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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1996 Ciclo A

3º domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Juan 4, 5-42
Llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de las tierras que Jacob había dado a su hijo José. Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: "Dame de beber". Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos. La samaritana le respondió: "¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?". Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos. Jesús le respondió: "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: 'Dame de beber', tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva". "Señor, le dijo ella, no tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde sacas esa agua viva? ¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob, que nos ha dado este pozo, donde él bebió, lo mismo que sus hijos y sus animales?". Jesús le respondió: "El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna". "Señor, le dijo la mujer, dame de esa agua para que no tenga más sed y no necesite venir hasta aquí a sacarla". Jesús le respondió: "Ve, llama a tu marido y vuelve aquí". La mujer respondió: "No tengo marido". Jesús continuó: "Tienes razón al decir que no tienes marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido; en eso has dicho la verdad". La mujer le dijo: "Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en esta montaña, y ustedes dicen que es en Jerusalén donde se debe adorar". Jesús le respondió: "Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad". La mujer le dijo: "Yo sé que el Mesías, llamado Cristo, debe venir. Cuando él venga, nos anunciará todo". Jesús le respondió: "Soy yo, el que habla contigo". En ese momento llegaron sus discípulos y quedaron sorprendidos al verlo hablar con una mujer. Sin embargo, ninguno le preguntó: "¿Qué quieres de ella?" o "¿Por qué hablas con ella?". La mujer, dejando allí su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: "Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que hice. ¿No será el Mesías?". Salieron entonces de la ciudad y fueron a su encuentro. Mientras tanto, los discípulos le insistían a Jesús, diciendo: "Come, Maestro". Pero él les dijo: "Yo tengo para comer un alimento que ustedes no conocen". Los discípulos se preguntaban entre sí: "¿Alguien le habrá traído de comer?". Jesús les respondió: "Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra. Ustedes dicen que aún faltan cuatro meses para la cosecha. Pero yo les digo: Levanten los ojos y miren los campos: ya están madurando para la siega. Ya el segador recibe su salario y recoge el grano para la Vida eterna; así el que siembra y el que cosecha comparten una misma alegría. Porque en esto se cumple el proverbio: 'no siembra y otro cosecha. Yo los envié a cosechar adonde ustedes no han trabajado; otros han trabajado, y ustedes recogen el fruto de sus esfuerzos". Muchos samaritanos de esta ciudad habían creído en él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: "Me ha dicho todo lo que hice". Por eso, cuando los samaritanos se acercaron a Jesús, le rogaban que se quedara con ellos, y él permaneció allí dos días. Muchos más creyeron en él, a causa de su palabra. Y decían a la mujer: "Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo".

SERMÓN

Cualquier lector de los primeros libros de la Biblia, se dará cuenta de que la fe común en Jahvé, el Dios de Israel, único Dios, no supuso al comienzo un único santuario. De hecho el Pentateuco menciona a varios: Siquem, Betel , Guilgal , Gabaón , Silo y, luego, muchos más. Un poco como nuestras propias iglesias y capillas. Es verdad que, cuando Israel comienza a reconocerse como pueblo, siempre considera santuario más importante aquel en donde se conservaba el arca de la alianza, por ejemplo, Betel, en una época. Es recién después de David y Salomón, al instalarse el arca -y el rey- en Jerusalén, cuando su templo, sin demasiada tradición anterior, empieza a tener importancia. De todos modos, solo comenzó a pretender el monopolio total del culto en época del Rey Josías , cuando ya había sido destruido el reino del Norte y Josías necesitaba realizar una intensa obra de unificación de su pueblo para poder, contra asirios y egipcios, mantener la independencia e identidad nacional.

Cuando algunos residuos de las tribus del reino del Norte, cuya capital era Samaría, fundada por el rey Omrí, aniquilado por Sargón II , empezaron a levantar cabeza, siguiendo las viejas tradiciones, edificaron un templo en el monte Garizim y negaron a Jerusalén el derecho al monopolio cultual. El monte Garizim era, según ellos, el lugar del antiguo y prestigioso Betel, y a la vista del llamado pozo de Jacob. Todavía en nuestros días subsiste una comunidad samaritana con unos pocos centenares de individuos que se reunen para pascua al aire libre, en el monte Garizim, donde ya el templo no existe más, destruído por Juan Hircano en el 129 antes de Cristo. Muy cerca de allí se ve hoy una vieja iglesia de la época de las cruzadas, muy restaurada, en cuya cripta se conserva supuestamente el pozo de Jacob y del encuentro de Jesús con la Samaritana. Lo que se ve hoy de ese pozo, arqueológicamente pertenece a época romana.

Pero de hecho el antiguo testamento no habla de ningún pozo de Jacob. Lo del pozo de Jacob pertenece más a tradiciones judías de la época de Cristo que a datos fidedignos de la historia. Y, en realidad, más que un lugar preciso ya se había transformado, en tiempos de Cristo, en una figura teológica, en una alegoría.

Todo nace en los hechos legendarios del Éxodo, -uno de cuyos episodios hemos escuchado recién en la primera lectura- y que ya estaba escrito como un relato ejemplar de cualquier camino de liberación, en donde todo avanzar hacia la superación conlleva momentos áridos y penosos y la tentación constante de volver a la situación anterior. "¡Nos has hecho salir de Egipto para morir de hambre y de sed en el desierto!" clama desalentado el pueblo. Ese desierto que siempre hay que atravesar para llegar, para crecer, conseguir el objetivo, conquistar la prometida tierra.

Y también, como en el domingo pasado en el episodio de la transfiguración, el consuelo divino, el refrigerio, el agua que mana de la roca para apagar la sed y el desaliento.

En los comentarios de los rabinos que circulaban en época de Jesús -y a los cuales alude Pablo en su primera epístola a los Corintios (I Cor 10, 1-3)- esa roca, transformada en pozo, en manantial, en don de Dios, siguió al pueblo en todo su camino. Así canta un Targum: "Sube, sube, pozo. Y el subía... y escaló con ellos las montañas altas, y bajó con ellos a los valles. Y pasando por toda la tierra de Israel, a todos daba de beber y a cada uno en la entrada de su tienda. Y el agua brotaba y desbordaba, incluso por encima del brocal del pozo. Surge agua, mana agua en abundancia para la sed de tu pueblo".

Esa roca o pozo se identificaba misteriosamente con el pozo de Jacob. Son estas leyendas las que están en el trasfondo de la conversación de Jesús y la samaritana.

Un texto samaritano del siglo IV dice: "la ley es un pozo de agua excavado por el gran profeta, el agua que allí hay procede de la boca de la divinidad... ¡Bebamos de las aguas que hay en los pozos"

Pero Jesús, en esta conversación, va más allá de todo sentido simbólico del viejo testamento: el no está hablando de un agua que de fuerzas para continuar el camino de cualquier liberación o búsqueda de perfección; mucho menos de un agua material; pero tampoco del agua de la instrucción de la ley o la torah que sirven al orden entre los hombres y a la recta conciencia ante Dios. Jesús habla de mucho más: el camino de su Pascua, la bandera de su liberación, no lleva a ninguna utopía de este mundo, ni serenidad yoga, ni salud temporal, sino que nos arrastra al vértigo alucinante de la vida eterna, a la eterna salvación, al sempiterno coloquio del amor de Dios.

Pero eso es algo de lo cual apenas tiene sed el hombre. El hombre tiene sed de Coca Cola, de ambiciones mundanas, de felicidades temporales, de salud brindada por Bagó, Ciba, Merck y Parke Davis... ¿quién podrá descubrir en el fondo de todas esas sedes la apagadísima conciencia de nuestra sed de Dios?

Por eso el diálogo de Jesús comienza no con la sed de la samaritana, sino con la sed de Jesús: "Dame de beber ". Esa sed de Jesús que culmina conmovedoramente en su "¡Tengo sed !" de la cruz.

Sed de nosotros, si, sed de tí, sed de mi... No se trata de nuestra sed, se trata de la sed que Dios tiene de vos... La iniciativa es siempre de Dios, de su sed de amor, de su querer que lo amemos para así poder salvarnos, llenarnos de los dones de su amor...

Porque nuestra sed, nuestras pobres ganas humanas no alcanzan para aspirar al don de Dios, somos demasiado pobres de deseos, estrechos de miras, cortos de verdaderas ambiciones, mezquinos de apetencias, acostumbrados a los manjares y bebidas inferiores de este mundo, como para poder aspirar a Él como corresponde. Por eso no sirve nuestra sed, es el "tengo sed" de Jesús el único capaz de hacer de nosotros hombres de esperanza, buscadores de santidad, oteadores de horizontes plenos de belleza, aventureros del desierto, cruzados, detrás de la tierra prometida.

Y cuando esa sed de Jesús, en oración y sacramentos, se hace verdadera sed en nosotros, paradójicamente -muertos de sed- nos transforma también en fuentes capaces de ayudar a suscitar y apagar la sed de los demás. " El agua que yo le daré se convertirá en él en fuente que brota hasta la vida eterna ".

La marcha del cristiano, el orden cerrado de batalla a través del desierto, el abandono de Egipto y su vida muelle y sus costumbres corruptas y sus vicios fáciles y su consumo abundoso y sus espectáculos y sus hetairas... Y, a cambio, el sudor del caminante, el sol que quema, el frío nocturno que entumece, el desaliento que abate, el recuerdo y reclamo constante de lo que se deja...

Y allí, entonces, el agua que surge del corazón robusto del cristiano que bebe del agua de Cristo: el altar, el sacramento, la compañía del hermano y del camarada, la oración empecinada, el ejemplo del santo, cada cristiano en serio convertido en agua viva para sus hermanos...

Y puede serlo porque ahora algo más que lo humano se hace uno con nosotros: la gracia de Dios, la vida divina, el Espíritu santo. De allí que, ante la obtusidad de la samaritana que sigue desviando la conversación al inútil enfrentamiento entre el templo de Jerusalén y el Garizim, Cristo le responde que la presencia viva de Dios no dependerá del cemento armado, ni de las cúpulas, ni de los minaretes, ni de los campanarios, sino de la infusión del espíritu de Dios en los cristianos. Ese espíritu que nos transforma en hijos y por eso nos hace llamar a Dios ¡Padre!: " porque llega la hora, y ya ha llegado, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad ".

Es ese espíritu el que debemos tratar, en esta cuaresma, se reavive en nosotros; impregnados del agua de Cristo, transformados nosotros mismos en templos y fuentes de agua para los demás, en un nuevo empeño para salir de nuestros apegos y nostalgias de Egipto y, apremiados de amor a Dios, partir al desierto, a la conquista del Reino, hacia la Pascua.

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