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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2001 - Ciclo C

JUEVES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.

SERMÓN
(GEP 12-04-01)

"La más bella, la perfecta, delicia de toda la tierra", ponderaba Jeremías a la ciudad de Jerusalén. "El que no ha visto Jerusalén jamás vio una hermosa ciudad", la elogia el Talmud de Babilonia. Elogios desmedidos quizá, más fruto de la fe que de una mirada objetiva a la realidad. No era Jerusalén de las más grandes ciudades del imperio romano en época de Jesús: en el mejor de los casos 150.000 habitantes. Nada que ver con Roma, con su millón y medio, o Antioquía o Alejandría o aún Corinto con cifras acercándose todas al millón. Ni siquiera como aglomeración judía era la más grande: las colonias alejandrina y romana de judíos tenían más almas que la propia Jerusalén. Como hoy hay más judíos en Buenos Aires o Nueva York que en el mismo Tel Aviv.

Y sin embargo, más allá de los sentimientos religiosos que podían alterar la objetividad del juicio, Jerusalén era realmente una bella ciudad. Emplazada en la cima de una meseta contorneada de profundos valles cavados por torrentes, parecía coronar bellamente el puje hacia el cielo de la roca. Especialmente bella era la vista que los peregrinos exultantes podían echar desde el monte aledaño de los Olivos, allí donde caían a pico hacia el Cedrón las murallas ciclópeas construidas por Herodes. Altas cien metros, construidas con bloques enormes -los más pequeños de los cuales pesaban una tonelada-, con torres en la cima, una de las cuales, la del ángulo sudeste -el famoso pináculo- no tenía menos de setenta y cuatro metros.

Sobre esa base se alzaba el Templo, deslumbrante, apuntando hacia el firmamento azul, apenas enturbiado por el humo de los sacrificios, sus agujas doradas y flanqueado, hacia el norte, por el cubo macizo de la Torre Antonia. Hacia atrás, en la ciudad antigua, las casas se aglutinaban en un camafeo ocre, tabicado por rayas de sombra que eran sus serpeantes callejas. Hacia el oeste, en el fondo, los palacios de los asmoneos, de Herodes, de los sumos sacerdotes, mostrando sus azoteas blancas, pórticos de columnatas marmóreas y, más atrás, trepando a la cumbre del cerro del Garebo, otras negras murallas dibujando una línea sinuosa erizada de torreones y almenas.

Desde los Olivos había que bajar al Cedrón para ingresar a la ciudad por las dos puertas que daban a ésta: la Dorada que llevaba directamente al templo y, más al sur, la puerta de la Fuente . El valle del Cedrón era, en buena parte, un cementerio, el famoso cementerio de Josafat donde soñaban ser enterrados los judíos piadosos, porque el profeta Joel había dicho que allí tendría lugar la gran reunión de los hombres el día del Juicio final. En esas tumbas, cuenta la tradición, se esconderán los discípulos de Jesús después de su prendimiento.

El otro valle, del otro lado de la ciudad, era la famosa Gehena , de siniestro nombre. El basurero de la ciudad donde se echaban los animales muertos, los desperdicios y las inmundicias que un fuego permanente se encargaba de destruir. Ese rincón horrendo era evitado cuidadosamente por todos apenas comenzaba a anochecer.

Es por la puerta de la Fuente por donde había ingresado hacía tres días, entre los gritos de aliento de un grupito de exaltados, Jesús cabalgando su asno de parada. Así, a lomo de mula ricamente enjaezada, era costumbre que ingresaran los reyes en Jerusalén, dejando sus carros y corceles de guerra fuera de las murallas.

Pero pronto se había confundido entre la turba, Jesús, menguado rey, y los pocos que pudieron acompañarlo, en las calles estrechísimas que zigzagueaban entre los bloques de las casas, sin ningún plan, subiendo y bajando por las irregularidades del terreno en pendiente. No existían en Jerusalén avenidas ni plazas. Los comerciantes instalaban sus tiendas en esas mismas de por si angostas callejuelas haciendo aún más dificultoso el tránsito. Había que oír las gruesas palabras que se decían los acemileros cuando se encontraban con otra mula cargada viniendo en dirección contraria. Solo los palacios de los ricos tenían patios y espacios verdes. Y si los 150 000 habitantes ya parecen suficientes para saturar a la ciudad en su mediano tamaño, la afluencia de los peregrinos a la fiesta de Pascua -valorados en millones por Flavio Josefo- más los doscientos mil corderos -como mínimo- para el sacrificio que ingresaban a ella por la Puerta de las Ovejas, hacen difícil imaginar cómo se movería la gente por la ciudad. Tanto más cuanto que, aunque los peregrinos podían acampar fuera del recinto, como de hecho durante esos días lo hacía Jesús con sus discípulos en el huerto de Getsemaní, la comida pascual debía hacerse, según las prescripciones rabínicas, dentro del perímetro de las murallas.

Era el día en que todos los jerosolimitanos que podían alquilar un rincón de casa, de azotea, de portal, de atrio, se hacían ricos, ya que los peregrinos, si querían cumplir, no tenían más remedio que reservar esos espacios desde muchos meses antes. Por eso resulta singular el que Jesús con sus discípulos haya conseguido una amplia sala en el primer piso de una casa para su comida pascual y sus cenas de despedida. Los términos griegos usados por los evangelios para describir el salón y su aparejamiento, hablan de un salón de gran capacidad. De hecho más de cien personas fueron los presentes, en ese mismo lugar, el día de Pentecostés. Una casa, pues, de ricos.

Con bastante probabilidad una casa del barrio de los palacios y las grandes residencias, a pocos metros del palacio bien identificado arqueológicamente de Caifás, al oeste del templo, que desde fines del siglo primero se señala y designa como "el Cenáculo". Se trata de un lugar en el cual hoy los cristianos pueden celebrar la Misa una sola vez al año. El edificio actual, construido por los cruzados, se levanta sobre cimientos y paredes muy anteriores al siglo IV, probablemente del I, y la tradición manuscrita es unánime en la localización del lugar. Un antigua 'anáfora', es decir 'plegaria eucarística', atribuida a Santiago el hermano de Jesús y primer obispo de Jerusalén dice: "Te presentamos también la ofrenda, Señor, por tus santos lugares, a los que Tu has llenado de gloria con la manifestación de tu Cristo y con la visitación de tu Espíritu Santísimo; en especial te rogamos por la santa y gloriosa Sión" -se está refiriendo al Cenáculo, al cual los cristianos ahora aplican el glorioso nombre de Sion- " madre de todas las iglesias" -afirma-. Y, poco después, "el Espíritu Santísimo, Señor y dador de vida, descendió en forma de lenguas de fuego sobre tus santos apóstoles, en la habitación alta de esta santa y gloriosa Sión en el día santo de Pentecostés" Es que el cenáculo, milagrosamente salvado del saqueo y destrucción de Jerusalén por parte de los soldados de Tito y, luego, de los que apagaron a sangre y fuego el levantamiento judío del año 135, se transformó en la sede episcopal de Jerusalén. No era para menos: allí no solo se había celebrado la primera Misa de la historia, sino que el domingo de Resurrección se había aparecido Jesús a sus discípulos y, en Pentecostés, infundido el Espíritu. Todavía en el siglo IV la peregrina española Egeria era capaz de señalar allí el lugar de la cátedra de Santiago.

En la actualidad -paradójicamente basados en una frase de uno de los discursos de Pedro que transcriben los hechos de los Apóstoles (Hech 2, 29)-, los judíos reivindican ese lugar, en su planta baja, como la tumba de David. Un disparate arqueológico que les permite prohibir allí la misa de los cristianos salvo una vez al año.

Pero ¿quién habrá sido el misterioso hombre rico que cedió ese lugar a Jesús y sus discípulos? Quienes estuvieron en la misa de ayer, miércoles santo, habrán escuchado que cuando el Señor ordena aparejar la sala dice: "Vayan a la ciudad a la casa de tal persona, y díganle: 'El Maestro dice: se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos' ": Obviamente se trata de un amicísimo adepto de Jesús a quien este puede pedir con autoridad semejante préstamo. También conocido por los demás discípulos y seguramente por la mayoría de los que leen el evangelio en el tiempo en que este se escribe. Pero eran épocas de persecución judía, nombrar al dueño de casa hubiera sido peligroso para él y su familia, por eso deliberadamente Mateo oculta el nombre y solo dice "tal persona", "fulano". En el evangelio del martes santo se menciona, también sin dar su nombre, al mismo personaje, precisamente al que está reclinado, extendido a la derecha de Jesús, el dueño de casa: solo se dice de él que era 'el discípulo a quien Jesús amaba'. Muy probablemente no perteneciente al grupo de los doce, el escritor del llamado 'cuarto evangelio' y al cual Polícrates , obispo de Efeso hacia el año 190, reconoce como un tal "Juan, el que se reclinó sobre el pecho del Señor; nacido sacerdote (kohen) y llevando su insignia de oro al pecho". No hay que identificarlo con Juan el hijo de Zebedeo. No se trata de un pescador galileo semianalfabeto. Es un hombre de alta posición y de gran cultura. De allí el tono y la profundidad de este evangelio, distinto de los otros tres, los llamados sinópticos. De allí el alto aprecio y amistad que le tiene Jesús, al percibir que de todos sus amigos es el único que lo comprende cabalmente. De allí que tenga una gran casa en Jerusalén y pueda recibir a Jesús y compañeros en relativa seguridad. De allí que Jesús le haya encomendado desde la cruz recibir y proteger a María. Cuando se desate la persecución y lo reconozcan a pesar del cuidado de los autores de proteger su anonimato, tendrá medios para trasladarse a Efeso, donde vivirá con la madre de Jesús y fundará multitud de comunidades cristianas.

Pero ¿quién mejor que él, el dueño de casa para recordar las palabras y hechos del maestro en esa última comida? Y, sin embargo, nada dice estrictamente de la institución de la eucaristía. Él, que conoce y enseña profundamente la doctrina del pan y el vino de Jesús y la ha expuesto magistralmente en el capitulo VI de su evangelio, ahora nada dice del rito de la Misa. ¡Curioso! Alto sacerdote, perfectamente al tanto de los complicados rituales de los diversos sacrificios del templo de Jerusalén, respetuoso hasta el final de muchas prescripciones sacerdotales -es lo que le impide entrar primero en el sepulcro de Jesús, aunque llega antes que Pedro ya que los sacerdotes no podían acercarse a los cadáveres sin contraer graves impurezas; solo entra luego cuando Simón le asegura que la tumba está vacía-, a pesar de todo esto, no dice una sola palabra del rito instituido por Cristo y que reemplaza a todos los viejos sacrificios. La Misa primitiva la conocemos por los relatos de Mateo, Marcos, Lucas y Pablo, no por Juan, el más sólido testigo. Quizá precisamente porque hombre honesto, aunque de casta sacerdotal, sabe que los ritos vacíos de los sacerdotes de Israel no han servido para hacer un pueblo más santo, más urgido por el amor de Dios. Sus sacrificios han sido instrumento de enriquecimiento y de poder de los sumos sacerdotes; de dominio de la plebe; de prácticas rayanas con la superstición y no lo que hubieran debido haber significado: la entrega de ese pueblo y de esos sacerdotes al Dios de Israel, en el cumplimiento de los grandes mandamientos, perdidos, al contrario, en infinitas prescripciones menores, pura mojiganga, gestos vacíos, palabras vacuas y altisonantes como mantras adormecedoras de monjes orientales o ensalmos de magos y brujos sanadores, todo cobrado, atesorado y vuelto a prestar a usura. "No hagáis de la casa de mi Padre casa de comercio" recuerda Juan el Kohen amargamente en su evangelio, al mencionar las palabras airadas de Jesús.

No: Juan no quiere que la malicia de los hombre transforme otra vez en puro rito las palabras y vida de Jesús. Por eso, aunque la comunidad de Juan ya hace tiempo celebra los domingos la cena, la misa de Jesús, repitiendo sus gestos sobre el vino y sobre el pan, ahora Juan no los recoge -por otra parte archisabidos lo tenían los oidores de su evangelio-. Quiere en cambio señalarles su sentido profundo, y memora, por eso, esta conmovedora escena del humillante lavado de pies que el aristócrata descendiente de David, el hijo de Dios, realiza con sus zafios discípulos. ¡Empecinamiento de los hombres!: a pesar de ello hasta ese gesto, al pasar los siglos, luego se transformó en rito que seguimos haciendo en la mayoría de las Iglesias los jueves santos. No está mal: nosotros lo omitimos no por principio sino para no alargar excesivamente la ceremonia, pero ¡ay si lo dejamos en mero rito, escenografía, teatro!

Juan entiende a Jesús: frente a esos discípulos que lo siguen porque de alguna manera piensan que, junto con las buenas cosas que deben predicar y ofrecer, también van a adquirir poder, prestigio, posición social, influjo político, dominio de las almas, fuente segura de trabajo. El Señor los desengaña: les muestra gráficamente que no ha venido a ser servido sino a servir y que la única manera de ser grande es sirviendo. Que toda su vida ha querido ser servicio, entrega, don, amor, hasta ese extremo humillante de esa acción propia de esclavos -prohibida a los judíos-, que era lavar los pies a los huéspedes, a los dueños, a los amos...

"Los amó hasta el fin" y con ese lavado de pies preanuncia el supremo servicio de su muerte. Esa muerte que sabemos fue no solamente un fenecer, una caída, un perder la vida... sino un darla, darla totalmente, sin reductos del yo, de tiempo, de talentos... Y esa vida no la da poética, metafóricamente -como decimos que un soldado da su vida por la patria- porque esa vida que lleva Jesús adentro es mucho más que la biológica que late en su corazón: es la vida de Dios, es el espíritu que aletea en su humanidad desde el mismo momento de la Anunciación. Jesús nos da realmente Su Vida, porque nos entrega Su Espíritu, ese mismo espíritu que, a través del paso de su muerte en cruz, se enseñorea plenamente de él en el momento de la Resurrección. No en vano el cenáculo será el mismo lugar de la última Cena, de la primera aparición a los discípulos del Resucitado y de la efusión del Espíritu en Pentecostés.

Con ese lavado de pies, Jesús está dando al mismo tiempo sentido a su muerte y a la santa Eucaristía que este día nos deja como vivo recuerdo y efectivo signo de su entrega identificada con su amor. No hay otro amor verdadero sino el dar, no hay mayor amor que el darse todo.

También la Misa, dice Juan el Kohen, es rito vacío, si no se transforma en concreción simbólica de nuestra vida entregada, de nuestro amor a Dios y a los demás, de nuestra ofrenda hasta la muerte con Jesús. Solo allí hay comunión con la vida del Resucitado, solo allí hay eucaristía, cuando la misa de entrega y de amor cristiano que vivimos todos los días en nuestra casa, en nuestro trabajo, en nuestros estudios, se encuentra coherentemente con la misa de Jesús simbolizada y actualizada en el vino y el pan transformado en su cuerpo y sangre entregados por nosotros. Si no entregamos nada, nada recibimos; lo que no ofrendamos no se consagra; lo que vivimos profanamente, por más bueno que sea, no se sacraliza, no lleva semillas de vida eterna, respuesta de espíritu, esperanza de Resurrección.

Que nuestras misas sean siempre el instante solemne, lleno de serena alegría -como la de Jesús antes de las tribulaciones de Getsemaní y el Gólgota- en donde plasmemos libremente nuestra entrega para que, consagrada por El, vivifique nuestra vida cristiana, apuntale nuestras cruces, y reverbere en nuestras angustias, trabajos y amores con brillos de resurrección.

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