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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1976. Ciclo B

4º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 3, 14-21
De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios".

SERMÓN

Luz y tinieblas; amanecer y crepúsculo; visión y ceguera; sabiduría e ignorancia. ¿Quién no elegirá la luz, el amanecer, la visión, la sabiduría? Y, sin embargo, dice el Evangelio: “los hombres prefirieron las tinieblas a la luz”.

Pero ¿acaso es esto tan extraño? Claro, nuestras primeras asociaciones ante la palabra ‘tinieblas’ es la de los oscuros miedos de nuestra niñez que poblaban de ‘cucos’ y amenazas desconocidas nuestros dormitorios cuando se apagaba la luz. Las horas en que, en las películas de terror, sale Drácula de su féretro y apenas alcanza la luna a iluminar levemente sus colmillos afilados. Las horas en que cualquier ruido se transforma en pisadas de fantasmas, de enemigos, de aleteantes espíritus.
¿A quién le va a gustar volver tarde, solo, a su casa, en los barrios de faroles mortecinos o apagados; quedarse sin nafta en la ruta a medianoche; sufrir inoportuno corte de luz?
¿Quién será tan tonto de preferir las tinieblas a la luz, al sol cálido y luminoso sobre la playa y el mar, a las vacaciones pintarrajeadas de arcoíris en las montañas, a flores y mariposas iluminadas transmitiendo serenidad y color?
Sí. ¿Cómo es que ‘prefirieron las tinieblas a la luz’?

Y es que, quizá, las cosas no sean tan simples y no siempre la luz se da del brazo con la alegría; y la oscuridad con la tristeza y el miedo. Porque, al fin y a la postre, la luz no hace sino iluminar la realidad; y la realidad –todos lo sabemos‑ está formada de cosas buenas y malas, bellas y horribles, atractivas y repugnantes.
Y ¿qué será mejor, frente a lo horrendo: la luz o la obscuridad? ¿No cerramos espontáneamente los ojos frente a lo que nos asusta o nos asquea?
Y ¿qué adolescente no ha gozado profundamente alguna vez los instantes de oscuridad previos al sueño, en que la fantasía, sin la traba prosaica de la realidad, podía dar rienda suelta a sus imaginaciones? ¿Quién no ha sido, entonces, en lo oscuro de su dormitorio, iluminado por sus deseos e ilusiones, el héroe que salvaba a la chica de sus sueños de los peligros más enormes? ¿O el que, en la realidad injustamente retado por sus padres, o despreciado, cargado, impotentemente, por sus compañeros o por el más fuerte de la clase, en sus fantasías se escapaba de casa y se hacía famoso lejos de su hogar o, de un día para otro, volvía al colegio y con una mano como la del hombre nuclear ponía en vereda a todos los compadritos de su división, sobre todo al grandote. ¿Quién no prefería esos sueños, en la oscuridad, que la realidad de sus limitaciones frustrantes a la luz del despertar?

Nunca olvidaré en Génova, en el puerto, las mujeres públicas que, bajo las recovas, solicitaban a los que bajaban de los barcos. Y, allí, ‑el peor lugar de la ciudad porque al final de su carrera‑ ofreciendo su triste mercancía desde los rincones más oscuros, desde las sombras más densas, evitando cuidadosamente cualquier luz que pudiera iluminar sus caras ajadas, entristecidas, infinitamente viejas, pintadas como máscaras.

No: la luz exalta el valor de las cosas buenas y bellas, pero hace aparecer en toda su crudeza lo sucio, lo feo, lo vil.
¿Cómo no vamos a preferir tantas veces no mirar, no ver, no entender, refugiarnos en el mundo de nuestras quimeras, de nuestras mentiras, de nuestros maquillajes, que enfrentarnos transparentes con la cruda realidad?

Y el mundo moderno ya ni siquiera necesita de las verdaderas tinieblas para enceguecernos y quitarnos la luz. Posee otras formas de oscuridades verdaderas, desde la televisión, que suple nuestras ensoñaciones nocturnas y nos aliena en el mundo fantasmagórico de su pantalla fluorescente, hasta las mentiras de todo tipo –bagaje ideológico de nuestra era‑ que justifican y bautizan, disfrazándolas, todas nuestras debilidades. Desde una novelística, cinematografía y prensa que hacen aparecer normales y cotidianas todas las aberraciones e indignidades, hasta filosofías y pseudociencias que legitiman lo que es inicuo o, sencillamente, pecado. Nuestra envidia y resentimiento frente a los mejores y más capaces, los enmascara de deseo de justicia social. Nuestra rebeldía y orgullo frente a cualquier autoridad, a cualquier norma, a cualquier superioridad, de deseo de autenticidad, de libertad. Nuestros oscuros impulsos pasionales los camufla de amor o de legítima expansión de la libido.
Allí están Freud y Marx, psicólogos y doctores, revistas y cine, ofreciendo justificación a nuestras lacras, a nuestros egoísmos, a nuestras mezquindades. ¿Quién no va a preferir que le digan, en lugar de “Vd. tiene una capacidad limitada, mediocre”, “Vd. es un explotado”; en vez de “Vd. es un incontrolado lujurioso”, “Vd. es un hombre sin complejos ni tabúes”? En lugar de “Vd. tiene que trabajar”, “Trabaje lo menos posible, aquí tiene su Ley de Contratos de Trabajo”; en vez de la pobre Argentina que tenemos todos que arreglar fatigosamente, “la Argentina potencia”. Vociferar “en la Argentina basta confiscar los bienes de los ricos, sacarle la lengua a los imperialistas, hacer una declaración de independencia económica y tocar el bombo, para estar en el mejor de los paraísos”.
Y, si uno pudiera vivir indefinidamente en el sueño y la mentira, claro que valdría la pena apagar la luz ¿para qué mirar los problemas, las desgracias, las limitaciones? ¡Meter la cabeza en la madriguera como el avestruz! ¿Para qué llamar las cosas por su nombre feo si podemos usar eufemismos para ataviarlas?

Pero, lamentablemente, aunque nos queramos engañar, aunque la disfracemos, aunque la maquillemos con slogans y propaganda, la realidad sigue su curso ineluctable. Y el mal, aun cuando lo llamemos bien, sigue carcomiéndonos y corrompiendo la sociedad y el hondón de nuestras personas.

No. Las llagas, aunque repugnen, debemos mirarlas, y ningún cirujano puede operar sin luz.
Aunque nos duela, mejor ver para poder curar o enfrentar con cristiana dignidad, que cerrar los ojos y el cáncer nos consuma

Cristo es la Luz ¿y quién no ha sentido, frente a la luz del evangelio, la conciencia de su propia pequeñez, de sus egoísmos, de sus pecados? ¿y cuántas veces hemos pasado rápidamente, o sin querer entender, las hojas que señalaban nuestros defectos, o aquellas que nos parecían demasiado exigentes, negándonos a ver, negándonos a camíbar?

¡Oh luz de Jesús que nos haces daño porque nos encandilas, porque nos exiges, porque nos apuras, porque nos llamas! ¡Vengan mejor las tinieblas cómodas de nuestras excusas, de nuestras interpretaciones personales, de nuestra conciencia laxa, de los predicadores complacientes, de nuestro instalado orgullo, del evangelio aguado!
Y déjame continuar con mis sueños, con mis justificaciones y autoengaños, contemplando en las sombras mi rostro maquillado. No sea, Señor, que me vea finalmente como soy, a Tu luz, y tenga que cambiar.

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