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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1998. Ciclo C

5º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 8, 1-11
Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?» Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra» E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?» Ella le respondió: «Nadie, Señor» «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante».

SERMÓN

Se tiende a pensar hoy que los únicos crímenes punibles son aquellos que atañen al daño físico de las personas. En cambio, calumniar, difamar, corromper la moral, propalar ideas falsas, todo eso es lícito, sobre todo si se hace en nombre de la libertad de prensa o de la libertad política. Pareciera que la persona humana es solamente biología, materialidad, animalidad: lo que lo hace realmente humano su razón , su capacidad de encontrarse con la verdad, con lo cierto, y su voluntad , su capacidad de ponerse en consonancia con el bien, y por lo tanto su aptitud para relacionarse humanamente con otras personas, eso no interesa, no necesita protección, ni siquiera educación.

A este nivel ¿quien dudará de que uno de los fundamentos, no solo de la sociedad sino de la realización de las personas, sea el humano relacionarse del varón y la mujer en el ámbito del matrimonio? Ya decía Aristóteles que por definición y antes que ser un 'animal político', el ser humano es un 'animal conyugal'. Y aquí no se trata de algo meramente corpóreo, ni económico: se trata de una comunión de vida integradora, que toca los estratos más altos y profundos del hombre: su personalidad total, su dación plena, su comunicación a nivel de la inteligencia y el querer, su complementarse psíquico en la relación varón-mujer. En el hombre ello no se separa ciertamente de lo físico, pero lo físico, para que sea realmente humano, debe responder a su interior, ser la expresión de las opciones profundas del corazón, allí donde realmente se define la persona y la personalidad. No deben existir, sin grave desmedro de la psique y de la salud del varón y de la mujer, hiatos esquizoides entre su cuerpo y su mente, entre su eros y su querer, entre sus espontaneidades y sus compromisos.

De allí que la humanidad ha sentido desde siempre profunda repulsión por el adulterio. Adulterar quiere decir falsificar, mistificar, falsear, estafar... El adulterio querido y consentido es la máxima estafa que se puede hacer en este mundo a una persona: peor que falsificar una firma, un billete, un testimonio, una declaración; peor que cualquier traición.

No se trata simplemente del desviado uso de la función reproductora y unitiva solo para alcanzar el placer o un instante fugaz de comunión sin compromiso ni ulterioridades, sino de la entrega perjura, proditoria, del gesto de amor por antonomasia, con el cual hubiera debido significar exclusivamente mi amor pleno y entregado a aquel o a aquella a quien se lo había prometido para siempre.

No por nada el adulterio descubierto produce un dolor y una herida casi jamás curable en los que padecen esa estafa. Y aún cuando el arrepentimiento de un lado y el perdón del otro puedan restañar la herida, la cicatriz nunca desaparece. Y eso sin hablar de su efecto en los hijos y por lo tanto en el futuro de la sociedad y otros tantos derivados males.

Que legisladores pervertidos y pervertidores, contra todo sentimiento humano, legislen la abolición de hasta los últimos resto de penalización del adulterio, y aún su legitimación mediante las leyes írritas del divorcio, y hayan convencido a las pobres mayorías de que eso es bueno para ellas, sin tener en cuenta, por lo menos, los datos contundentes de la psicología y la sociología, muestra el grado de degradación y desconcierto al cual puede llegar la supuesta democracia -como decía Pío XII y ha repetido recientemente Juan Pablo II al episcopado polaco- cuando se ve privada de los dones de la verdad y de la ética.

Sin hablar de las costumbres de los pueblos primitivos, bastante atroces al respecto, ya el Código de Hammurabi , en el siglo XVIII antes de Cristo, sentenciaba que el hombre y la mujer adúlteros, ambos atados, debían ser ahogados en el agua. Las leyes asirias eran más bonitas todavía, por ejemplo las de Teglatfalasar I , mil años antes de Jesucristo, que antes del ajusticiamiento prescribía a los culpables, para escarmiento público, variadas mutilaciones. No quiero ponerles los pelos de punta con las costumbres aztecas al respecto.

El asunto es que en Israel la punición era también bastante espantosa, tanto que el profeta Ezequiel la utiliza para describir los castigos que recibirá Israel por sus actitudes adúlteras con Dios -ya que todo pecado, para definirlo en su perversidad, era concebido entre los teólogos judíos como un adulterio, una estafa a Dios-: " Te aplicaré -dice- la pena de las adúlteras, te entregaré en manos de la plebe; derribarán tus alcobas, demolerán tus roperos, te quitarán los vestidos, te arrebatarán las alhajas, dejándote desnuda para que todos miren tus vergüenzas. Traeré un tropel contra ti que te apedreará y te descuartizará a cuchilladas ." Y el Levítico y el Deuteronomio legislan tajantemente este castigo. Bastante más tarde, las leyes talmúdicas, es decir fariseas, posteriores a Cristo, trocarán la pena del apedreamiento por la de la estrangulación.

De todos modos, parece ser, que en algún momento de la época de Cristo los romanos se habían reservado las penas capitales, por lo menos las que podía ordenar el sanedrín. Aunque difícilmente podrían parar la costumbre de la lapidación, que más que un juicio en regla, solía ser fruto de una sentencia sumarísima, o más bien un tumulto, casi un linchamiento. Aún así la presentación que hacen hoy a Jesús los fariseos y escribas que dirigen al grupo lo descoloca tanto frente a las autoridades romanas como a las judías.

Es curioso que el pasaje que hemos leído hoy, no figure en los manuscritos que han llegado a nosotros antes del siglo III. Aún entonces a veces aparece como parte del evangelio de Juan, otras del de Lucas. Algunos dicen por ello que es una interpolación colocada tardíamente en los evangelios. Otros se inclinan a pensar que sucedió lo contrario: en los primeros siglos los copistas omitían deliberadamente este pasaje. Hay que pensar que en la primitiva praxis de la Iglesia, cuando los pecados cometidos después del bautismo solo podían absolverse una sola vez en la vida, el homicidio y el adulterio ni siquiera eran perdonados en esa ocasión, eran pecados simplemente imperdonables. De tal modo que este pasaje evangélico aparecía como excesivamente laxo y por eso no se copiaba ni se leía. Recién cuando la Iglesia entendió, después del siglo III, que todos los pecados eran perdonables con tal de que hubiera auténtico arrepentimiento y enmienda, el pasaje fue admitido y, desde entonces, se incluyó definitivamente en el nuevo testamento.

Sin duda que su abandono definitivo hubiera sido una pérdida enorme para nuestra comprensión de la figura magnífica del Señor: este hombre impresionante que sentado, inclinado entristecido, hastiado, hacia el suelo -y no en guardia, echándose hacia atrás temeroso de la turba- dibujando distraídamente en el polvo, levantando luego la cabeza y pronunciando dos palabras, es capaz de dominar a esta multitud vociferante, barra brava desatada que no quiere perderse el morboso espectáculo de la mujer desnuda que muere bajo su piedras y a los tres o cuatro dirigentes que se aprovechan de toda esa miseria humana para tender un lazo a Jesús.

Aquí ya no se trata del adulterio, del pecado como tal -y noten Vds. que el escritor, ya sea Lucas o Juan, está pensando también en el adulterio que es todo pecado- se trata del pecador, de la pecadora, a quien Jesús quiere redimir, rescatar; se trata, además, de una acción que, aunque en si misma fuera justa, no es fruto de la justicia, sino de pasiones exacerbadas, de los más bajos instintos y, al mismo tiempo, del cálculo perverso de los escribas y fariseos. La mujer es solo una excusa, una cosa. Ni siquiera aparece en la escena el marido, el damnificado, lo que podría dar un tinte más humano a este juicio; solo está la abstracción de la ideología que usan fríamente los dirigentes, importándoles nada las personas, y la multitud anónima, bestial, vociferante que clama por sangre, espectáculo y sádica lujuria. En la historia lo hemos visto muchas veces.

Solo el Señor podía hacer el milagro de detener esa conjuración de ideas heladas y de descontrolada excitación plebeya. Las palabras escritas del evangelio no alcanzan: habría que haber grabado esa voz, sentir la sensación imponente de la presencia majestuosa del Señor, algo que habrá fulgurado en su mirada, resonado en su fonética, emanado de su actitud, y que ha detenido esa marea ululante, provocado su silencio, transformádolos en personas, exigido sus conciencias, suscitado su compasión y, avergonzados, hecho volver a sus casas.

Ciertamente que el adulterio no resulta de ninguna manera aprobado, como no es aprobado ningún pecado; tampoco se toca aquí el peso razonable de la justicia humana, pero la actitud de Cristo abre nuestra mirada al abismo de la misericordia divina y al mismo tiempo a las debilidades y miserias inescrutables de los hombres, necesitados de cura, hambrientos de perdón.

"Yo tampoco, te condeno, vete, y no peques más."

No, no quiero pecar más, Señor, no quiero ser adúltero ni a Ti ni a nadie; ni tampoco quiero condenar ni apedrear. No quiero faltar más a mi palabra, a mis compromisos, a mis fidelidades, a mis obligaciones, no quiero traicionar ni mi nombre de cristiano, ni a mis amigos, ni a ninguno a quien pueda hacer sufrir; y no quiero tampoco utilizar la justicia o la moral para justificar mis odios, mis envidias, mis inferioridades u orgullos. Quiero si la justicia que permite la convivencia, que promueve al amor, que sostiene a la familia, que da a cada uno lo suyo, que castiga y corrige al delincuente o, si incorregible, le impide hacer el mal, pero no quiero que ella exalte mis intolerancias, mis soberbias, mis deseos de venganza, mis posturas de juez universal.

Dame convertirme, para no volver nunca a pecar. Dame convertirme para que nunca en mis manos piedras quiera tomar. Dame convertirme para aprender a amar, y saber perdonar.

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