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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1993. Ciclo A

5º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 11, 1-45
Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: "Señor, el que tú amas, está enfermo". Al oír esto, Jesús dijo: "Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella". Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Después dijo a sus discípulos: "Volvamos a Judea". Los discípulos le dijeron: "Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿quieres volver allá?". Jesús les respondió: "¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él". Después agregó: "Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo". Sus discípulos le dijeron: "Señor, si duerme, se curará". Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente: "Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo". Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: "Vayamos también nosotros a morir con él". Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dijo a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas". Jesús le dijo: "Tu hermano resucitará". Marta le respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último día". Jesús le dijo: "Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?". Ella le respondió: "Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo". Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: "El Maestro está aquí y te llama". Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto". Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: "¿Dónde lo pusieron?". Le respondieron: "Ven, Señor, y lo verás". Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: "¡Cómo lo amaba!". Pero algunos decían: "Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?". Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: "Quiten la piedra". Marta, la hermana del difunto, le respondió: "Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto". Jesús le dijo: "¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?". Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: "Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado". Después de decir esto, gritó con voz fuerte: ¡Lázaro, ven afuera!". El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: "Desátenlo para que pueda caminar".

SERMÓN
(GEP 28-3-1993)

En medio del cuadro de caras llorosas
que llena el ambiente de recogimiento
el padre recibe las frases piadosas
con que lo acompañan en el sentimiento

En el otro cuarto se tocan asuntos
de interés notorio: programas navales,
cuestiones, alarmas, crisis y presuntos
casos de conflictos internacionales.

Mientras corre el mate, se insinúan datos
sobre las carreras y las elecciones,
y la "fija, al freno", de los candidatos
es causa de algunas serias discusiones
.

Las conocen: son estrofas del poema de Evaristo Carriego " El velorio " de su libro " La canción del barrio ", con su colorida y sentimental descripción de una costumbre que era tan porteña.

Era. Porque en nuestra actual sociedad ciudadana ya no están de moda los velorios -salvo entre los políticos y los actores, a quiénes se sigue haciendo actuar un rato aún después de muertos-. Hoy se está transformando en uso de moda el participar el fallecimiento después del entierro y el sugerir en la publicación no se hagan visitas de pésame.

Es verdad que con esto los deudos evitan la afluencia de visitantes de compromiso; y, al fin y al cabo, los allegados que realmente nos consuelan lo mismo acuden a nuestro lado. También en parte ésto se debe al deseo de soslayarles molestias a los demás y evitarles un deber social siempre ingrato. Aunque, en realidad, también el descreer que la gente tenga capacidad de compartir en serio nuestro dolor; o el pudor, quizá, a manifestar nuestros sentimientos frente a los demás. No es tampoco ajeno al ocaso de los velorios, la renuencia total a acercarse a un tema que se ha transformado en de mal gusto. Hace un tiempo nadie se atrevía a hablar públicamente de sexo: ahora -ya sabemos-, y con los términos más crudos, se habla constantemente de él. El tema prohibido por excelencia es, en cambio, el de la muerte. Tema de pésimo gusto y que solo adquiere potabilidad en las películas de tiros, donde el "duro de matar" deja un tendal de cadáveres en cada metro y medio de celuloide y donde la muerte se transforma en algo tan banal que luego es capaz de ser reproducido 'in vivo' -como nos informa la crónica- y, como jugando, por niños monstruos pervertidos por la televisión. Tema que también se puede tocar si se desdramatiza, como cuando tontamente se habla de los que, regresando, vieron túneles con luces celestiales esperándolos en el fondo, y sandeces por el estilo. Tema que hay que camuflar en el verdor artificial de los cementerios parques y ocultar lejos de casa, detrás de los jugosos negocios de las terapias intensivas.

La sociedad tradicional se tomaba muy en serio este asunto de la muerte. Y había un sentido de solidaridad muy grande frente al dolor de aquellos que sufrían pérdidas en sus familias. En realidad porque en esas sociedades el hombre no estaba solo como en la gran ciudad, sino que vivía en continuo contacto y lazos de interés afectivo con sus vecinos, con sus numerosos parientes. Hoy el velorio no es más que estrictamente el rito macabro del entierro que realizan los profesionales funebreros, y el tiempo que llevan es el preciso que rigen las ordenanzas municipales, y los horarios de las cocherías y los cementerios. Y el gran, pero efímero, protagonista es el muerto, con su tétrico cajón.

En Palestina, como en toda sociedad tradicional, toda la solidaridad y el consuelo iba a la familia, a los que quedaban. El mismo clima cálido impedía que el cadáver pudiera ser el polo del encuentro durante mucho tiempo. El entierro, en lo posible, se realizaba inmediatamente después de comprobada fehacientemente la muerte, el mismo día, sin otra preparación que una superficial unción con perfumes para evitar todo asomo de fetidez mientras se oraba por él.

No había cajón. El cadáver era colocado en lechos abiertos longitudinalmente sobre las paredes de una cueva, en una ladera, o excavados en pozo vertical en pisos de roca . El ingreso se ocluía con una gruesa lápida o piedra redonda según el caso. De tal modo que el velatorio, que en nuestros medios se hace antes del entierro, allí se hacía después.

Según la costumbre en tiempos de Jesús, los asistentes al funeral estaban separados por sexos: después de la procesión fúnebre las mujeres regresaban solas para iniciar el duelo, que duraba al menos tres días. Duelo que incluía lamentaciones en alta voz y expresiones dramáticas de dolor. Los ricos incluso contrataban, para esos días, plañideras, mujeres especializadas en esas lides y que atronaban el ambiente con sus gritos angustiosos y llantos. Una especie de catarsis en sociedad que aliviaba la pena. La duración de al menos tres días de estas ceremonias fúnebres parece deberse a que los rabinos opinaban que el alma rondaba durante ese lapso en torno al cuerpo fallecido y que recién pasado ese plazo ya no cabía esperanza alguna de que el muerto despertara. Era un modo de estar atentos a la posibilidad de un ataque cataléptico. Juan apunta el detalle, en nuestro evangelio de hoy, para señalar que Lázaro estaba muerto y bien muerto.

No: la muerte no es ninguna experiencia que deba diluirse con consuelos engañosos. Más aún, es posible que, frente a la horridez de la muerte, el ser humano nunca pueda ser totalmente objetivo y de alguna manera se anestesie psicológicamente para no sufrirla tanto como debiera. La experiencia en el trato con enfermos terminales nos muestra que hay como una especie de incredulidad que dura hasta el final respecto a que es a uno a quien le está llegando la muerte, "tan callando". Y, cuando se muere un deudo, hay como un aturdimiento que en los primeros momentos atenúa el dolor. Es como si la mente humana tuviera sus recursos inconscientes para enfrentarse con lo tremendo.

También los tiene conscientes. Todos recuerdan la famosa serenidad de Sócrates al arrostrar su último brindis de cicuta. Pero también muchos de estos consuelos conscientes son engañosos. En el caso de Sócrates, su falsa filosofía dualista, según la cual la vida corporal es para el alma una tumba: la muerte liberaría a esta partícula espiritual y divina que todos llevamos dentro y que pasaría sin drama al reino de luz que le corresponde. Algo así como la luz azul al final del túnel. O como la más imbécil aún doctrina de las reencarnaciones sucesivas. Todas sin el más mínimo asidero en la realidad.

Esa realidad tangible que nos muestra que, en lo natural, la única vida que conocemos es ésta, que no tenemos cuerpo sino que somos cuerpo y que, una vez finados, naturalmente los hombres no dejan más presencia en el universo que su buen o mal recuerdo y obras: su pretérito, no su presente. Y menos su fantasma o su ánima.

Para el hebreo, tenazmente asido a estas realidades, convencido por otra parte que la existencia corporal no era ninguna caída del espíritu, sino la vida humana tal cual es, querida por Dios y fundamentalmente buena -si no fuera por los desaguisados que hacen los mismos hombres- la muerte no podía ser sino la cosa lo más lejana posible al designio de Dios al crear el mundo, la realidad más espantosa que se pudiera soñar, la caída inevitable en la oscuridad, lejos de la concreta luz de nuestro cálido sol. Más aún: era la vida humana no un hipotético más allá el lugar concreto donde el hombre podía encontrarse con Dios en la oración, en el cumplimiento de la ley, no la muerte. "¿ Te alabará alguno en el lugar de la muerte ?" es la pregunta quejumbrosa del salmo.

Ni siquiera en el saber que dentro de un momento lo va a volver a la vida, Cristo puede evitar, en la plena lucidez de su mente frente al mal y al dolor, conmoverse y llorar la muerte de su amigo Lázaro. Y su propia muerte, lejos de ser la estoica conversación de Sócrates con sus amigos, será la angustia hasta el sudor de sangre del huerto de los Olivos.

Aún para el cristiano la muerte no pierde su terribilidad, porque se basa no en ningún convencimiento natural de una hipotética inmortalidad del alma, sino en la pura fe y confianza de que a aún a un muerto bien muerto es capaz Dios de, más allá de las posibilidades naturales del alma o del cadáver, volver a crearlo a partir de la nada. No es una vana racional expectativa de sobrevivencia humana, es la esperanza sobrenatural de una vida transformada que solo Dios puede dar.

Más aún, los relatos de la reviviscencia de Lázaro o del hijo de la viuda de Naim o de la hija de Jairo, los evangelios los traen a colación solo como signos, -a la manera de las curaciones de enfermos, ciegos y paralíticos o de la multiplicación de los panes-, signos de esa realidad de vida, visión, banquete y salud muy superiores que Cristo será capaz de obtener para nosotros en el tránsito terrible de la Pascua, asumiendo plenamente su propia muerte, viviéndola hasta el fin, hasta el infierno , no como saltándola con una garrocha.

A pesar de la esperanza en Cristo de la posibilidad del acceso a la vida de Dios, la muerte no deja de ser muerte. Para Sócrates la muerte no es tal, es un engaño, una ilusión, en realidad es una liberación, un tránsito natural a la inmortalidad del alma. Para Cristo en cambio la muerte es una realidad pavorosa, necesaria para acceder a la Vida verdadera, pero de todos modos repelente, porque no se trata solo de un tránsito, un paso por un túnel: es un cambio, un salto, una metamorfosis, en que, para ser promovido a la vida divina, el hombre debe morir realísimamente al límite cálido, amical y cercano de lo humano.

En una muerte que no toca solamente al cuerpo, sino a todo nuestro ser y que tiene que ir siendo anticipada en la existencia cristiana mediante la renuncia a nuestros egoísmos, a nuestro yo, en la muerte que va siempre aneja a la caridad y que supone nuestra actitud despojada de servicio a Dios y a los demás. Precisamente, en última instancia, es morir real y profundamente a nuestro querer y a nuestra voluntad, para abandonarnos totalmente, en la oscuridad de la fe, a la voluntad de Dios. Y allí se realiza el pleno sentido de la muerte: asumir, aceptar nuestra impotencia y nuestra nada para tirarnos en ella, confiados en que abajo nos recogerán los brazos del Padre, el único capaz de crear y recrear los seres de la nada.

Más: aún en esta vida, no hay absolutamente ningún estadio de ascenso sobrenatural, de progreso místico, de crecimiento en gracia, que no pase por la muerte, por la noche oscura. No hay santidad que no transite la cruz; como lo demuestra toda la experiencia de la vida de los santos.

El llanto de Cristo por Lázaro, más allá de su realidad histórica, alcanza en este evangelio una realidad mucho más profunda: es el llanto de Dios, su compasión desgarrada, frente a todo dolor y frente a toda muerte de sus hijos. Dios no quiere el dolor ni la muerte: le repugnan en si mismos, solo los permite en cuanto no tiene otra manera de conceder a los hombres la vida divina.

Y este es el centro de la cuestión. Lo de Lázaro solo anticipa simbólicamente la verdadera Resurrección, la verdadera Vida, no la mortal y finita que el hermano de Marta y María recuperó por unos años más, sino la misma Vida de Dios a la cual ningún hombre puede acceder por sus propias fuerzas, ni mediante la filosófica inmortalidad del alma, ni atravesando ningún túnel, sino muriendo realmente, y bebiendo hasta el fin el cáliz amargo del despojo de su yo.

Y es finalmente aquí donde la muerte alcanza todo su dramatismo y todo su tremendez. Porque para el cristiano ya no se trata ni de un paso natural a la vida inmortal del espíritu separado, ni del punto final natural de la existencia. La muerte biológica coincide con el momento terrible del elegir conscientemente la propia muerte, para aceptar -en transformación, elevación y belleza- la vitalidad divina ofrecida por Dios a los hombres, o, si no, en el rechazo, es la pérdida definitiva, infernal e irrecuperable de la única oportunidad que nos da esta sola mortal vida.

No es, pues, el alma inmortal de la filosofía, ni la de los hindús, ni la de la "New age" quien pervivirá, sino el yo recreado por la gracia, elevado a la dignidad de hijo de Dios por el bautismo, alimentado en este mundo por la cruz de Cristo, iluminado por la Pascua, fundada su esperanza en el poder y el amor de Dios alcanzados a los hombres por quien es la Resurrección y la Vida.

El, Jesús, el Señor, es quien nos concederá, aún transpirando sangre, enfrentar seriamente el dolor y la muerte, y vivirla, desde ya -en fe, esperanza y caridad- en entrega abnegada a Dios y a los demás.

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