Sermones de CRISTO REY
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1992. Ciclo C

NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

(GEP 29-11-92)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 23, 35-43
En aquel tiempo: El pueblo y sus jefes, burlándose de Jesús, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!» También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!» Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de los judíos» Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros» Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Rein.» El le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso»
SERMÓN

Uno de los aniversarios que han pasado desapercibidos este año ha sido el de las masacres que, precisamente entre septiembre y noviembre de hace doscientos años, bañaron en sangre a Francia. Entre ellas la muerte de las carmelitas de Compiègne y la de los 140 sacerdotes y tres obispos masacrados a hacha y bayoneta en el monasterio del Carmelo de Paris. Se envía la noticia a todos los departamentos: "La Comuna de París informa a sus camaradas de los distintos distritos que una parte de los feroces conspiradores detenidos en prisión han sido ejecutados por el pueblo. Esperamos que toda la nación se apresurará a imitar nuestro ejemplo"1 Es el comienzo de la liquidación sin juicio de miles de católicos, sin hablar de los 600 mil inmolados por los ejércitos republicanos comandados por La Hoche y Kléber en el oeste de Francia, en la Vendée, donde a la brutal Marsellesa responden los al­deanos con el himno católico "Vexilla Regis": "Vexilla Regis pródeunt, / fulget crucis mystérium, / qua vita mortem pértulit, / et morte vitam réddidit " ("Los estandartes del Rey avanzan, / fulgura el misterio de la cruz / donde la vida sufrió la muerte / y por la muerte nos dio la vida"). En realidad las milicias vandeanas enarbolan un estandarte blanco con los lises de Francia y la figura del Corazón de Jesús. (Aquí hay que decir, a favor de Napoleón, todavía en los inicios de su carrera, que se negó a comandar los ejércitos que debían consumar tan brutal exterminio.)

Es en estos días, también, de hace doscientos años, cuando el santo Rey Luis XVI, "el ciudadano Luis Capeto", como ya le llaman, se encuentra definitivamente preso en las Tullerías. El 21 de Septiembre se había declarado abolida la monarquía, al día siguiente de la llamada victoria de Valmy. En realidad allí, las tropas prusianas -coman­dadas por el duque Carlos de Brunswick, sobrino del Gran Maestre de la Logia Masónica de la Estricta Observancia y que se saluda con los comandantes franceses intercambiando contraseñas masónicas- se habían retirado sin presentar batalla.

El 11 de Diciembre, Luis XVI aparece ante el tribunal de la Convención, acusado de alta traición. El diputado Dubois Crancé quería que se lo acusara claramente de haber dicho que si recobraba la auto­ridad restablecería el culto católico. Serré, otro diputado, se niega: "Pido que no se hable para nada de culto, a menos que quieran que un día lo canonicen"2. Con esta frase Serré devela el significado profundo del suplicio de Luis XVI, que morirá ciertamente como mártir de la fé católica.

Así pues, el 21 de Enero del 93, a las 10 horas y 22 minutos de la mañana, marca una fecha histórica en la marcha del mundo, cuando cae el tajo de la guillotina y Luis XVI consuma su sacrificio.

No se trata de la forma de un gobierno la que ha caído. Se trata de un hito que señala un cambio metafísico en la concepción del hombre y de la política.

Quizá el sentido último de estos hechos hay que buscarlo el 7 de Octubre de 1792, cuando el pastor protestante Rühl, diputado de la convención, llega a Reims con un puñado de facinerosos, profana el al­tar, destruye las imágenes y, tomando la "santa Ampolla" con el crisma, la arroja al suelo y la hace añicos.

Esa "santa Ampolla" -la sainte Ampoule - o "santo Frasco", que es la clave de todo este asunto, tenía su larguísima y legendaria histo­ria.

En la noche de Navidad del año 496, Clodoveo, rey de los francos, después de una victoria sobre los germanos, decide bautizarse con tres mil de los suyos. San Remigio, arzobispo de Reims, comienza la ceremonia. Al llegar el momento de la crismación, el acólito que tiene el aceite consagrado no puede avanzar y, de pronto, al alcance de la mano del arzobispo, aparece una paloma blanca sosteniendo en el pico una ampolla de crisma que inunda con su perfume toda la nave del templo. Será con este crisma celeste que Clodoveo es crismado y luego consagrado rey.

Desde entonces todos los reyes de Francia serán consagrados en Reims con el crisma de la "sainte Ampoule". Costumbre tanto más privi­legiada cuanto que el ritual de coronación de los reyes prescribe para la unción real el "óleo de los catecúmenos"; solo al de Francia era permitido por Roma ser ungido con el "crisma", mezclado siempre con unas gotas del de la santa Ampolla. De tal manera que el rey de Fran­cia era considerado en la cristiandad en un 'status' especial y aún el emperador, que era coronado en Roma por el Papa con óleo de los catecúmenos, le tenía una especial consideración, y respetó siempre su in­dependencia. Es por ello que la revolución anticristiana elige, como víctima propiciatoria y símbolo de su alzamiento contra Cristo, a la cabeza del Rey de Francia. Y es por eso que hoy lo recuerdo, aunque aparentemente esta historia poco tenga que ver con nosotros.

Porque esta unción no convertía al rey -ni mucho menos- en un déspota que pudiera hacer lo que quisiera en su reino. La autoridad con la cual Dios lo ungía en la consagración era todo lo contrario a las autoridades modernas: era derivada y dependiente. Según costumbre, en la consagración en Reims, los asistentes voceaban, después de que el rey se ciñera la corona: "¡Viva Cristo, rey de Francia! ¡Viva el rey de Francia, lugarteniente de Cristo! 3"

Es la abolición de este espíritu de subordinación a la ley de Dios y de su Cristo y no estrictamente la abolición de la monarquía lo que causa el terremoto moral de la Revolución Francesa.

En realidad la revolución se había consumado ya el 23 de Junio de 1789 cuando los diputados de los Estados Generales, convocados por el Rey pero manejados por las logias, se autoproclaman Asamblea nacional constituyente, y ya no en nombre de Dios sino en nombre de la voluntad general, se atribuyen el poder de legislar omnímodamente. A partir de allí la tarea del rey no será sino la de ejecutar sus órdenes y manda­tos. Cuando el 27 de Junio, presionado por las circunstancias, Luis XVI se da por enterado y acepta la situación, deja automáticamente de ser rey y pasa a ser un mandatario del pueblo. De lugarteniente de Cristo, se transforma en lugarteniente de la voluntad general. Ya está rota la santa Ampolla; ya está Luis Capeto inconscientemente caminando hacia la guillotina que lo espera cuatro años después.

Detrás pues de lo históricamente anecdótico de estos acontecimientos trágicos, se juega toda una concepción del mundo y del hombre: es la reivindicación pagana de los derechos del hombre enfrentado con Dios. Es la antigua soberbia de Adán, tentado por la serpiente a declararse autónomo y fuente de toda moralidad y toda ley y negándose a la filial obediencia al Creador. Es el hombre intentando por sus pro­pias fuerzas y sus propias luces alcanzar la divinización, la utopía, el paraiso, la felicidad. Rechazando la gracia, la luz y la salvación que vienen de Dios y que se nos dan en Cristo, Dios y hombre verda­dero: el hijo de María por el cual se nos han abierto las puertas del verdadero cielo, no del que pretenden construir babélicamente aquí abajo los hombres.

El derecho cristiano limitaba el poder de la autoridad en el sometimiento a la ley de Dios. Los mandamientos y los fueros de las co­munidades y de los gremios no podían ser conculcados legítimamente por ninguna autoridad humana. Cuando la revolución francesa destrona, no al Rey, sino a Dios y a Cristo, de la política, y reivindica para el hombre toda autoridad y toda ley, planta en la sociedad humana las se­millas de cualquier absolutismo y cualquier tiranía. Basta que grupos, partidos o dictadores se declaren u obtengan por cualquier método el título de voceros o mandatarios de la voluntad del pueblo, para que, sin absolutamente ninguna cortapisa ni límite, puedan decidir y hacer lo que les plazca sin frenos legales ni morales.

Sin Dios no hay moral y sin moral no hay más cauce que el que imponga el o los que dicen ser depositarios del mandato popular o del espíritu de la democracia.

La inseguridad jurídica no nace del defecto de las leyes, sino de la falta de una norma inapelable que preste su fortaleza a todas las demás y que esté más allá del arbitrio de los hombres y de los votos. Y ¿quien encontrará jueces y magistrados probos si no tienen claro que no se puede servir al mismo tiempo a Dios y al dinero; y si no manejan leyes que surjan de Dios, sino de las componendas de los partidos y las presiones de los lobbies y de las ambiciones electorales? ¿A quien podrán importarle en serio semejantes ordenanzas cuando colisionen con los interese propios?

¿Quién respetará una ley que hoy declara que algo es malo, pero que mañana, porque sale un decretazo o porque se les ocurre votar lo contrario a los diputados, se declara bueno?

La revolución francesa no ha sido solo el cambio de la monarquía por la democracia. La monarquía puede ser perversa, como también el unicato de algunos sistemas presidencialistas que conocemos, cuando el monarca o presidente no reconoce más ley que la del hombre; y la democracia puede ser excelente, si, antes que nada, acepta su subordinación al Dios de Jesús y a su Ley.

No nos engañemos con la democracia o la no democracia, ese no es el problema: el problema es Dios o el hombre; Cristo o Adán. Tampoco nos confundamos con las monarquías de opereta occidentales que aun subsisten, caricaturas corruptas y decadentes de las verdaderas monarquías cristianas y, mucho menos, con algunos despotismos orientales hereditarios que nada tiene que ver con lo que estamos diciendo.

Las formas políticas son secundarias, lo que importa es el espíritu. Una cosa es ser coronado por Cristo y otra es ponerse la corona en la cabeza con sus propias manos, como lo hizo Napoleón. Una cosa es ser ungido por Dios y otra, como por ahí dicen, ser ungido por el pueblo.

Una cosa es la autoridad que viene a servir y otra la del que viene a servirse y ser servido. Una cosa es la majestad del poder que viene de Dios y otra es la del que viene de los partidos y debe con­servarse a fuerza de propaganda, de peluqueros, de picotazos de avispas y de operaciones de glúteos.

Desde el 23 de noviembre de 1793 la Comuna cierra en París todas las Iglesias y capillas. En una gran ceremonia realizada en la catedral de Notre Dame, de donde se ha quitado la estatua de la Virgen, se inaugura el culto a la diosa razón. Para esa ocasión en el lugar de la Virgen se coloca una prostituta de París disfrazada de diosa.

Desde entonces es esa diosa promiscua la que intenta gobernar a los pueblos. Premonitoriamente figurada por la ramera, porque dispuesta a casarse con cualquier grupo de poder, a identificarse con cualquier moda intelectual, a servir al dinero y a la prensa, a las pasiones más bajas como a las más exquisitas y soberbias: cualquier cosa con tal de no servir a Dios.

En nombre de la razón, del pueblo y de los derechos humanos, no hay principio que no se haya conculcado, no hay derecho que no haya sido avasallado. Religión, patria, familia, educación, moral, belleza, dignidad, todo ha sido relativizado, sometido a crítica, a voto, a encuesta... Se ha desarticulado al hombre, se lo ha despojado de su persona y se lo ha transformado en individuo sin más derechos que los que le dan los clanes y las camarillas, sin más ambiciones que las del gozo de los bienes de consumo que no todos pueden alcanzar, sin más ética que la del profiláctico y la ecología.

El progreso material de muchos países y el tremendo avance tecnológico han paliado, al menos en las naciones del primer mundo, los efectos deletéreos y deshumanizantes de esta sustitución de Dios por el hombre. Y hay que reconocerlo: hay muchos para quienes la abundancia de bienes económicos consuela perfectamente la indigencia de los auténticos valores.

Pero nosotros sabemos que el hombre no puede realizarse verdaderamente, por más progreso técnico y económico que logre, fuera de los valores humanos de la verdad y del amor, del compromiso con la familia y con la patria, del desarrollo de aptitudes humanas y artísticas, de la fidelidad a una profesión o a un arte, de la integración en una tarea común y solidaria y, antes que nada, fuera de la vocación última a la santidad, mediante la imitación de Cristo y la ayuda de su gracia.

La solemnidad de Cristo Rey con la cual la Iglesia cierra su año litúrgico quiere decirnos eso: El no es solamente el señor del mundo futuro, él es también el único y verdadero monarca y legislador de este mundo; él, que vino a servir y no a ser servido, es quien desde su Resurrección gloriosa, coronado Rey a la diestra del Padre, maneja todos los asuntos de la creación y tiene las ideas y la gracia necesa­rias para lograr aún aquí la felicidad y la paz.

Naciones y personas tienen pues dos opciones: o ponerse bajo su reinado para paz de los pueblos y verdadera posibilidad de felicidad de los gobernados, o resisitirle en declaración de falsa independen­cia, encontrándose tarde o temprano con los tiránicos reyes de las pa­siones, de las ambiciones, de los intereses económicos y sectoriales y, finalmente, del despotismo mediático o armado de los poderosos.

Nuestra nación surgió a la vida, gracias a España, en una concepción política en donde también la autoridad se reconocía lugarteniente del verdadero Rey, el Señor Jesús. Mucho de eso, fundacional, queda. Pero también sabemos que, poco después de la Revolución en París, ésta comenzó a desembarcar en nuestras playas. Desde nuestra independencia la historia de la Argentina se resumió en el forcejeo entre los que querían tener a Cristo por Rey y los que querían coronar al hombre.

Dios ha permitido que los segundos hayan triunfado ya en casi todos los frentes. Nos quedan todavía unas cuantas familias, algunas parroquias, algunas escuelas, algunas personalidades. De un lado una bandada voraz de políticos, dirigentes, funcionarios, empresarios, periodistas, artistas y otras yerbas, ávidos y rapaces, gozando de las prebendas del dinero y del poder, con una enorme masa de súbditos des­contentos, desmoralizados, intelectualmente estupiditizados y agostados moral y religiosamente. Del otro, no se si muchos ni pocos, -no soy optimista- hombres y mujeres de familias verdaderamente cristianas y argentinas, de diversas clases, aptitudes y profesiones, postergados y quizá humillados, pero que aún conservan su libertad cristiana y la fuerza que da la gracia y la honorabilidad. Hay reacciones, hay toda­vía reservas, hay aún iniciativas. Subsisten cristianos de bien en todos los niveles.

No sabemos qué es lo que nos deparará el futuro, ni en el mundo ni en la Argentina : si el nuevo orden mundial o el verdadero orden cristiano; si la era de Acuario o la era de Piscis.

Cualquier cálculo puramente humano puede errar frente a la sabia providencia del Dios de la historia. Pero, lo que si sabemos, es que, en las buenas o en la malas, como país o como personas, el verdadero futuro no es el que pasa por la soberanía del hombre, sino por la soberanía de Cristo Rey, aunque, para llegar a su Reino, haya que pasar, como Luis XVI, como el buen ladrón, por el camino de la cruz.

1" La Commune de Paris se hâte d'informer ses frères des départements qu'une partie des conspirateurs féroces détenus dans ses prisons a été mise à mort par le peuple (...) Et, sans doute, la nation entière, (...) s'empressera d'adopter ce moyen nécessaire de salut public..."

2"Je demande qu'il ne soit pas parlé du culte, à moins que vous ne vouliez le faire canoniser un jour"

3" Vive le Christ, qui est Roi de France! Vive le Roi de France qui est lieutenant du Christ!

Menú