Sermones del bautismo del seÑor
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1999. Ciclo A

EL BAUTISMO DEL SEÑOR  
(GEP; 1999)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 3, 13-17
Jesús fue desde Galilea hasta el Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan se resistía, diciéndole: «Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, íy eres tú el que viene a mi encuentro!» Pero Jesús le respondió: «Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo». Y Juan se lo permitió. Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En ese momento se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia él. Y se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección».

SERMÓN

Aunque nacido en 1906 en Lituania, Emmanuel Levinas, ha sido en este siglo el representante más destacado de la filosofía judía en Francia. En la línea personalista de Martín Buber y de Ferdinand Ebner, de quienes hemos hablado el pasado domingo, también Levinas sostiene que la persona se afirma recién 'en relación al otro'.

En la pura conciencia del yo y el mundo, en cambio, afirma Levinas, el hombre no se hace aún persona. Porque así todavía el mundo queda encerrado en el mi mismo : es solo la realidad inerte que domino y uso para satisfacer mis necesidades, es porción de mi ego. Aún desde el punto de vista del conocimiento, el mundo, 'mudo', apenas opone resistencia a que yo lo desnude, estudie, aprehenda. En realidad es en cuanto yo lo miro y se hace relativo a mi mirada.

De esa mismidad de mi yo, en donde todo se resume, solo puede liberarme la experiencia -dice Levinas- del 'rostro', es decir del hecho de que mi mirada se cruza con la mirada de otro. Recién allí se me hace directamente accesible una realidad absoluta, es decir que no sea relativa a mi persona, sino que valga en si misma. No solamente: el otro es una realidad que se interpreta a si misma hablando -no es 'muda' como el mundo, no es mero material que yo interpreto-. Es esa mirada ajena, la mirada del otro, que afecta a la mía y que me interpela para que deponga frente a ella mi mirada dominadora sobre las cosas, es esa mirada del otro la que me lleva a renunciar a ser el centro del mundo y me da mi verdadera personalidad, mi auténtico yo. Precisamente -según Levinas- la esencia del mandamiento "no matarás" -el meollo mismo del decálogo- es esa mirada del otro exigiendo mi aceptación. (No hay que olvidar que Levinas es un gran lector de la Biblia. ) Por supuesto que no se trata de la mirada sartriana -aquella de la cual hablaba Sartre- del otro que me congela en un concepto, en una opinión, que me asesina. No: se trata para Levinas del descubrimiento de la mirada indefensa y suplicante del que no soy yo, "la mirada del pobre" -la llama-, la del que me pide que lo reconozca como persona y no ejerza sobre él la prepotencia de mi mirarlo para usarlo o poseerlo o suprimirlo. Es esa mirada del pobre la que, por ese mismo hecho, me hace, a mi, persona.

De allí que sea el lenguaje del diálogo, no el de la orden, no el de la pura enseñanza o el de la imposición, el que, a la vez que me revela al otro, me da mi verdadero ser. La experiencia social se transforma así en el verdadero motor de la personalización.

La experiencia social comprometida, se entiende, no la del hombre contemporáneo, acostumbrado a encontrarse con el otro desde los presupuestos de la radio, de la televisión, del zapping: sin compromiso, en perpetuo cambio, como si nuestro prójimo tuviera tanta consistencia como las figuras que aparecen virtuales en la pantalla de la televisión, con ojos que no nos ven, sin mirada que nos haga personas. Sobre ese otro así captado no ejercemos sino relaciones de dominio. Lo tratamos como cosa, despóticamente, lo apagamos o no, cuando queremos, con el telecomando, con el control remoto, de nuestra mirada egoísta.

En cambio, en las relaciones sociales auténticas, en el otro respetado como otro, no como cosa, es donde el hombre puede romper el claustro de su yo e, incluso, abrirse también a Dios. Porque Levinas duda del poder de la inteligencia de elevarse solo desde la existencia del mundo a la existencia de Dios. Es en la experiencia del tu -como decían Buber y Ebner-, del otro, como dice Levinas, donde cada uno descubre no solo su verdadero yo, sino que es capaz de llegar a Dios, rompiendo la frontera de su ego, de su 'cogito'. No solo por argumentos, no por razonamientos -dice-, sino en el vivir moral, en el encuentro respetuoso, dialógico, con los demás.

Es verdad que Levinas ha influido en muchos teólogos católicos tercermundistas, por aquello que es la 'mirada del pobre' quien me hace salir finalmente de mi mismo y me hace capaz de abrirme a lo divino. Pero lo hacen empobreciendo su definición de pobre. Para Levinas la mirada del pobre es la mirada de todos los hombres. Todos somos constitutivamente pobres, porque todos estamos pobres, hambrientos, del amor y del reconocimiento de los demás.

Prescindiendo, pues, de esas interpretaciones más o menos desgraciados del tercermundismo marxista, continúa siendo verdad que es en la mirada del otro, del pobre -entendido a lo Levinas- como nos hacemos personas. Me descubro realmente como yo, cuando encontrándome con tu mirada de pobre te afirmo a vos como tu. Y es cuando vos a mi propia mirada de pobre la afirmás como a un tu, cuando vos mismo te hacés persona.

¿A qué va todo ésto?, dirán Vds.

El domingo pasado, comentando el prólogo del evangelio de San Juan desde la filosofía personalista de Buber y de Ebner, descubríamos cómo el Dios cristiano superaba la presentación que hacía de si mismo a Moisés en el antiguo testamento -"Yo soy el que soy"- revelándose como Palabra -"En el principio era la palabra"-. La esencia de Dios es -decíamos- según San Juan, el darse al tu en la Palabra.

De otra manera, el pasaje que hemos leído del bautismo de Jesús nos dice lo mismo. No hay que olvidar que, del evangelio de Marcos, en el cual se inspiran Lucas y Mateo, el prólogo es precisamente el bautismo de Jesús. Menos como un hecho histórico que como una gran pintura teológica que presenta los personajes principales de la salvación: el Padre que habla desde el cielo; el Hijo que baja a las aguas; el Espíritu Santo que desciende sobre él en forma de paloma.

Pues bien, otra vez, aquí, el Padre se revela en forma de palabra, pero -fíjense- ya no una palabra de automanifestación: "Yo soy el que soy", ni siquiera "Yo soy tu padre", sino una palabra de afirmación del rostro del otro: "Este es mi Hijo muy querido", o, casi mejor en el evangelio de Marcos: "Tu eres mi Hijo muy querido".

¿Ven? Dios descubre su ser al hombre, a nosotros, no diciendo: "Yo soy el Creador; Yo soy Dios; tu me debes obediencia; cumple Mis mandamientos; adóraMe", sino casi como descubriéndose a si mismo en nosotros, diciéndonos "Tu eres mi hijo, mi bienamado". No afirma al yo, sino que afirmando al tu, se descubre como un yo, en este caso, afirmando a Jesucristo como Hijo, sin decir yo, se revela como Padre.

La esencia de Dios es afirmar a Jesucristo su Hijo bienamado y, de alguna manera, con Jesús, a todo nosotros.

Dios se descubre, no hablando de Si mismo, sino hablándonos a nosotros como a sus hijos predilectos.

Esa es la definición de Dios según Marcos y Mateo: "aquel que le dice un tu de Hijo a Jesucristo".

Más aún: el tu de Jesucristo, afirmado eternamente por el Padre en el seno de Dios, asume en la encarnación el rostro del hombre. El hombre finito, el hombre enfermo, el hombre pecador, el hombre de por si destinado a la caducidad y a la muerte, el 'rostro del pobre', del cual hablaba Levinas. Es afirmando a ese pobre como hijo, como bienamado, que Dios es realmente Dios.

Es como si dijéramos que Dios casi necesitara nuestros pecados, nuestra miseria, nuestra pobreza, ¡nuestro rostro de pobres!, para descubrirse como Dios. El Dios del amor, el Dios del perdón, el Dios que es esencialmente salvador, el que ha venido no a buscar a justos sino a los pecadores... El santo cristiano no es el yoga hindú, ni el estoico perfecto, ni el honesto kantiano, ni el honrado y virtuoso que no necesita de Dios, ni el hombre buenito, sino el que sintiéndose pequeño y aún pecador, descubre, recreándolo desde adentro, la mirada del que dice a su pobreza: "Tu eres mi hijo; yo te amo".

Ese es el sentido de la Navidad : la palabra que es Dios y se hace carne, afirmando al hombre definitivamente como a un tu. Pero más aún -por eso el tiempo de Navidad y Epifanía termina, se cierra hoy, con la fiesta del Bautismo de Jesús-: el bautismo es la aplicación a nosotros del misterio eterno de la afirmación del Hijo en el seno de la eternidad. El bautismo es el que implanta en nuestra existencia de hombres la afirmación de Dios como palabra del Padre, el que trae a nuestro rostro de pobres el hacerse Dios nuestro Padre declarándonos sus hijos.

El bautismo es, pues, el que nos ha introducido en la vida de Dios, abriéndonos las puertas del cielo, llenándonos de su espíritu y haciéndonos vivir la alegría que nos rescata de lo anónimo y del mundo de las cosas, engendrándonos capaces de oír constantemente, todos los minutos de nuestros días, su declaración perenne de amor: "Tu eres mi hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección".

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