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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2005 - Ciclo a

JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.

SERMÓN
(GEP 24/03/05)

Jerusalén en la primera mitad del siglo I era indudablemente una gran ciudad. Reconstruida a partir del siglo VI AC gracias a la generosidad de Ciro el Grande, el soberano Persa, en época de Jesús resplandecía como una metrópolis monumental debido a los esfuerzos faraónicos de Herodes el Grande. Infatigable constructor, aparte la maravilla del Templo, había urbanizado casi a nuevo el conjunto urbano y, en su ejido, construido acueductos, teatro, hipódromo y circo. Si bien estas grandes construcciones estaban fuera de los muros de la ciudad sacra, la prosperidad reinante, gracias a las actividades del templo y el constante aflujo de peregrinos y depósitos bancarios, había hecho que fastuosos palacios se levantaran dentro del recinto, cuyo Barrio Norte o aristocrático era llamado la Ciudad Alta . Las excavaciones arqueológicas contemporáneas nos muestran en esa zona los restos de grandes residencias, con bellísimos jardines, triclinios, cuartos para la servidumbre, bellos mosaicos de pavimento y paredes estucadas. Era la zona aledaña al fastuoso palacio de Herodes , cercano a la actual puerta de Jaffa, en donde, aparte la servidumbre, los cortesanos y familia del monarca vivían, al menos quinientos hombres de su guardia personal compuesta de galos, tracios y germanos. En realidad, aunque está bien descripto por Flavio Josefo , no queda mucho de él, puesto que, luego de la destrucción que sufrió por parte de las tropas de Tito en el año 70, sobre el antiguo solar se edificó el cuartel de la Legión X , que estuvo estacionada en la ciudad durante mucho tiempo. Es en el palacio de Herodes donde, en época de Jesús, se alojaba el gobernador romano cuando se trasladaba, para vigilar las fiestas, de Cesarea a Jerusalén. Los descendientes de Herodes -Herodes Antipas - en nuestro relato, habían debido ceder el uso del palacio al gobierno romano y, cuando residían en la Capital, alojarse en el más antiguo pero lujosamente restaurado, palacio de los Macabeos o Asmoneos , al pie de la ladera de la Ciudad Alta , frente al templo.

En la Ciudad Alta una de las grandes residencias bien identificadas por la arqueología, con varios patios y jardines, de altos y bajos, era el palacio de Caifás . Pero varios otros grandes personajes se disputaban el tener una casa en ese barrio, donde la superficie valía fortunas y los arquitectos debían ingeniarse para aprovechar el espacio convenientemente. En esas mansiones la servidumbre se alojaba cercana a las puertas y vestíbulos en la planta baja. Allí mismo, por otra parte, se recibía a los visitantes e invitados. Allí, en el fondo abierto a los patios y ninfeos, se ubicaba el gran comedor o triclinio. Pero los cuartos más íntimos y recogidos se edificaban en la planta alta. También de grandes dimensiones. Sobre todo el comedor diario o cenáculo .

Es verdad que casi todos los poseedores de estas relativamente grandes residencias tenían sus villas en las afueras, o en lugares casi paradisíacos como Jericó, pero su estadía en la Ciudad Santa , para las grandes fiestas y sobre todo para los grandes negocios, estaba de acuerdo con sus fortunas. Aunque se usaran poco, esas casas debían ser dignas de sus propietarios. La Ciudad Baja , Belgrano o a lo mejor San Telmo, estaba ocupada también por residencias de altos y bajos, gente rica, pero sin los grandes patios y jardines de los opulentos aristócratas de la Alta. Allí se extendían negocios con salida a las estrechas callejuelas que llevaban al barrio alto y al templo, en donde la mercancía se protegía con toldos y tiendas de múltiples colores. Eran negocios lujosos: perfumistas, tejedores, joyeros, peleteros, tipo Avenida Alvear o Posadas.

Hay que pensar que Jerusalén ofrecía sus recuerdos y mercancías no solo al peregrino común sino a los pudientes y, para ellos, la Ciudad Baja era lujoso centro de compras. Y ninguno de los dirigentes jerosolimitanos se movía por Jerusalén, sobre todo en las fiestas, sin vestirse a la última moda y lucir costosas pedrerías. Todo eso sucedía dentro de los muros. Pero por supuesto que la ciudad se extendía fuera de las murallas y allí, en medio de abigarrada población, abundaban mercados y vendedores de baratijas, barrios del Once, calles Corriente. Aunque eran zonas densamente pobladas, sobre todo para las fiestas, los arqueólogos solo desentierran en esa zona vasijas de cerámica pobre, una que otra tumba, alguna quinta. Las barrios de los más pobres, a pesar de su extensa superficie, no dejan huellas arqueológicas: madera, piedra o barro, sin cimientos, tierra apisonada, todo se borra con el tiempo.

En fin: como cualquier populosa ciudad. En conjunto, una población estable de 200 000 personas a la cual había que añadir un número constante durante todo el año de peregrinos -100 000- que, por diversas razones de purificaciones, nacimientos y sacrificios propiciatorios se juntaban en las abundantes posadas y alojamientos de fuera de la ciudad. Para Pascua y Pentecostés, esa población flotante se decuplicaba.

Y uno de los grandes problemas era precisamente la Pascua , porque se suponía que ella, como comida ritual, no podía realizarse fuera de los muros. Había que conseguir, sí o sí, un lugar cualquiera, alquilado a precio de oro, en algún sitio intramuros: azoteas, zaguanes, rincones, escaleras. Por suerte, distintos calendarios fijaban la fecha de la Pascua con aproximaciones diversas: dentro de los mismos cuatro o cinco días. Pero uno era el día que señalaban los saduceos, otro los fariseos, otro los esenios. Además, quienes no podían, en la fecha fijada, realizar la celebración, por algún motivo de impureza o distancia, tenían una segunda oportunidad de hacerlo no en el mes de Nisán sino el siguiente.

De todos modos, fuera cual fuera la fecha, el día de la cena pascual, hacia la tarde, había que llevar el cordero al templo o adquirirlo allí, en uno de las tres tandas o grupos en los cuales había que dividir a la multitud. Cientos de sacerdotes cubriendo diversos turnos eran los encargados de la matanza. Una vez degollado el animal que balaba lastimeramente -como un pobre rehén serruchado con un cuchillo oxidado por un musulmán-, el sacerdote recogía la sangre en una taza y la arrojaba hacia el altar. Luego el animal se cuereaba -cuero que quedaba para el templo- y se le vaciaban las entrañas. Parte de ellas, junto con la grasa requerida, se quemaba en el altar. Durante toda esta operación, tratando de tapar el desesperado balido de los corderos, decenas de levitas cantaban los salmos del Hallel, del 113 al 118. El estrépito y el hedor eran inimaginables.

El animal así vaciado era cargado por el oferente o por alguno de sus sirvientes al hombro y llevado al lugar de la comida. Allí se asaba, pero de modo de no romperle ningún hueso, como pedía el rito. Un cordero podía servir hasta para veinte personas, ya que bastaba que cada una comiera un bocado. La carne se acompañaba con lechugas y yerbas amargas, una pasta de nueces e higos mezclados con vinagre, y cinco copas rituales de vino. Todo mezclado con relatos sagrados y plegaria. En realidad la comida no podía durar demasiado porque había que dejar el lugar al próximo turno. Y casi todos, saliendo de la ciudad y regresando a sus posadas o tiendas, se desquitaban, luego, con comida y bebida más abundante, de tal modo que el jolgorio duraba toda la noche.

Solo la gente muy pudiente de la Ciudad Alta podía darse el lujo de celebrar la Pascua con total cumplimiento de los ritos y plena seriedad, disponiendo para ello de servidores, espacio y tiempo suficiente, en sus triclinios y cenáculos. La enorme mayoría tenía que resignarse a ceremonias mínimas.

Por eso resulta tan llamativo el que Jesús, el descendiente de David, nacido en la pobreza de un pesebre de la aldea de Belén y que morirá como un malhechor arrojado fuera de la ciudad en la desnudez de la cruz, haya elegido, para celebrar su acto de ofrenda, su pascua, su primera Misa, no lugar pobre, sino una gran mansión. Comedor patricio transformado en triclinio. Los varones recostados en los tres divanes alrededor de la mesa, las mujeres sentadas a los pies de los hombres, los sirvientes presentándoles la comida y llenando sus copas desde la tabla de servicio, al frente, y los servidores alcanzándoles aguamaniles y servilletas desde atrás.

No, la primera Misa de Nuestro Señor no es una comidita ruin y ruidosa y guitarresca alrededor de una mesa mal puesta, sino una Misa solemne, casi como en una gran catedral, en las pulcras vestiduras de la fiesta, en el acolitado solícito y digno de los ministriles ayudantes. Y la ha preparado con tiempo. Ha enviado a sus discípulos a que anunciaran a su anfitrión su llegada.

El anfitrión no es mencionado: "di a fulano". La aproximación se hace conservando el secreto, siguiendo a un servidor que hace como que ha ido a buscar agua con un cántaro. Es que, cuando se escribe el evangelio de Juan, la persecución judía se ha desatado y hay que tratar de no mencionar nombres para que no caigan en sus manos. Sin embargo, desde muy temprano, la tradición eclesiástica identificó al dueño de casa como el mismo Juan Marcos , el discípulo amado, conocido del Sumo Sacerdote y, por lo tanto, él mismo de casta sacerdotal, de estirpe noble. Es el que, gracias a su posición encumbrada, consigue que Pedro entre en el patio del palacio de Caifás. Es el que seguirá, después de la Resurrección, ofreciendo su casa para las reuniones eucarísticas y donde se dará la efusión del Espíritu en Pentecostés. Seguramente María ocupando el lugar más conspicuo y seguro de la casa señorial, hasta que ambos deban huir a Éfeso.

La Pascua judía era, de por sí, una fiesta austera, en donde se memoraba lo más raigal de la historia de Israel, el fundamento mismo de la fe judía, y, aún transformada en memoria de la muerte del Señor y de su Resurrección, conservará su tinte solemne. Pero austero no quiere decir pobre, vulgar, ni mucho menos chabacano, populachero. Lo que habrá de ser la conmemoración por excelencia del día del Señor, del día Señorial, 'Dominicus dies' , deberá ser también, en su forma, 'Señorial', sacro, serio. Como lo pide instantemente el Papa y la Santa Sede en este año de la Eucaristía, dolido por el abuso y degradación, ya no festiva sino fiestera, a la que se somete en tantas partes la Cena del Señor.

Ni siquiera cuando despojándose de su manto regio, de su casulla de ceremonia tejida y recamada por su Madre, se ciñe sobre la túnica blanca la toalla, el Señor pierde su majestad. Todo lo de hoy es majestuoso, sereno. En la serenidad propia de un gran general las vísperas de una batalla. En la soberanía del monarca que se reviste de hierro para montar en corcel brioso -madera y cuatro filosas espuelas- dispuesto a conquistar su reino.

Mañana quizá no, quizá no pueda guardar la misma serenidad. Llevará sobre los hombros el peso de la salvación de demasiados vasallos, el dolor de infinitas traiciones, sufrirá la grita vil de sayones y hombres innobles, la crueldad soberbia de los dirigentes de su pueblo -los primeros que debieron rendirle pleitesía-. Mil dardos atravesarán su cuerpo, lanzas punzantes hurgarán sus entrañas, despojado será de su yelmo y su coraza, los estribos se clavarán en sus empeines, las cadenas atormentarán sus manos. Mañana, sin perder el valor, te atontará el sufrimiento, transpirarás sangre, te bañarán gruesas gotas saladas, hiel y vinagre arderán en tus labios quebrados. No perderás, no, majestad, Señor, pero querrán arrebatártela y, en lo más hondo de la tortura y la batalla, no tendrás respiro para renovar tu ofrenda.

Por eso la haces hoy, anticipada, en plena y serena conciencia, en sagrado traje -menos sagrado que el de su propia sangre, pero signo grave-. Porque eso hace hoy el Rey, nuestro Señor: nos muestra el sentido de la cruenta batalla de mañana, de las huestes desechas, de sus mariscales en cobarde fuga. Servicio de amor. El recio amor del que da su vida en combate por los suyos, la valerosa decisión de ser fiel hasta el final a la amorosa voluntad del Padre, la entrega pura del que mandando y en autoridad sabe que ella es un don para el bien de aquellos a quien manda. " He venido a servir no a ser servido ". "He venido a amar no a ser amado". Aunque, en el amor y el servicio que le hagan, los cristianos alcanzarán su propia salvación y nobleza.

Y así como no se nombra al anfitrión, tampoco, cuando toma su pluma para traducir sus escritos del hebreo al griego -lengua en la cual las sagradas palabras podían caer en manos de cualquiera, ser pronunciadas en chiste, repetidas por cualquiera a coro, profanadas en liturgias espectáculo-, Juan Marcos, el discípulo amado, las silencia. No trae su evangelio las palabras más maravillosas y grandes que pueda pronunciar cualquier boca humana: las de la consagración. Pero, para dar el sentido hondo de esas sagradas frases -'Mi cuerpo es este y esta mi sangre'- lo plasma en ceremonia de servicio, lavado de pies, humildad regia hasta la muerte, en el acto que solo los esclavos realizaban y tenían prohibido hacer, oficio indigno, los hijos de Israel.

' Los amó hasta el fin' . En amor no declamado, en amor que fue toda su vida, en amor que, en éxtasis, en total despojo y entrega, se alzará en el ara hacia al Padre y, en sus brazos tendidos y descoyuntados, intentará abarcar el mundo en regalo y consagración de amor. En oferta de amor, que, en él, es el mismo amor con el cual Juan Marcos, el discípulo amado, define a Dios. El Dios amor. El Dios que es amor y se te entrega en cruz que hoy sangra en el vino del cáliz y se da a comer en el plato del pan.

La primera de las santas Misas que velarán, en pan y vino, el estruendo y dolor del calvario de mañana. La primera de las acciones sagradas y majestuosas que, celebradas en cualquier parte del mundo, en catedrales suntuosas o capillas humildes, pero siempre dignas y reverentes, acercarán a los cristianos el amor de Dios, su propia vida, su comunión anticipo de cielo.

Como dama judía y, a la vez, romana, María está hoy en el triclinio sentada dignamente a los pies de Jesús. Quizá otras mujeres la acompañen. Aunque Juan no lo mencione, la Pascua, no era un fiesta solo de varones. También ella hace su ofertorio. También ella ya anticipa el mediodía de mañana y lo acepta imaginándose ya de pie, frente a la cruz. También ella, serena, digna, transmite su fuerza y amor de mujer y de madre, a su hijo el Rey que, mañana, habrá de combatir y morir de amor. También ella muere y morirá de amor.

Terminada la cena, bebida la última de las cuatro copas, la copa de la bendición, ya todo está preparado. Las estrellas brillan con fuerza en el cielo negro acompañadas de luna. Jesús deja la Ciudad Alta , el barrio señorial. Baja los escalones -recientemente encontrados por los arqueólogos- que llevan, a través de la Ciudad Baja, al torrente Cedrón y, atravesándolo, asciende al Monte de los Olivos . Aprestos de armas, piafar de caballos, entrechocarse de sables, martillo y clavos, tiara de espinas. Es necesario disponerse a la pelea. Es hora de vela y de oración.

En presagio ominoso, el torrente Cedrón, ahora, lleva, caudaloso, agua cargada de sangre. Son los levitas del templo que con sus largos escobones y baldes de agua empujan la sangre derramada de los miles de corderos sacrificados, por la explanada del templo que está inclinada a propósito hacia el borde y sus desagües. Ya están manchados de sangre los pies de nuestro Señor: botas encarnadas, botas carmesíes, botas de púrpura real.

En la sala del cenáculo María recoge, seria, sobrecogida, con lágrimas en los ojos, las migas que han quedado de pan. Las aprieta contra su seno. Ella, que fue el primer sagrario, el primer copón de su hijo Jesús.

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