Sermones de Corpus Christi
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1994 - Ciclo b

SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     14, 12-16. 22-26
El primer día de la fiesta de los panes Acimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?». El envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: «¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?» El les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario». Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua. Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo». Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios»

SERMÓN

            Es curioso, nosotros, hombres, que vivimos unos junto a otros, seres humanos, sociales por naturaleza, animales políticos -en la definición aristotélica-; que, integrados en comunidades humanas de amistad, de vínculos de sangre, de familia, ligaduras de afecto, de cariño, existimos por y para los demás, sostenidos por los otros, dependientes del calor humano de esas relaciones, de tal manera que cuando la separación de la distancia o de la muerte nos poda estas trenzaduras, estos lazos, vivimos el vacío, y la soledad congela y anochece nuestros días; nosotros, digo, pordioseros de amistad, felices con aquellos a quienes queremos, infelices solos; seres sociales cuyo verdadero vivir es con-vivir... en realidad estamos hechos de tal manera que somos patéticamente incapaces de penetrar la intimidad del otro o de abrirnos directamente a él...

            Fíjense Vds.: la única persona, a la cual podemos conocer en vivo y en directo somos nosotros mismos, nuestro propio yo. La única captación inmediata de un vivir humano, de una subjetividad, es la nuestra. Hablamos de dolores, de alegrías, de gente que sufre o es feliz, que está triste o que está enamorada... y, sin embargo, la única experiencia verdadera de dolor, de alegría, de sufrimiento, de felicidad, de tristeza o de enamoramiento, será siempre la mía...

            Las del otro, su intimidad, me están vedadas. Es porque cuando yo estoy triste lloro, que colijo que aquel que llora padece un sentimiento semejante al que yo mismo expreso con mi llanto; como cuando soy feliz o estoy contento río, supongo que aquel que ríe, al hacerlo, se conmueve con un sentir parecido al mío... Pero, en realidad, la tristeza o alegría del otro no podré jamás sentirlas, solo hacerlas resonar en mis propios penares y contentos.

            Es así que -como decía el teólogo franciscano Duns Scoto-: "personálitas, última solitudo": "la persona en su fondo es soledad última". Siempre la intimidad del yo estará oculta a los demás, por más esfuerzos que hagamos por desvelarla, porque la interioridad personal, los propios pensamientos y emociones, -siempre internos y por eso celados, escondidos- necesitan expresarse en otra cosa, en algo de afuera, para poder ser transmitidos y recibidos; y esos transmisores siempre son imperfectos.

            Y es que la única manera de que mi pensar y mis sentires alcancen a los demás es hacerlos montar al lomo de sonidos, de gestos, de signos materiales: especialmente a esos vehículos de ideas que son las vibraciones sonoras plasmadas en palabras.

            Ellos hacen de mensajeros de esos pensamientos y sentimientos que, siguen quedando en mi y, como mucho, a través del sonido, del escrito, provocando en el que escucha pensares parecidos, nunca iguales.

            Claro que si fuéramos solo espíritu, para expresarnos no necesitaríamos la mediación de la palabra, del gesto: bastaría abrirnos al otro con un acto de nuestra voluntad -como dice Santo Tomás que hacen los ángeles-, una especie de contacto directo telepático...

            Pero como no somos espíritus puros -somos materia espiritualizada, animalidad pensante, persona cuerpo- nuestro interior, para poder brindarse, abrirse, ha de explicitarse, encarnarse, en lo corporal. Mi yo no puede exteriorizarse sin la mediación del cuerpo, de mis cuerdas vocales, de mis manos, de mis acciones...

            Lo interior siempre ha de significarse por lo exterior: Mi sonrisa significa mi alegría, mi simpatía por aquel a quien sonrío; estas palabras, sonidos, mediatizan mis ideas; aquel apretón de mano vehiculiza mi cordialidad y confianza al que saludo; esos vestidos paquetes que llevo significan que estoy de fiesta o mi respeto al lugar o a la persona a quien visito...; más ampliamente, este trabajar, trajinar por los míos, es signo eficaz de mi amor por ellos.

            Es pues, a través de mi cuerpo y de mis actitudes corporales, en última instancia, como significo mi yo, mi persona... El yo no puede aparecer sino mediante el cuerpo. Mis sentimientos, emociones, estados de ánimo, únicamente pueden ser percibidos por los otros cuando se plasman en gestos o sonidos ¡Siempre en el cuerpo, por el cuerpo, a través del cuerpo!

            Y tan una cosa es el yo con el cuerpo que lo expresa, que, en hebreo, cuando se dice cuerpo o aún carne se está hablando de toda la persona. Los hebreos no separaban conceptualmente cuerpo y alma como nosotros. Para un israelita decir "mi cuerpo" era sencillamente decir yo. Este es mi cuerpo, es como decir, este soy yo. El hombre bíblico no distinguía el alma por un lado y el cuerpo por el otro, como hacen las filosofías dualistas. Un dualista dice mi cuerpo y se piensa como un alma o espíritu que posee o usa un cuerpo, como el alma piloto del cuerpo que decía Platón... A la Biblia esta distinción no le va: ni se le ocurre pensar que hay algo en el hombre que está metido en el cuerpo o que maneja al cuerpo como distinto a él: el hombre es su cuerpo, es su carne.

            Pero precisamente esta unión de lo material con lo íntimo, con lo que llamamos espiritual, hace que el ser humano sea capaz de cargar de espíritu a la materia: tomo un pedazo de trapo, de género, lo cargo en mi mente, y en las de un grupo, de significado, y lo transformo en bandera, y lo que de por si era solo un paño, es ahora saludado por todos con emoción; transformo una succión, un apretar de labios sobre la mejilla, en un gesto de cariño, en un beso; una palmada, en gesto de camaradería o de consuelo o de solidaridad; un mover de manos puramente material, en una caricia; el acto fisiológico de alimentarme, en signo de fraternidad, de amistad, en banquete, en fiesta, en ágape... Lo puramente material se transforma, se transubstancia y cambia de valor cuando le damos un significado humano.

            La madre que recibe el torpe objeto fabricado, bajo la mirada de la maestra jardinera, por su hijo en el preesocolar, sabe que está recibiendo mucho más que la cosa en sí; el pañuelo que guarda el novio de la novia; el pequeño obsequio que no sirve para nada pero que está cargado de cariño; el ramo de rosas del enamorado que ya no es solo una expresión botánica, un conjunto de órganos de reproducción vegetal, sino que tiene algo de la persona que lo da...

            O, en el día de hoy, la limosna que quizá no alcance a solucionar ninguno de los grandes problemas del mundo, pero que se hace signo de la caridad de Cristo anidada en nuestro corazón y se transforma en gesto de amor cristiano a nuestros hermanos.

            Ese es siempre el sentido del regalo: tomar algo que ya existe, que a lo mejor está en una vidriera y tiene su precio en pesos, e infundirle suplementariamente esa plusvalía de cariño y aprecio, que es lo específico del espíritu y del corazón, la intimidad del que regala, su persona, expresada en lo que da, y que transforma al objeto en regalo, en presente.

            Es la misma persona que regala la que puede llegar así al otro mediante el regalo y en él. Ya no interesa el objeto regalado, interesa la persona del que lo regala y en él se regala.

            También Dios quiere darse al hombre. Su ser para nosotros inalcanzable, su intimidad personal, su yo, -¡oh maravilla! ¡oh dignación incomprensible!- quiere abrirse a nosotros. Y lo hace de la única manera como nosotros somos capaces de recibir el yo ajeno, mediante un cuerpo, un cuerpo cedido por la Virgen de Nazareth, el cuerpo de Jesús.

            Jesús, el hijo del carpintero, fué así el signo del amor de Dios a nosotros; en él Dios se hizo palabra, gesto, caricia, suspiro, ramo de rosas, regalo, banquete para nosotros. Y esas palabras y gestos divinos todavía resuenan vibrantes, en forma de palabra, en la Escritura, en la enseñanza de su Iglesia.

            Pero su máxima palabra, su decir perfecto, su elocuencia plena, su signo de amor más transparente, lo alcanzó en ese gesto pletórico que fue el don de sí -su entrega plena de enamorado- en el darse supremo de la cruz.

            Darse que ha querido perpetuar para todos los tiempos y que se prolonga en la historia a nuestra humana manera: a través del cuerpo, a través de la materia, en esta caso materia transformada: humilde miga, pan, elevado, transubstanciado, a la significación del ser de Cristo, a la intimidad, al yo, a la persona, del hijo de María e Hijo de Dios.

            Este es mi cuerpo -dijo- y lo dijo en hebreo o en arameo, simplemente para decir: este soy yo, entregándome a vosotros.

            Y ahora el pan ya no es solamente pan, como el vino no es solamente vino: es Jesús regalándose, dándose, quedándose entre nosotros, amando... Amándote a vos.

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