oficialmente el cargo.

Caifás, pues, tenía mucho interés en seguir quedando bien con los romanos, ya que dependía de éstos para poder conservar su puesto. Sabía que los romanos, temiendo siempre una revuelta, eran especialmente sensibles a los desórdenes y que los ponían especialmente nerviosos las altas concentraciones de gente en Jerusalén para las fiestas: Pascua, Pentecostés o de las Chozas. Especialmente la de Pascua que, recordando la liberación de los judíos de la esclavitud de Egipto era propicia para exaltar los deseos de liberarse de los romanos de la gente. A Pilato le interesaba conservar a Caifás en su puesto porque éste se había probado lo suficientemente hábil como para mantener siempre el orden de esas multitudinarias peregrinaciones, sin permitir que se instrumentaran nunca hacia ningún propósito de rebeldía o independencia, y además, porque se había mostrado eficaz administrador del templo y sabía ser generoso con el romano en los retornos y las coimas.

Por supuesto esa generosidad comenzaba por casa. Caifás había finalmente conseguido el monopolio de la provisión de animales para el sacrificio del templo. Piensen que solo para la Pascua se sacrificaban 250.000 corderos y todos había que comprárselos a él. Así había logrado construirse un magnífico palacete en plena ciudad alta, de mármol blanco, maderas preciosas y estucos, con vastos patios llenos de fuentes, lo cual en una ciudad de tan poco espacio y escasa provisión de agua era realmente un lujo asiático. Así también podía comprar apoyos en el Sanedrín.

Pero a pesar de que Pascua era su gran fuente de ingresos Caifás en esos días no era plenamente feliz. Dos millones de peregrinos, si tenemos que creer al exagerado de Flavio Josefo, para una ciudad que de residentes estables solo tenía 25,000 habitantes, y de un tamaño, en su perímetro cercado, de 15 cuadras de longitud por poco más de ocho de anchura, transformaban a Jerusalén en una olla a presión que podía estallar en cualquier momento y por cualquier motivo.

Y este año Caifás tiene motivos de más para estar preocupado. La situación social es explosiva. Los guerrilleros zelotes y sicarios están más activos que nunca. El odio contra los romanos, provocado en parte por la gestión cruel de Pilato, está latente en el pueblo bajo. La aristocracia judía, las familias sacerdotales, que se muestran tan colaboracionistas del orden imperial son también francamente aborrecidas y amenazadas por la guerrilla. Desde sus monasterios en el desierto los esenios hacen una intensa propaganda en contra del sacerdocio y del escandaloso negociado del templo.

Es verdad que en una exitosa acción, gracias a operaciones de inteligencia de romanos servidos por informantes judíos, se ha podido detener a un legendario guerrillero, Barrabás, pero también este éxito tenía sus riesgos, había muchos exaltados dispuestos a protestar por su libertad.

Para peor a Caifás le había llegado la noticia de que uno que se decía haber sido discípulo de Juan el Bautista, y recogido sus banderas, Jesús, proveniente de Nazaret, había ingresado en la ciudad aclamado por un grupo de peregrinos y luego se había puesto a discutir y pelearse con algunos mercaderes del templo derribando sus mesas. Cierto que parecía no tener ambiciones políticas y ser solo una especie de místico exaltado, pero ¡quien sabe los líos que podía provocar en medio de la fiesta! Por otra parte haberse metido directamente contra el templo vulneraba el sentido mismo, tanto religioso como, sobre todo económico, de la ciudad de Jerusalén. Los intereses en juego eran demasiado grandes para darse el lujo de permitir semejante exceso. Por eso Caifás había ordenado su inmediata detención. Un castigo ejemplar a tiempo sobre alguien que no parecía tener demasiados seguidores ni apoyos importantes, sería un excelente escarmiento para que la semana de Pascua transcurriera en paz. El problema era localizar a este hombre entre tanta gente acampada dentro y fuera de la ciudad. Por suerte le acababan de decir que su servicio de espionaje había logrado infiltrar las filas del nazareno y conseguido un entregador.

Cual sería el asombro de Caifás si supiera que en ese momento el tal Jesús, junto con sus más cercanos discípulos, está festejando la pascua a pocos metros de su palacete, a media cuadra de la residencia de Herodes, en la sala superior de una casa señorial, también de la ciudad alta, perteneciente a una familia de estirpe sacerdotal.

Todos los indicios llevan a suponer que dicha casa pertenecía a la familia de Juan, el discípulo amado, y será el mismo lugar, cincuenta días más tarde, de la reunión de pentecostés, y, luego, por muchos años, la residencia del obispo de Jerusalén.

En verdad que disponer de una sala para reunirse para la Pascua era todo un privilegio, cuando se sabe que la cena pascual debía consumirse obligatoriamente por los centenares de miles de peregrinos dentro del ámbito de la pequeña ciudad. La gente atestaba azoteas, plazuelas, calles y cualquier espacio cubierto que los lugareños les alquilaban a precio de oro. Los salones solían repartirse entre varias familias.

Jesús, en cambio, dispone para su puñado de discípulos de un amplio aposento con tres triclinios alrededor de una bien provista mesa. Desde su mismo origen la voluntad de Cristo fue que su Misa se celebrara en un lugar digno y no en cualquier parte.

La cena pascual de todos modos exigía vestiduras nuevas y limpias, manteles inmaculados, el pan sin levadura, el mejor vino disponible, los corderos libres de toda tacha de Caifás, las yerbas amargas, la salsa jaroset ...

Es verdad que en esta celebración hay algo de anormal: la Pascua suele ser una fiesta estrictamente familiar, en la cual el que preside la ceremonia es el padre de familia. Aquí, salvo un par de hermanos, ninguno lleva el mismo apellido. La Pascua de Jesús comienza a tomar distancia respecto de los lazos y solidaridades puramente familiares o raciales. Es como si Cristo quisiera fundar un nuevo tipo de vínculo, una nueva familia, ahora unida no solo por los lazos de la carne sino por la fe en Él y la solidaridad en un amor que, viniendo de Dios, no conoce fronteras. Eso será la misa católica, la reunión alrededor de la mesa del altar de la nueva familia de Jesús, presidida por el que cumple simbólicamente el papel de padre.

Otra anormalidad es el ambiente serio que se respira en la sala. Lejos de ser la bulliciosa y alegre gran fiesta de los judíos hay largos silencios en donde todos se encierran en un pensativo mutismo, respirando aire de solemnidad. Esa solemnidad que nunca debería abandonar la misa católica para transformarse en una reunión roquera o folklórica, a las palmadas o aplausos. Porque no se trata aquí de una comida o reunión más, los discípulos intuyen que algo importantísimo, definitivo, está por pasar. Jesús sabe que su misión ha fracasado y no ha conseguido mover el corazón sino de poquísimos seguidores; comprende también que si no escapa de la Ciudad, después de lo que ha hecho en el templo, necesariamente será aprisionado y difícilmente escapará a la muerte; entiende, finalmente, que todo lo que ha predicado y hecho en nombre del Padre exige una consumación que no será la de su triunfo en este mundo. Conoce que, más allá de los fines concretos que se había propuesto, tratando de entregarse a la voluntad del Padre, lo único que daba realmente sentido a su hablar y actuar, era precisamente esa su actitud de entrega.

Por eso a estos discípulos que esperaban todo de él y lo acompañaron con entusiasmo a la conquista de Israel y de Jerusalén, no puede defraudarlos huyendo, les mostrará que ese entregarse a la voluntad del Padre no era una mera postura, que llevará su obediencia hasta el final y que más allá de éxitos y fracasos, su haber querido siempre servir al Padre y a sus hermanos era el único significado de su vida.

A través de los mezquinos intereses de Caifás y del Sanedrín, de la indiferencia de Pilato, de la fácil exaltación del gentío, de la traición de un amigo y de la competencia de verdugos profesionales, Cristo llevará a sus últimas consecuencias esa actitud de despojo y de entrega de sí que presidió toda su vida.

Entrega al Padre, pero también, en su mismo aparente fracaso, entrega a los suyos: es lo que pretende mostrar en el insólito acto de, tomando el papel que correspondía a los esclavos de la casa, lavar los pies de sus comensales.

Jesús, así, anticipa el significado profundo del horror que vivirán él y sus discípulos mañana. El marco solemne de la cena servirá para dar sentido a las escenas de cárcel, de tortura, de ajusticiamiento cruel del viernes santo. Por este acto de hoy ello no será solo una muestra más de la crueldad y el sadismo de los hombres, sino un voluntario acto de don de sí, de servicio a los demás, de ofrenda al Padre.

"Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre", la modificación de las palabras rituales de la pascua judía, transforman profundamente el sentido de la cena. Jesús muda la Pascua hebrea, que solo era una conmemoración del éxodo y una participación fraterna de una misma comida, en un gesto simbólico en el cual quiere substancializar y explicar en pan y en vino lo mismo que con el lavado de los pies. Jesús anticipa en ese mantel limpio y madera pulida de la mesa, la ofrenda de si mismo que como acto de servicio supremo realizará mañana en el sucio y rugoso madero de la cruz.

Más aún, Jesús anticipa su propia Resurrección, puesto que es esa ofrenda de si aceptada por el Padre, elevada al Cielo, la que para siempre marca el impulso, el éxtasis, la salida de si mismo, que corona a Cristo como Señor, exaltado a la vida divina, a la derecha del Padre. Al aceptar de su Hijo en la última Cena la ofrenda de la cruz, Dios la consagra y la transubstancia en Resurrección.

Desde entonces la repetición de sus gestos y palabras de esta noche, actualizados en la Misa católica, permite al cristiano transformar también los actos de su vida en ofrenda aceptable a Dios y semilla de eternidad.

Todos nuestros actos puramente humanos, por más valiosos que sean son incapaces de huir de la caducidad y el límite de este mundo, o se hunden en el pasado o cuanto mucho dan frutos perecederos. Todo pasa, la salud, la riqueza, la juventud, el amor, la inteligencia, succionados por la voracidad del tiempo. También nuestra vida pasará. La única manera de guardarla es regalarla a Dios y en el servicio a los demás. Jesús hoy instituye, en su última Cena, el misterio de fe capaz de recoger como ofrenda toda nuestra vida y hasta nuestra más mínima pena o alegría o actos de servicio y, puestos en la patena como ofrendas, consagrarlos para la eternidad.

Solo conservaremos para el cielo lo que hayamos consagrado de nuestras vidas mediante la Misa en el amor a Dios y a los demás. Lo que no sabemos poner en la patena y en el cáliz lo perdemos para siempre.

Judas ya se ha reunido con los guardias de Caifás. Jesús, hecho ya pura ofrenda de amor deja el cenáculo y se dirige al Monte de los Olivos. Sabe que allí Judas lo encontrará. El mantel limpio, el calor del fuego, las copas y vajilla purificadas, el vino y el pan, quedan atrás, ahora le toca vivir su verdadera Misa, en noche y frío, en angustia y sangre, en látigo y corona de espinas, en madera y en hierro.

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