Sermones de Corpus Christi
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1998 - Ciclo C

SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 11b-17
En aquel tiempo: Jesús habló a la multitud acerca del Reino de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser sanados. Al caer la tarde, se acercaron los Doce y le dijeron: «Despide a la multitud, para que vayan a descansar y a buscar comida en los pueblos de los alrededores, porque aquí donde estamos no hay nada» «Dadles de comer vosotros mismos» les respondió Jesús. Pero ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados; para dar de comer a toda esta gente, tendríamos que ir nosotros a buscar alimentos». Los que estaban allí eran alrededor de cinco mil hombres. Entonces Jesús les dijo: «Hacedlos sentar en grupos de cincuenta» Y ellos hicieron sentar a todos. Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirviera a la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas.

SERMÓN

Curioso destino el de la insignificante figura de Melquisedec , apenas un nombre, sobre el cual casi nada sabemos y que terminó simbolizando misteriosamente al mismo Jesucristo.

De él solo conocemos lo que relata la brevísima primera lectura que hemos escuchado. Es un reyezuelo de una ciudad cananea o yebusea, Salem -que, mil años después, se convertiría en Jerusalén, la capital del Reino de David-. Sale al encuentro de un jeque victorioso, Abrahán, para bendecirlo y ofrecerle pan y vino, al mismo tiempo que recibe de éste el pago del diez por ciento de lo obtenido en sus victorias.

¿Qué interés puede tener este episodio en sí mismo? Ninguno. Pero sí lo tiene mil años después, en la época en que se pone por escrito, que es precisamente luego de haber convertido David esa ciudad en su sede real.

David, todo un personaje. Conocemos su legendaria historia. Juglar y joven capitán del ejército del rey Saúl -el primero que intenta hacer de los israelitas una confederación monárquica-. David, admirado por el pueblo, envidiado por la corte, es desterrado por el rey y debe sobrevivir yéndose con sus soldados, -un rejunte de mercenarios de cualquier nacionalidad pero fidelísimos a él- a refugiarse al sur, entre los de su tribu, Judá. Desde allí sirve alternativamente sus propios intereses, los de los cananeos y, sobre todo, los de los filisteos.

Cuando, tras la muerte de Saúl, por su prestigio, se le pide asuma la realeza, tanto sobre los israelitas del norte como sobre los judíos del sur, busca establecerse en un lugar equidistante, casi en la frontera de ambos, en el medio, y, clarividentemente, elige una ciudad “Jerusalén”, enclavada en un lugar casi inexpugnable y que, durante doscientos años desde la entrada de los judíos e israelitas en Palestina, había subsistido independiente en manos de los yebuseos, un pueblo de origen cananeo, o sea fenicio. Y para que los judíos y los israelitas no se la reclamaran ni dijeran que de rey lo habían puesto ellos. David prescinde de las tropas judías e israelitas que para entonces tenía en sus filas y se lanza a la conquista de Jerusalén con solo sus muchachos extranjeros, los que lo habían seguido siempre desde la época del destierro.

Y la ciudad conquistada por medio de un ardid –a través de un túnel de provisión de agua vuelto a la luz recientemente por la arqueología– se transforma, así, en patrimonio personal de David y de su descendencia. No del pueblo judío o israelita. Tal se llamará: “Ciudad de David”.

Ya sus antiguos moradores adoraban allí en su santuario al Dios supremo del panteón cananeo, ‘El-Elyon'. El ‘Dios altísimo', origen del cielo y de la tierra, padre de multitud de dioses, entre ellos Baal.

David rápidamente identifica a este El-Elyon, el ‘Dios altísimo' o el ‘Dios supremo', con el único Dios Yahvé y manda instalar en su templo el arca de la alianza. Él, por su parte, con sus soldados extranjeros y con las mujeres de éstos y los yebuseos que aceptan su dominio, se instala en la ciudad. De población, pues, heterogénea, internacional.

Pues bien, esto no les gusta nada a judíos e israelitas, descendientes de Abrahán y que piensan que las funciones sacerdotales está reservadas a los descendientes de Leví y especialmente a los aarónidas. ¿De dónde este David, sin genealogía sacerdotal, y en esta ciudad extranjera y llena de extranjeros se atribuye la función de sacerdote y de custodio del arca?

Y es allí cuando cobra importancia el insignificante episodio de Melquisedec. La pequeña historia sirve de símbolo. ¿Acaso Melquisedec no era rey, pero también sacerdote de Salem y bendijo a Abrahán, ‘padre de los judíos'? ¿y éste no solo aceptó la bendición sino que le pagó tributo, reconociendo pues su inferioridad? ¿Y acaso se dice de Melquisedec que tiene alguna genealogía? No: allí aparece, sin padre, sin madre, y allí termina, no depende de la carne, de la herencia, de la raza superior, sino de la pura gracia de Dios, como David.

Es así, mil años después de su modesta existencia, como Melquisedec es catapultado a la fama por los intereses políticos de David (1). Y, por eso, en el salmo 110, que se recitaba en la ceremonia de coronación de la dinastía davídica aparecen los famosos versículos: “Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec”.

Una vez desaparecida la dinastía de los dávidas, después del destierro a Babilonia, este salmo se recita en Jerusalén como un grito de esperanza, a la espera de un mesías davídico que en los últimos tiempos recuperará para siempre cetro y sacerdocio. Sadoc, en cambio, el sacerdote de Salem de los yebuseos que David habría mantenido en el cargo, se hace justificación de los sumos sacerdotes saduceos.

No es extraño pues que los primeros cristianos -tal como aparece en la epístola a los Hebreos- afirmen de Cristo que él es verdadero Melquisedec o que Melquisedec es figura de Cristo.

Y así como Melquisedec aparece una sola vez y no se le conocen antecesores ni descendientes y una sola vez bendice a Abrahán y le lleva pan y vino, así Jesús no tiene que multiplicar como los levitas los sacrificios ni establecer descendencia sino que de una vez para siempre ejerció el sacerdocio en un único sacrificio ofreciéndose también para siempre. Lean el capítulo 7 de la epístola a los Hebreos.

Pero los escritores y predicadores y teólogos de los primeros siglos de la Iglesia vieron más cosas aún en Melquisedec. Entre ellas esa misteriosa oferta de pan y de vino que, probablemente, en su origen, no fuera sino una amistosa ayuda de alimento a las tropas cansadas de Abrahán, un gesto de amistad y de paz. Pero los autores mencionados vieron en este pan y en este vino una misteriosa alusión al pan y al vino de la eucaristía.

Y bien, todos sabemos que ciertamente, sea lo que fuere del pan y del vino del legendario Melquisedec, Cristo ha querido prolongar o mejor dicho hacer llegar a todos los lugares y los tiempos el regalo de su propia Vida, de su único y perpetuo sacrificio, a través de los gestos de sus representantes, sacerdotes también según el orden de Melquisedec, pero que no alcanzan a los creyentes nuevos sacrificios sino que transmiten esa mismísma ofrenda, regalo de su vida, que Jesús anticipó en la última Cena e hizo efectiva en el altar de la cruz.

Gestos que transforman el pan y el vino en vehículos, en portadores, en instrumentos, en cables transmisores de la mismísima vida de Jesús, hombre y Dios altísimo, carne y sangre y divinidad y que recibimos cada vez que lo sumimos no solamente con la boca, el cardias y el píloro, sino con la fe, la esperanza y la caridad.

Y así reinterpreta la escena del milagro de la multiplicación de los peces y el pan, nuestro Evangelista de hoy que escribe cuando ya hace mucho que se está celebrando entre los cristianos la santa Misa, según la liturgia antioquena que describe San Pablo en la segunda lectura de hoy.

Lucas hace de esa asombrosa multiplicación realizada por Jesús y que se relata seis veces en nuestros evangelios una especie de anticipación simbólica de la eucaristía.

Tampoco allí alcanzan las fuerzas o el dinero o las posibilidades humanas para acceder a la vida divina, así como no basta ser descendiente por la carne de Abrahán o de Leví o de Aarón para llegar al verdadero sacerdocio. No tenemos más que cinco panes y dos peces y no alcanzaría ningún dinero. Y entonces Lucas –que mucho no sabe qué hacer con los peces que no entran en su esquema eucarístico– muestra a Jesús como en una liturgia eucarística, como en una Misa: “ tomó el pan, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, lo partió y los dio a sus discípulos .” Y todos comieron hasta saciarse.

Sí, dice Lucas, el don del cielo supera todas las posibilidades humanas. Es infinitamente más de todo lo que el hombre puede desear. Es, en última instancia, por gracia de Jesús, sacerdote del Dios altísimo, la posibilidad de alcanzar la Vida misma de Dios.

Y nosotros podemos alimentarnos de Vida de Dios a través, justamente, del vino y del pan –dice Lucas– de esos doce cestos que ‘resobraron' y que están en manos de los doce apóstoles y de sus sucesores. En eso piensa Lucas cuando hace que el pan no lo reparta el mismo Jesús sino que –dice- “se los dio a sus discípulos para que lo sirvieran a la gente”.

Eso festejamos hoy. Ese vino y ese pan mediante el cual Cristo prolonga en su Iglesia su regalo de sí mismo a nosotros en la cruz. Gesto que Él vive eternamente resucitado, regalo de sí que permanece eternamente ofrecido, y en donde lleva a su plenitud el único sacrificio del único sacerdocio según Melquisedec.

En estas tristes circunstancias nacionales, en donde la desfachatada banda depredadora que ha sumido a la nación en la peor miseria moral y económica de su historia pretende continuar aferrada al poder implantando nuevas y quizá definitivas semillas de desastre y de caos, levantemos nuestra esperanza a lo que nunca nos faltará, a lo único necesario, a la ofrenda de Melquisedec, el pan de Jesús el que nos da la Vida eterna, la verdadera justicia, paz y prosperidad.

(1) Es probable que la historia haya recibido su plasmación casi definitiva en la última etapa de la monarquía, cuando destruido el poderoso reino del Norte, el pequeño reino del sur, Judá, quería quedarse con toda la herencia de la tradición israelita. Allí era importante justificar estas pretensiones. junto con la de la exclusividad del templo jerosolimitano y su sacerdocio, contra la casta sacerdotal de los exiliados del Norte, de tradición mosaica, aarónida y levítica.

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