Sermones de Corpus Christi
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1973 - Ciclo b

SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     14, 12-16. 22-26
El primer día de la fiesta de los panes Acimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?». El envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: «¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?» El les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario». Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua. Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo». Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios»

SERMÓN

De acuerdo a los relatos de Lucas en la Ascensión el Señor es visto la última vez por sus desolados discípulos. ¡Pobres desdichados! Doce judíos provincianos, pobretones y, por lo que muestra el evangelio, sin muchas letras, solos con su alma después de haber recibido del Señor la más excéntrica e increíble de las misiones: “ Id y predicad el evangelio por todo el mundo .” ¡Por todo el mundo! ¿Se dan cuenta? Pobrecitos catamarqueños apenas salidos de sus valles calchaquíes, recibiendo de pronto el encargo de propagar un inaudito y extraño mensaje en Buenos Aires, Nueva York, París y Londres. El encargo de hablar de Dios a la hinchada de un partido de futbol, o, desde el llano de la vereda, a una multitud vociferante en Plaza de Mayo. Algo así habrán sentido los apóstoles viendo desaparecer al Señor en lo alto después de haberles impuesto semejante misión.

Porque, claro, cuando Él, Jesús, estaba con nosotros todo parecía fácil. El chico de la mano de su padre que no teme a nada y está seguro de que su papá todo lo puede. ¡Pero, si le suelta y, de pronto, se encuentra perdido y solo!

Con Cristo al lado –su presencia magnética, segura de sí misma, su voz profunda y soberana, su mirada penetrante, sus gestos señoriales, su atractiva ternura (-¿Cómo no iban a caer frente a Él, de rodillas, electrizados por su presencia, los esbirros que fueron a prenderle conducidos por Judas?-)-, con Él al lado todo parecía sencillo.

Nos poníamos simplemente detrás de él y Él era quien hablaba; Él quien aguantaba las discusiones; Él quien absorbía las miradas de odio. Pero, ahora, somos mostros quienes debemos dar la cara, morirnos de miedo y aparentar, empero, que estamos seguros de nosotros mismos, contestar con firmeza -aún temblando nuestras entrañas de la duda-, seguir adelante, aunque todo nuestro estómago y nuestras piernas y nuestro cerebro esté clamando por volverse atrás.

Y lo más increíble y extraño y sorprendente e imposible es que lo consiguieron. Una a una fueron cayendo las ciudades y los pueblos –se pulverizaron las murallas de Jericó-: Antioquía, rendida; Corinto, liberada; Éfeso, Alejandría expugnados; Marsella conquistada; Lyon, Atenas, Roma, nuestras. De norte a sur, de oriente a occidente, los pies de los apóstoles trazaron una inmensa cruz por todo el mundo conocido y, frotándonos los ojos, pudimos ver, maravillados, cristiano al mundo.

Pero, no te engañes apóstol, no te engañes cristiano, que lo que hiciste no lo hiciste ni lo harás con tus fuerzas, que el Señor no te ha dejado solo. No estaban solos los mártires. No solos los santos. No solos los cristianos de Buenos Aires.

Te soltó la mano para que aprendieras a caminar, a valerte por ti mismo, pero no te ha dejado. Está alerta detrás de un árbol o un columna , vigilando, mirando a través de la entreabierta puerta, para que no te hagas daño. En cuanto vaciles y te caigas estará a tu lado.

Y ¡qué lugar extraño para esconderse! ¡Harina blanca!

Cándido, humilde, blando, suave, leve pan.

Pequeña Hostia.

En cualquier iglesia, en cualquier parte del mundo, desde tabernáculos magníficos como el Sagrario barroco del Convento de la Encarnación de Baeza, hasta humildes y bastos sagrarios como los tallados por los indios en la quebrada de Humahuaca, Él es y está.

Sagrario barroco del retablo mayor de la iglesia del Convento de la Encarnación, Baeza. España.

Entre cantos y luces, en Mendoza, La Paz, Madrid, Lisboa.

Furtiva, ocultamente, en Pekín, Moscú, La Habana.

Remedio de enfermos, vitamina de los débiles, consuelo de los tristes, rejuvenecedor de ancianos, madurador de adolescentes, luz de obtusos, humildador de sabios.

Hoy, cristianos, de vuelta con los apóstoles, nos hallamos frente a un mundo pagano que se va en multitudes entusiastas detrás de otros dioses: falsos dioses de carne y hueso, o muertos -como los de otras religiones-, ídolos de sonrisa de oro, dioses de sexo y de dinero, simulacros impotentes de promesas e ilusiones.

Pero no estamos solos. En este largo o corto camino de la vida, con nuestra pequeña misión o grande, Él no nos abandona.

A cada uno presta el necesario apoyo. No hay pena demasiada ni insoportable sufrimiento que no podamos portar si venimos a pedirle ayuda, en cualquier perdida y humilde Iglesia. De las manos de cualquier perdido y humilde sacerdote. En el Cuerpo velado y humilde del Señor, la Eucaristía.

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