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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2000. Ciclo B

4º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 3, 14-21
De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios".

SERMÓN

Investigadores del Instituto Scripps de California, con la colaboración del Instituto de Genómica de la Fundación Novartis , estudiando la función y alteraciones de 6.300 genes de ancianos y de enfermos de progeria -los que padecen envejecimiento prematuro y acelerado- llegaron a la conclusión de que, al menos 62 de estos genes, eran los responsables de disfunciones tales como graves alteraciones en la mitosis -una de las etapas principales de la división celular- productoras de serias alteraciones en los cromosomas conducentes al desarrollo del cáncer, a males neurodegenerativos, a la elaboración de proteínas presentes en el mal de Alzheimer y en la artritis y, al contrario, a la mengua de una enzima -la COX-2- clave para el funcionamiento correcto de riñones, corazón y ovarios.

Las causas del envejecimiento son pues bastantes más complicadas de lo que hasta ahora se suponía y, no solo significa que se hará sumamente difícil controlarlas, al menos del todo y en los próximos decenios, sino que pone en seria discusión, desde ángulos estrictamente biológicos, el tema de la clonación de gente mayor: con ella solo se lograrían embriones humanos con genes envejecidos de entrada.

El asunto es que, a pesar de los gigantescos esfuerzos de la ciencia y la medicina, de un lado o de otro, por más que pueda prolongarse el tiempo y la calidad de vida de los seres humanos, siempre se constata la existencia de un límite impuesto por la naturaleza y difícilmente controlable. La naturaleza lleva siempre escondido en su interior genes que llevan a la muerte, que aún cuando pudiera extirparse de los genomas humanos, manejan implacablemente a toda la materia del universo llevándolo, en alas de la entropía, al extinguirse final de la energía útil y, por tanto, a la imposibilidad de toda vida.

Sin embargo desde la más remota antigüedad, el hombre pensando que la naturaleza era divina, eterna, inmarcesible -contra los datos hoy evidentes de la ciencia y la intuición única de la Biblia- intentó sacar mágicamente de ella -como hoy lo intenta técnicamente- el don de la vida imperecedera, la inmortalidad.

Multitud de falsas religiones y filosofías anteriores y antepuestas al judaísmo representaron de distintas maneras estas fuerzas de la naturaleza: el padre cielo, la madre tierra, figurados, en sus poderes o en sus partes, por figuras de animales o de hombres o de monstruos mitológicos...

Pero es curioso que una de las representaciones más comunes, precisamente de los poderes vitales de la madre naturaleza y que encontramos en las más disímiles culturas, desde las amerindias hasta las chinas, sea la enigmática y furtiva figura de la serpiente.

Quizá por su misma familiaridad con la tierra al arrastrarse sobre ella; quizá por su descansar en círculos anillados en donde la cola se confunde con su cabeza; quizá por su mudar la piel que daba la ilusión de que renacía de si misma; quizá precisamente por el veneno mortal que era capaz de inyectar a sus enemigos mientras ella misma le era inmune; a lo mejor por su freudiano simbolismo fálico... el asunto es que la serpiente se transformó en emblema de la esquiva inmortalidad y salud que -decían- guardaba como secreto la madre natura. En el entorno bíblico, los faraones llevaban en su tiara, como signo de su prosapia divina e inmortal, la surgente cabeza del ofidio; en el mito mesopotámico de Gilgamesh , dos mil años antes de Cristo, es una enorme víbora la que impide que este conserve los frutos del árbol de la vida reservándola para si; en la leyenda mito de Adapa , al revés, en su ambigüedad es el dios culebra Gizzida quien le ofrece el fruto de la inmortalidad. El rey Gudea de Lagash , para la misma época, llama a la deidad serpiente Ningishzida su protector. Astarté , en Canaan, la tierra ocupada por Israel, lleva como símbolo propio a la serpiente. Se han encontrado amuletos y estatuas de bronce de sierpes en Tell Mubarak y en Timná , al sur de Israel.

Es sabido que, a las puertas del viejo templo de Jerusalén, hasta el siglo VII antes de Cristo cuando la mandó romper el rey Ezequías , se conservaba una serpiente hecha de bronce.

Posteriormente, para explicar su presencia allí, se había tejido la leyenda de que la había fabricado Moisés, como remedio apotropaico a las picaduras venenosas de las víboras que Yhavé había enviado como castigo a las protestas de los judíos en el desierto.

Vds. recuerdan: ante el arrepentimiento de éstos el mismo Yahvé ordena a Moisés que funda en bronce a una serpiente y la coloque sobre un mástil. Y todo el que la miraba quedaba curado.

La leyenda daba así un sentido piadoso a una costumbre y culto ciertamente idolátrico y que había subsistido hasta época muy tardía en Jerusalén, el reinado de Ezequías. Algunos historiadores llegan a decir que la serpiente era la primitiva divinidad que, en el templo de la Jerusalén conquistada por David, adoraban sus antiguos dueños, los jebuseos.

Sea como fuere, la serpiente era ciertamente el dios o la diosa al cual rendía culto supersticioso la hija del Faraón casada con el rey Salomón. Como es para ésta época, siglo décimo antes de Cristo, que se da forma al antiguo relato del pecado primigenio del hombre y de la mujer, fue lógico que el redactor de este mito utilizara la figura de la serpiente como la gran tentadora que lleva al ser humano a querer apropiarse del fruto del árbol del bien y del mal y, por ello mismo, perder el alimento del árbol de la inmortalidad. El hombre buscando su fin en la propia naturaleza queda herido de enfermedad terminal y de progeria.

Pero ya en el relato de Moisés y su serpiente de bronce hay como una contraescena de aquel arcaico relato: a la serpiente, símbolo de lo puramente mundano, que tienta al hombre a que con sus solas fuerzas pretenda arrancar el preciado fruto, se contrapone la figura de una serpiente de bronce fabricada por orden de Dios y que no se puede agarrar, sino mirar, levantando la cabeza, en disposición de recibir el gratuito don de Dios, superador del veneno de las serpientes de aquí abajo.

Es la simbología que ahora retoma Jesús en el evangelio de Juan al compararse con la broncínea serpiente de Moisés levantada en un mástil. Él, Jesús, será el verdadero dador de salud, de vida y de auténtica inmortalidad cuando elevado en el mástil de la cruz.

Porque esa inmortalidad ya no será ingenuamente la prolongación de la vida en esta tierra, como cortamente lo esperaba de Dios Moisés o como, mágicamente, por medio de la serpiente, pretendía obtenerla el hombre primitivo o pretende, mediante la ciencia y la técnica, hacerlo el hombre de hoy -aún en nuestros días la serpiente sigue siendo, al igual que en los tiempos de Esculapio, símbolo de laboratorios y farmacias-. La vida que ofrece Jesucristo es la Vida que es origen de toda vida, la vida de Dios, la vida eterna, que está mucho más allá de esta biología humana que tarde o temprano lleva a la muerte. Por eso, precisamente, será la entrega que hace Cristo de esta vida perecedera, asumida en cruz y rompiendo su límite, la que le alcanzará ser elevado a la vida inconmutable y verdadera.

No es un descubrimiento moderno que el genoma de lo puramente humano lleve escrito, en su vocabulario de ADN, 62 genes de muerte. Lo sabía el hombre desde siempre representando a la vida mediante la serpiente -áspid, cobra, coral- con su veneno mortífero y que, por más que la adoremos y nos adorne la frente al modo de Cleopatra, termina invariablemente hincándonos su letal mordedura.

Si quedamos encerrados en los meandros, anillos y círculos de esta vida ya sabemos que el ineluctable final será el morir. Solo si más allá de nuestra naturaleza, de nuestro genoma, levantamos la mirada hacia Dios que se nos entrega en su Hijo único, podemos arrancarnos, salvarnos, de nuestro destino fatal. Porque " Él nos amó tanto que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna ".

Para eso hay que creer, es decir hacer nuestro el don de Dios, en respuesta de aceptación y de amor. Asimilando la programación genética, el ADN de su Palabra en nuestra mente y nuestro corazón. La vida que Dios quiere darnos no se inyecta como una transfusión de sangre, ni como la ponzoña de la cobra, sino que se recibe en lo íntimo de la persona, allí donde podemos abrirnos a los demás, en nuestro entender y amar. Sin esa abertura de nuestra mente y nuestro querer a Jesucristo, el Verbo, en la aceptación de la fe, el don de Dios no puede, ni de milagro, transformarnos. Por eso, el que no cree, permanece encerrado para siempre en los límites de su naturaleza mortal.

Porque el hombre no es inmortal de nacimiento, solo por gracia. El que termina sus días sin la gracia que lo conecta a la vida, perece para siempre, ahogado en el veneno de la serpiente, llevado por los genes de muerte del mundo, de lo natural.

Por eso " el que no cree " por más que " Dios no envió a su hijo para juzgar al mundo, sino para salvarlo ", " ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios ". Porque ha elegido la vida del mundo, se traga su veneno. Porque, para no encandilarse, no abre sus ventanas a la luz, prefiriendo a ella las penumbras de su mezquino reino, perece en las tinieblas.

La Iglesia ha elegido esta lectura, mediada ya la Cuaresma, para insistir en el sentido de este tiempo preparatorio a la Pascua. La austeridad que supuestamente estamos viviendo en estas semanas es precisamente señal de ese control que debemos tener sobre esta naturaleza normalmente ávida de exigencias, pero que, ya sabemos, a la larga termina siempre por mordernos con sus genes, con sus toxinas de muerte.

Por arriba de todo ello, el cristiano, tanto en las alegrías como en las penas, ha de levantar la cabeza, en fe y amor, al árbol de la cruz. Es allí, no en el árbol de esta vida en el cual está enroscada siempre la serpiente, donde podemos alimentarnos -mediante la cena del Señor- del auténtico fruto de la inmortalidad.
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