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Sermones de Cuaresma

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1981. ciclo A

2º Domingo de Cuaresma

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 17, 1-9
Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". 5 Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: "Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo". Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: "Levántense, no tengan miedo". Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos".

SERMÓN

Cuando Santa Teresa de Ávila llega a sus quintas ‘moradas' de ese su libro en donde describe, uno a uno, los grados de oración, advierte allí –como en otros muchos lugares donde tiene que obligarse a escribir sobre experiencias de índole místico- la total ineptitud del lenguaje para describirlas. “ Creo –dice- fuera mejor no decir nada, pues no se ha de saber decir ni el entendimiento lo sabe entender ni las comparaciones pueden servir de declararlos, porque son muy bajas las palabras para este fin ”. Esta dificultad resuena ya en los labios del mismo San Pablo cuando, en tercera persona, relata su propio encuentro místico con Dios. Si Vds. recuerdan, hablando de sí mismo, dice: “ Pues vendré a las visiones y revelaciones del Señor. Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años –si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre –en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar ( 2 Cor 12, 2)”.


San Juan de la Cruz

Lo mismo San Juan de la Cruz, tan preciso, tan escolástico en todo lo demás, en sus poemas ‘Noche oscura' , ‘Cántico espiritual' y ‘Llama de amor viva,' que se refieren a la unión del alma con Dios debe renunciar al lenguaje común, literal, y volcarse a la pura poesía. Cuando esto intenta verterlo a la prosa en sus obras “ Subida al Monte Carmelo ” y “ Noche oscura del alma ”, dice “ ¿Quién podrá escribir lo que a las almas enamoradas donde Él mora hace entender? Y ¿quién podrá manifestar con palabra lo que las hace sentir? Y ¿quién, finalmente, lo que las hace desear? Cierto, nadie lo puede; cierto, ni ellas mismas, por quien pasa, lo pueden: y con figuras, comparaciones y semejanzas, antes rebosan algo de lo que sienten y de la abundancia del espíritu vierten secretos y misterios que con razones lo declaren ”.

Así pues, no con razones –dice San Juan de la Cruz- sino con figuras, comparaciones y semejanzas pueden hablarse de estas cosas. De allí que en el “Cántico espiritual ” un gran comentario poético él mismo a las “Canciones entre el alma y el esposo ” no encontraremos a la manera de un tratado de psicología o de moral o de matemáticas, definiciones, fórmulas, descripciones fenoménicas precisas, sino imágenes, símbolos, sugerencias, comparaciones. Como apuntando, a través de la superficie de lo conocido, a una realidad recóndita e inefable que el hombre no puede palpar, mirar, ni definir, solo vivir y, luego, no poder expresar, solamente sugerir, señalar.


Giovanni Bellini. Transfiguración . c. 1460.

Algo de eso es nuestro relato de hoy de la Transfiguración. Una experiencia real, ciertamente, histórica, de los discípulos con respecto a Jesús; pero inefable, indescriptible en categorías prosaicas, cotidianas. De allí que esta experiencia haya sido transmitida por los evangelistas en una especie de pintura poética, por medio de imágenes, de símbolos, casi todos ellos sacados de la simbología véterotestamentaria.

Así como san Pablo describe su propia experiencia como un ‘arrebato' al tercer cielo y Santa Teresa como un acceso cada vez más interior a sucesivas ‘moradas' de un castillo y San Juan de la Cruz como el ‘escalar de un monte', aquí se describe a Jesús y a sus discípulos ‘subiendo a una alta montaña'.

Los peregrinos cristianos de los primeros siglos, tratando de ubicar geográficamente todas las escenas descriptas por los evangelios, aún las simbólicas, identificaron luego ese lugar con el monte Tabor. Pero el Tabor no tiene nada de alto y no es mencionado por el evangelio. Es como tratar de ubicar ‘la alta montaña' desde la cual el demonio, el domingo pasado, muestra a Jesús ‘todos los reinos del mundo'.


Monte Tabor

Se trata pues, probablemente -como también la del Sermón de la Montaña- de una montaña alusiva que, a la vez que incluye el simbolismo propio de toda montaña, las ‘alturas' cercanas al cielo, cercanas a Dios –recuerden Vds., en el AT, como Moisés y Elías se encuentran con Dios en ‘alturas', en ‘montañas'- al mismo tiempo –al menos en la intención de Mateo- quiere asociarse al recuerdo del Sinaí, indicando a Jesús como el nuevo y definitivo Moisés, dador de la Ley nueva y última.

Experiencia de ‘alturas' de la cual es incapaz la multitud ignara y pedestre que queda en el llano. Experiencia que solo viven un grupo de discípulos escogidos: Pedro, Santiago y Juan. Nombrados con toda intención uno a uno, personalmente. Porque estas cosas superiores no se viven sumergidos en el mundo ni siguiendo el movimiento de las masas y las apetencias groseras de las mayorías, ni en el moverse y negociar cotidiano. Hay que apartarse. Hay que ‘subir'. Hay que ‘elevarse'. Hay que ser persona.

Allí sí, fuera de la poquedad de lo corriente, de lo común, de lo que hace todo el mundo, Cristo se transfigura.

La brillante claridad que rodea a Jesús recuerda el resplandor del rostro de Moisés después de la revelación del Sinaí y que obliga a éste a velar su cara (Ex 34, 33). Allí, en el silencio de la oración, en la intimidad de la soledad, ese hombre extraordinario, sabio y bueno del cual oímos hablar en los evangelios y que representamos en nuestros crucifijos y ‘sagrados corazones' casi como un personaje de historia antigua, pasado, se transforma, de pronto, en la manifestación viva, eficaz y resplandeciente del Dios que se vuelve Presencia y Exigencia en nuestras vidas.

Allí están Moisés y Elías , figuras simbólicas que representan respectivamente la Ley y los Profetas. Dos términos que se utilizan en la Biblia para designar toda la colección de los libros del AT y, en consecuencia, la Revelación de Dios a Israel. Jesús se une a ambos, como la plenitud superadora de la Ley y los Profetas.

También nosotros, algún día, podemos darnos cuenta, en el silencio, la altura y la intimidad de la verdadera oración, de que todo lo que aprendimos de moral, todo lo que nos mandaron o prohibieron, todas nuestras determinaciones de conciencia, todos nuestros dogmas y saberes, se resumen y plenifican en ese Jesús que se nos aparece, vivo, delante y adentro, y a quien sencillamente tenemos que conocer cada vez más, imitar y amar. Eso es ser cristiano.

Las tres tiendas que quiere levantar Pedro -¡pobre Pedro!- aluden a la fiesta judía de los Tabernáculos. Fiesta que conmemoraba la estancia de los israelitas junto al Horeb, mientras recibían la revelación de la Ley por medio de Moisés. Esa Ley que no era sino la manifestación al hombre del querer, de la palabra de Dios.

Aquí no se trata de una nueva Ley, de más palabras. Se trata de la presencia plena, ya no a través de palabras, del mismo Dios amor. Ese encuentro que, más allá de nuestras oraciones llenas de palabras y pensares, de nuestras meditaciones, de nuestros pedidos, se transforma, de pronto, en la explosión del encuentro, de la mirada enamorada, de la mano apretada, del querer estar juntos y no separarnos más.

La nube luminosa es símbolo, en el AT, de la presencia divina, la ‘ Shekiná' . Dios declara la Ley a Moisés, según el Éxodo, desde una luminosa nube. Desde una nube brillante, ahora exclama: “ Este es mi Hijo muy querido, escuchadle ”. La experiencia -la abrumadora experiencia- de que ese Jesús a quien tan familiarmente hablo y, hasta, a veces, tan distraídamente, es mucho más que lo humano que de Él me atrae, de lo sentimental, de lo admirable, de lo profundo. Es la transparencia encandilante del Dios Majestad, del Dios Eterno, a quien se me hace imperioso adorar, caer rostro en tierra, obedecer. “¡ Escuchadle !.”

Desde esa experiencia absorbente, quemante, pero aislada, Dios nos despierta, Dios nos saca. No estamos preparados aún para levantar las tiendas definitivas en el resplandor de Su Luz. Aquel momento de oración quedó en nuestra memoria como una experiencia sobrecogedora y dinamizante, pero solo recuerdo, resonancia lejana, eco.

Ahora vemos a Jesús solo. Con su carne sufriente de hombre.

Ahora tenemos que volver, regresar, bajar del monte. Sumergirnos en el llano porteño, con añoranzas de montaña, con tentaciones de ciénaga, acompañando, con nuestra pequeña estatura de hombres, a ese Jesús que parece también solamente hombre, por los caminos llenos de cuaresmas de este mundo, destino final ‘Jerusalén', en donde, ascendiendo la última montaña, la del Calvario, podremos plantar por fin nuestras tiendas, nuestra ‘morada', para siempre, en la blanca perenne aurora de la Resurrección.

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