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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1987 - Ciclo A

JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.

SERMÓN
(GEP 16-4-1987)

En medio de la zozobra que agita en estos instantes a la Nación , y que no es sino un episodio más de las convulsiones de resistencia agónica de los glóbulos blancos que aún no han sido atacados por inmunodeficiencia ante el implacable avance del marxismo y de la revolución anticristiana en el mundo y en nuestro país, nosotros nos disponemos, aquí reunidos, a introducirnos en el recuerdo serenante de los misterios cristianos que dan su sentido último a la historia del mundo y a nuestra propia vida. Semana Santa quiere adentrarnos en la memoria de aquellos hechos que permitieron al hombre y al universo eludir su destino final en su biología de vejez y de muerte, y en su astrofísica de ineludible dispersión, gelidez y calígene y, capturarlo a destinos de juventud y de vida, de refulgencia y de fuego.

‘Recuerdo', ‘memoria', pero no del acontecimiento pasado que descubre el arqueólogo o el historiador, ni tampoco el que se rememora en el patio de la escuela entre el himno y el discurso de la señorita directora y el piano desafinado martilleando el pericón.

Hagan esto en memoria mía ' tiene, en el lenguaje bíblico, un sentido mucho más profundo y mistérico. No es la mirada esfuminada de la evocación del lejano pasado, sino que es la irrupción, la presencia, la actualización, del pasado memorado en el aquí y ahora de hoy. No es sólo remembrar algo que pasó, sino más bien prestar atención a algo que ocurre hoy, para mí, por la fuerza del ‘memorial'.

Y eso estamos hoy celebrando: la institución del memorial por el cual se hace presente para nosotros cotidianamente y para todos los hombres de todos los tiempos el acto por medio del cual Cristo Jesús rompe el límite de lo humano amojonado por la muerte y nos abre la salida liberadora del mundo imperecedero y luminoso de Dios. A través de la brecha abierta por Cristo en las alambradas de la muerte irrumpe, en el sequedal del mundo de los hombres, el agua vivificante de la Trinidad.

Esa brecha, o puente que abre Cristo en su asalto al Calvario, al escalar los torreones de la resurrección es la que se nos tiende permanentemente a nosotros y nos permite espirar la brisa fresca y agua fertilizante que viene del aliento del Espíritu del Padre y del Hijo, cada vez que anunciamos su muerte y proclamamos su resurrección en el memorial sagrado de la Pasión, en la Santa Misa. Cada Misa en realidad es una Semana Santa. La liturgia en estos días no hace sino reflexionar más profundamente en lo que podemos vivir los cristianos todos los días en la más inadvertida de las santas Misas celebrada por el más humilde y pecador de los sacerdotes, en cualquier lejano lugar del año y del mundo.

Misa por supuesto que no es un espectáculo que se desarrolla frente a mí, sino que es la posibilidad objetiva que se me brinda para que yo pueda introducirme con alma y vida en esa brecha de comunicación vitalizadora, abierta por Cristo entre lo temporal y lo eterno, entre lo humano y lo divino.

Porque, es claro: no se trata sólo de que en el pan y el cáliz proclamamos la muerte victoriosa del Señor hasta que él vuelva, o de que la repetición de los gestos y las palabras de Cristo el sacerdote superando el tiempo y el espacio nos coloque, en vivo y en directo, en la platea del Gólgota... no es eso solamente.

Ya san Pablo, en la misma epístola a los Corintios de la cual leímos recién un fragmento, y escrita unos veinte años después de la institución de la Eucaristía de la última Cena, les recuerda a los cristianas de Corinto la inutilidad de participar del culto, del rito, si no hay una actitud de correspondencia que se prolonga mucho más allá del momento del culto y se ha de extender a toda la jornada y la vida del cristiano.

Toda la vida del cristiano debería ser una santa Misa.

Es por eso que san Juan, que escribe treinta años después que Pablo a los corintos, juzga innecesario –para evitar todo tentación de ritualismo - transcribir el rito de la Misa –que, por otra parte, su comunidad conoce, por celebrarla todos los domingos y por los relatos de los otros evangelios- y en lugar de ello, para darnos su significado profundo de la eucaristía, silenciando el apartado de la Consagración , apela al relato del lavatorio de los pies.

Porque no se trata de algo que pueda ir yo a observar y que se desarrolla frente a mí, entre cantos de monjas y nubes de incienso. No se trata tampoco de una especie de sacrificio a la manera del ofrecido a los ídolos, en que la inmolación de la víctima aparta de mí las iras de la divinidad. No: nos dice san Juan, aquí se trata de un acto de amor. Un acto de amor de Dios hacia mí ante el cual no puedo permanecer simplemente sentado en la platea. Un acto de un Dios que, en Cristo Jesús, me ama hasta el extremo, y ha venido a lavarme y vestirme de fiesta ,y transformarme, aún rebajándose a mis pies, y sufriendo, por mí, muerte de Cruz.

Ven: yo no puedo ‘estar' simplemente aquí. Tengo que dejarme amar, tengo que dejar lavarme los pies, corresponderle, tengo que aceptar la Vida que me da Jesús...

La muerte en la cruz no es el rito del sacerdote azteca que clava su puñal de obsidiana en el pecho de su víctima, sino que marca precisamente la falta de límite, la extremosidad, del amor por el cual Cristo Jesús, en perfecta sintonía con la voluntad amorosa del Padre, nos ama, viene a servirnos, se nos da.

Y si la repetición de las palabras y gestos de Jesús en el momento de la consagración es la puesta en escena real de la oferta de sí mismo a nosotros consumada en el eje de la Cruz , significada en la consagración y entrega del pan y del vino, y simbolizada en el inclinarse de Jesús frente a nosotros con el agua y la toalla, nuestra aceptación, nuestro dejarnos lavar los pies, nuestro adentrarnos en la misma vida de Jesús, se produce cuando realizamos el gesto de comulgar.

Allí entramos en comunión con Jesús; allí recibimos la nueva Vida que nos comunica su amor hasta el extremo; allí somos lavados y vestidos de fiesta.

Pero otra vez, no se trata del sólo rito: ingestión y esófago... No se trata simplemente de la comunión con Cristo estático, con un majestuoso Señor sedente frente al cual hago doble genuflexión. Se trata de comunión con un Señor que sirve, que se regala, que ama, en amor extremoso hasta dar la vida, hasta la muerte...

Y entraré en comunión con el Señor y recibiré su vida sólo en la medida en que yo también me haga, con Él, amor hasta el extremo, servicio, disposición a dar la vida por Cristo, por los míos, por mi patria. “Porque os he dado el ejemplo para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros”.

Y así sí, entonces, mi comunión no será un ponerme en la fila ligeramente para recibir la hostia en la lengua y despertar, a lo mejor, por un momento, mi fibra sentimental; sino el acto de compromiso solemne, la exclamación de Pedro, ‘ Señor no sólo los pies , la lengua, sino hasta las manos y la cabeza' , el acto de solidaridad plena con Aquel que, al servirme, me obliga a servir, amándome, me exige amar, dándose entero me pide dar y combatir hasta morir, para con Él resucitar y vivir.

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