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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1999. Ciclo A

5º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 11, 1-45
Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: "Señor, el que tú amas, está enfermo". Al oír esto, Jesús dijo: "Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella". Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Después dijo a sus discípulos: "Volvamos a Judea". Los discípulos le dijeron: "Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿quieres volver allá?". Jesús les respondió: "¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él". Después agregó: "Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo". Sus discípulos le dijeron: "Señor, si duerme, se curará". Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente: "Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo". Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: "Vayamos también nosotros a morir con él". Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dijo a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas". Jesús le dijo: "Tu hermano resucitará". Marta le respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último día". Jesús le dijo: "Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?". Ella le respondió: "Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo". Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: "El Maestro está aquí y te llama". Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto". Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: "¿Dónde lo pusieron?". Le respondieron: "Ven, Señor, y lo verás". Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: "¡Cómo lo amaba!". Pero algunos decían: "Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?". Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: "Quiten la piedra". Marta, la hermana del difunto, le respondió: "Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto". Jesús le dijo: "¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?". Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: "Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado". Después de decir esto, gritó con voz fuerte: ¡Lázaro, ven afuera!". El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: "Desátenlo para que pueda caminar".

SERMÓN
(GEP, 21-03-99)

Aunque los evangelios poco hablan de Lázaro -puesto que Juan ha querido de intento desdibujar su figura para transformarlo en un símbolo aplicable a todos los cristianos- es posible descubrir sobre él algo más de lo que explícitamente nos narran los evangelios.

Betania -donde vivía con sus hermanas- era, respecto a Jerusalén, algo así como, hace unos años, San Isidro para Buenos Aires: un lugar señorial poblado de quintas y casas de gente pudiente que, aunque tenían sus intereses comerciales en la ciudad, escapaban a la fetidez y bullicio de sus calles sucias y estrechas y a las nubes de peregrinos, mendigos, vendedores ambulantes y gentuza de toda laya que la habitaban, viviendo en las afueras.

Es probable, pues, que Lázaro fuera un muchacho de familia adinerada, dueña de esa amplia y fresca residencia donde, al parecer, tantas veces recibió Jesús hospitalidad. Lo de 'muchacho' lo colegimos de la juventud de sus más conocidas hermanas María y Marta, y por su soltería. No hay que olvidar que los varones judíos permanecían solteros no más allá de los 18 años -si bien algunos rabinos más amplios afirmaban que podían esperar hasta los 24-. A no ser que alguna enfermedad latente, aquella precisamente que luego lo condujo a la muerte, le hubiera impedido contraer matrimonio.

Sin duda que hemos de aseverar, también, que era un hombre justo y bueno. "El que tu amas", le mandan las hermanas decir a Jesús. Y el evangelista, a renglón seguido, confirma: "Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro ". "¡ Cómo lo amaba! " exclamaron los judíos al ver a Jesús llorar.

No que Jesús no ame a los pecadores, pero, precisamente, para transformarlos, para convertirlos. Es el amor que Dios nos tiene el que nos hace buenos y no, al revés, como piensan muchos, que porque somos buenos Dios nos ama.

Esa amistad íntima que los evangelios dicen que tenía Cristo con los tres hermanos nos basta, pues, para saber que eran bellísimas personas. Más: eso fue suficiente para que, desde antiguo, la Iglesia los considerara santos.

Pero la tradición no se conformó con saber estas pocas cosas que de Lázaro nos narra el evangelio . Algunos siglos después, legendario o no, corría el relato de que, a raíz de la propaganda viviente que resultaba Lázaro vuelto a la vida -el mismo evangelio de Juan dice que por ello los judíos querían acabar con él- lo embarcaron en el puerto de Jaffa, atado, junto con sus hermanas y otros cristianos, en una barcaza que hacía agua, privada de remos, vela y timón, remolcándolos mar adentro y, en pleno invierno, librándolos a los vientos y la tempestad. Milagrosamente, durante días a merced de las olas, la nave encalla en Chipre. Allí Lázaro es ordenado por Pedro obispo de Larnaka, donde muere luego de 30 años de gobierno. De hecho, en el año 810, el emperador León VI construyó un monasterio y una iglesia en su honor en Constantinopla y trasladó allí, desde Chipre, sus supuestas reliquias.

Pero hay otras tradiciones provenzales que hacen que el barco donde iban atados Lázaro y sus hermanas, encalle, mucho más tarde, en las playas del sudeste de las Galias. Según esta misma historia allí, en Marsella, convierten a multitud de galos y Lázaro termina siendo el primer obispo de esa ciudad. Supuestamente habría muerto durante la persecución de Domiciano. Aún hoy, en Marsella, la prisión de Saint-Lazare, de San Lázaro, marca el lugar de su martirio, desangrado a latigazos, quemado y decapitado.

Dícese fue sepultado en una cueva, sobre la que se alzaría con el tiempo una de las más famosas abadías francesas, la de San Víctor. Siglos más tarde sus restos fueron trasladados a Autun y conservados hasta nuestros días en la catedral románica de Saint-Lazare, del siglo XII. Bellísima.

Sea lo que fuere de estas historias, en nuestros días hay dos lugares donde se venera el sepulcro de Lázaro: uno -por supuesto vacío- en Betania, en donde, el sábado anterior a Ramos -según atestigua la peregrina Eteria-, ya en el siglo cuarto, se hacían procesiones al sitio en el cual Lázaro había vuelto a la vida, el llamado Lazarium, sobre el cual, luego, los bizantinos construyeron una basílica, destruida en el siglo XVI por los turcos. El otro, precisamente en Autun, desde donde, muerto por segunda vez, ciertamente no querrá volver a la vida terrena, junto ya para siempre con su amigo Jesús.

Que, finalmente, esa es la verdadera resurrección.

La vuelta de Lázaro a la vida de este mundo, así como los demás milagros -signos- que, como 'in crescendo', van jalonando la vida de Jesús: la transformación del agua en vino, la multiplicación de los panes, el regalo de la vista al ciego, hasta el regreso de Lázaro a este tiempo, no tienen importancia en si mismos, nada han solucionado definitivamente. Son solamente el símbolo, el preanuncio, de lo que para siempre Dios nos quiere dar: el pasar del agua de lo humano al vino de lo divino, del pan de este mundo al banquete eterno, del sol a la luz verdadera, del vivir biológico a la vida misma de Dios.

Porque la auténtica Resurrección no es ni siquiera -a diferencia del de Lázaro- un retorno definitivo a la vida. Vean que en eso ya creían muchos judíos, entre ellos los fariseos, a cuya opinión adhiere la misma Marta, hermana de Lázaro: "Se que resucitará en la resurrección del ultimo día". Esa resurrección era concebida por el judaísmo fariseo de la época de Jesús como una postrera reivindicación de los justos que, desde entonces, vivirían para siempre en el Reino de Dios instalado aquí en la tierra, concebido como una especie de paraíso terreno, a la manera, en nuestros días, del Islam y tal cual lo hemos escuchado en la profecía de Ezequiel.

Jesús está ofreciendo mucho más: la participación de la vida de Dios, la transformación de lo humano, el gozo perenne de la suprema belleza y alegría de lo divino, apenas representado por las bellezas y alegrías de esta tierra y que serán llevadas al colmo insuperable en Aquel que es el origen de todo bien, de toda hermosura. Algo inimaginable para nuestros actuales cerebros y, por ello, solo percibible en los signos de Jesús.

El evangelio de Juan coloca el episodio de Lázaro como inmediato pórtico a la pasión, a la Semana Santa que se aproxima. Así queda claro, desde el comienzo, que todo el tremendo episodio del calvario mira a la derrota definitiva de la muerte. No a la oscuridad, sino a la gloria; no al dolor y el perecer, sino a la vida. Esa Vida que, porque supera infinitamente la humana, solo puede lograrse en la entrega de ésta, mediante la suprema ofrenda del morir.

Vida a la cual accedemos dejándonos acariciar por el amor de Dios. A pesar de los intentos de la tradición de dar una figura más nítida a la personalidad de Lázaro, su dibujo en el evangelio solo quiere mostrarnos al discípulo, a todo cristiano, a lo que debemos ser cada uno de nosotros si queremos alcanzar la vida.

Simplemente dejarnos querer por Jesús; hacernos sus amigos en oración y sacramentos; reconocernos amados por Dios; acceder a ser queridos por El. No oponer a su amor la valla de nuestros pecados, de nuestra indiferencia. Descansar en su amistad, esa amistad a veces terrible que hasta puede dejarnos morir -morir de angustia, morir de pena, morir de soledad, morir de muerte- (y, mientras tanto, Él, Dios, sufrirá y con nosotros llorará), pero que, al tercer día, al cuarto, llegará, ¡finalmente llegará!, y nos dirá "¡ven afuera!", "ven a la luz", "ven conmigo", "ya todo pasó", "ya todo está bien", "ven a la dicha plena de tu amigo Jesús".

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