Sermones del bautismo del seÑor
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1987. Ciclo A

EL BAUTISMO DEL SEÑOR  
(GEP; 11-1-1987)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 3, 13-17
Jesús fue desde Galilea hasta el Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan se resistía, diciéndole: «Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, íy eres tú el que viene a mi encuentro!» Pero Jesús le respondió: «Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo». Y Juan se lo permitió. Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En ese momento se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia él. Y se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección».

SERMÓN

Cuando Mateo escribe su evangelio ya hace casi cincuenta años desde los tiempos de la predicación de Cristo. La Iglesia es una realidad viviente, organizada, con su vida litúrgica, con sus autoridades, con su legislación, con sus problemas. Desde los escritos y recuerdos transmitidos sobre el Señor Jesús que la comunidad conserva, Mateo, en su evangelio, no sólo se propone mostrar quién es Jesús, reflexionar sobre él, hacer teología sobre él -no escribir estrictamente una historia- sino, sobre todo, hacer teología sobre la vida cristiana , sobre la Iglesia , sobre los cristianos, prolongación de la presencia del Señor en el mundo.

Y, para notar de qué manera distinta utilizan el mismo material tradicional los evangelistas, de acuerdo a sus respectivos intereses teológicos, nada mejor que comparar cómo, cada uno -Marcos, Mateo, Lucas, Juan- nos pintan, de diversa manera, la escena del bautismo. Ese trabajo se los dejo a Vds. Basta leer, en columnas paralelas, los respectivos relatos.

Pero conformémonos hoy con cotejar la función que el pasaje cumple, por ejemplo, en Marcos, con la que cumple en nuestro evangelio de hoy.

Marcos, el más antiguo de los evangelios, no dice nada de la infancia de Jesús. Abre su relato directamente con el bautismo. En Mt y Lc los relatos de la infancia -y, más aún, el prólogo de Juan- tienen el propósito de hacer la presentación de Cristo. Si Vds. Los leen con atención verán que allí encuentran –como en las introducciones de los libros- la presentación del protagonista y los grandes temas del libro que se introduce. Pero, como Marcos no tiene relato de la infancia, usa, a modo de prólogo, de presentación de Jesús, la escena del bautismo. En el bautismo Marcos nos dice, en resumen, quién es el Jesús del cual se hablará en el resto de du evangelio.

Pero esto ya no necesitaba hacerlo Mateo, nuestro evangelista de hoy, porque había presentado suficientemente al Señor en capítulos anteriores. En su relato, a Mateo le interesa menos hablar de Jesús que de lo que significa el bautismo para los cristianos. Es una reflexión sobre el rito del bautismo que la Iglesia contemporánea de Mateo practicaba.

Y eso lo deja claro nuestro autor cuando, en el diálogo con el Bautista –que se resiste a bautizar a Jesús- hace patente que nuestro Señor no tenía ninguna necesidad de bautizarse y, sin embargo, lo hace “porque conviene que así se cumpla lo que es justo ”. Así traduce nuestra versión castellana un difícil giro semítico, que, en el fondo, no quiere sino decir que Jesús hace lo que tendrán que hacer todos los cristianos y como ejemplo que ha de dar el primogénito.

Por eso, lo peor que se puede hacer con nuestro evangelio de hoy es imaginar la escena como en una pantalla de cine o televisión, allí, frente a nosotros, reproduciendo periodísticamente lo que sucedió a alguien que vivió hace dos mil años.

El evangelio de este domingo no habla exclusivamente de algo que sucedió a Jesús sino de algo que sucede en cada bautismo y que se refiere a todos y a cada uno de nosotros y hay que actualizarlo al año 1987, al hoy que estamos viviendo como hermanos del Señor e hijos adoptivos de su Padre.

Precisamente por eso la Iglesia cierra hoy su ciclo de navidad con esta fiesta del bautismo. Porque el bautismo corona y hace efectivo para cada uno de los hombres que acceden a Cristo, el sentido de la Navidad tan admirablemente expresado por San Atanasio: “Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera hacerse Dios”. Navidad conmemora al Dios que se hace hombre; la fiesta del Bautismo festeja la alegría del hombre que se hace Dios.

Volvamos a saborear, siempre que podamos, las palabras de este cuadro bautismal, pensando que no estamos leyendo una vieja historia de lo que pasó a Jesús, sino que estamos oyendo hablar de nosotros mismos en nuestra condición de cristianos.

Porque, vean, tampoco Juan Bautista, desde su sola situación de profeta del Antiguo Testamento, es digno de desatarnos las correas de nuestras propias sandalias. Lo ha dicho el mismo Jesús: “En verdad os digo: no se ha levantado entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista. Pero, el menor en el reino de los Cielos es mayor que él

¡Alegría de nuestra dignidad cristiana que supera inmensurablemente cualquier dignidad o grandezas humanas. Ni Alfonsín, ni Maradona, ni Olmedo, ni la Fortabat, ni Einstein, ni Reagan, ni Rockefeller, en cuanto tales, son dignos de desatar las correas de las sandalias del más humilde de los cristianos, de los bautizados, hermanos de Cristo por adopción, ennoblecidos por el agua del bautismo, blasonados con el escudo de armas de la Cruz, calzados con las espuelas de oro de la gracia.

Nunca olvidemos esta nuestra condición de renacidos y adoptados por Dios, de hombres sagrados, distintos de los demás, apartados, elegidos, privilegiados y, en medio de la plebe soez y plebeya, ignorante o enemiga de Cristo, porque enemiga de toda grandeza, mostremos siempre con orgullo nuestro cristiano abolengo, nuestra condición de hijodalgos, ajenos siempre a toda acción villana y a lo ruin. Que aún estuviéramos en harapos, perseguidos o encadenados, ellos no son dignos de desatarnos los cordones de nuestros pies.

Porque también para nosotros que salimos del agua que ahogó nuestra condición plebeya y dejó atrás la esclavitud de Egipto, también para nosotros, se rasgaron los cielos, se abrió una fisura en la finitud ilimitada del curvatura del espacio que hace que el hombre como hombre, por más que avance vuelva siempre al mismo lugar. Hendidura que, como a través de un agujero negro que nos conectara con el hiperespacio -agujero blanco éste que nos conecta con el superespacio de Dios- desde el bautismo hace que nuestra vida cobre proyección de eternidad. Se abre el límite de la entropía, y del dispararse del cosmos en su loco correr hacia la nada, y de la muerte biológica e inevitable de cada cual, y el bautizado, el cristiano, se hace capaz de salir de este funesto carro fúnebre empenachado, la hermosa tierra girando en órbita sus pasos de danza de muerte, y, así, alcanzar los vestíbulos, abiertos para él, del palacio del Rey, de donde ‘el duque de la muerte' ha sido desterrado para siempre.

Y, también sobre el cristiano desciende, como fuerza impetuosa y vivificante, el Espíritu de Dios, vitalidad y energías que provienen no de nuestros 46 cromosomas, sino de la biología divina, de los genes trinitarios. Ya no somos solo hombres, somos hombres divinizados, asumidos, transformados, renacidos.

Pero quizá, al releer nuestro bautismo, lo que más tenga que llenar nuestro corazón de alborozo y alegría, es escuchar resonar en nuestros oídos las palabras del Padre que nos dice: “ éste es mi hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”

Sí, “tú”, predilecto, predilecta de Dios. No a todos se lo dice: a los bautizados. Y no todos lo escuchan, sino los que hacen el esfuerzo de oír esa su declaración de amor, reviviendo en sus corazones privilegiados la condición de la filiación cristiana.

Sí, “tú”, que vives tantas veces en el sufrimiento, en la soledad, tantas veces abandonado, incomprendido, angustiado y dolorido, tú, presta atención a esa voz tierna del Padre que, desde el bautismo, no te ha dejado un solo instante y que te murmura siempre ” tú eres mi hijo, mi muy querido hijo, mi hijita predilecta”.

Que no te separes nunca de la seguridad y serena alegría del saberte hijo o hija queridos. No pierdas nunca el sentido maravilloso y noble de tu existir cristiano. No te dejes hundir jamás en la húmeda oscuridad del desánimo y el abatimiento o del no saber ‘por qué' ni ‘para qué'. Porque aún cuando ya no puedas luchar más ni sepas qué hacer, simplemente existe, vive y siéntete amado y ama en ese “tú” modulado en música de amor de Padre y que Él te repite y te repite, “Tú, tú, Alicia, tú, Juan, Pedro, hermanos de Jesús, tú, mi hijito tan querido”

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