Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2003. Ciclo c

4º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP 21/12/03)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     1, 39-45
En aquellos días: María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor»

SERMÓN

          "Y el ángel se alejó". Así termina la experiencia inefable mediante la cual María recibe la revelación divina de que será madre del Salvador. ¿Cuánto duró ese encuentro que, de pronto, incendió su corazón y se hizo silente Vida en su seno? ¿Qué huella profunda e indeleble marcó en su mente, más allá de esa Vida que, sin saberlo, había comenzado a latir en su interior? El relato no nos lo dice. Sin embargo la frase escueta "el ángel se alejó" nos deja entrever que María quedó, luego, librada a su experiencia normal, a sus vivencias cotidianas, elevadas ciertamente por su fe sólida como roca, pero no apoyada -nada lo deja suponer-, por ningún consuelo místico o extático. La fe que vivimos de ordinario los cristianos. La fe con la cual Ella permanecerá, a pesar del horror de su Hijo ensangrentado y muerto, de pie junto a la Cruz.

María, pasado el arrobamiento del encuentro celeste, de la Anunciación, otra vez vuelve a la cotidianeidad. Pequeña muchacha frágil, prometida a José desde los doce años, pero -¡tan joven!- no llevada aún a la casa de éste. Hasta los catorce todavía en el hogar paterno, con los humildes menesteres y obligaciones que, en las familias galileas, podían asignarse a las chicas de la casa y que, entre otras cosas, debían prepararlas para asumir la dirección del hogar el día de su desposorio. Huso y cocina, telar y jardín, Sagrada Escritura y oración.

Pero ella, en la perplejidad encandilante del anuncio, ha vivido una experiencia única. Vuelta a la realidad no puede sino preguntarse sobre lo que ha ocurrido. ¿Sueño, alucinación, extravío? En la realidad del viento que entra por las aberturas de las ventanas sin vidrio, de las aves que cantan, de los ruidos de la aldea, de los chiquillos que ríen y gritan en la plaza, del balido lejano de las ovejas, del revolverse y cacarear de las gallinas alimentadas por el grano arrojado por el robusto brazo de Ana, lo sucedido se le vuelve a María extraño, lejano, irreal, fuera de contexto... Y, sin embargo... ella lo percibe, está segura: experiencia más consistente y sólida que la realidad de la tarde que huye en luces que se apagan por el horizonte. Empero: de ser real su encuentro, no fruto de mente enfebrecida, alucinación, desvarío... ella ¿madre sin varón? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿No habían prometido acaso, con José, que en señal de esa pobreza de los que  en Israel, esperaban todo del Señor, vivirían para siempre como hermano y hermana? 'Madre del Salvador', del 'Hijo del Altísimo', 'el Espíritu de Dios cubriéndome con su sombra'... ¿Qué era todo esto? ¿Estaré en mi sano juicio? Sí que los judíos estamos esperando ¡y hace tanto! estos acontecimientos; y nuestro rabino afirma que las señales muestran que el tiempo está cerca, pero ¿aquí? ¿en esta aldea perdida de Nazaret? ¿a mí, María, hija del bueno de Joaquín y de Ana ...? ¡Qué locura! Pero ¿con quién hablar? ¿a quién consultar?

El maestro de la sinagoga seguramente me sacará corriendo. "Visiones de niña histérica", me dirá. Papá y mamá, ¡tan buenos, tan bondadosos, tan religiosos!, pero, al mismo tiempo, tan con los pies en la tierra. ¿Me entenderán? ¿Podrán ellos ayudarme? Más bien ¿no los preocuparé de balde? ¡No tuvimos hace poco a la pobre hijita de Cleofás a quien finalmente hubo que encerrar y que decía oír voces de noche y ver extrañas figuras?

¿Tratar de hablar con José? ¡Tan joven! ¡Tan exaltado! Él, descendiente de David, proscrito de la política, sin un peso en el bolsillo de su aristocrática herencia, obligado a la albañilería, harto de corruptos, nacionalista exaltado -todas las noches, después de su trabajo, puliendo la vieja espada de sus mayores, brillante como si estuviera nueva, con su filo capaz de cortar una pluma en el aire-, ¿no saldrá impetuoso y provocativo a gritar a los cuatro vientos que de su mujer nacerá el Mesías, el Rey libertador? Otro a quien tomarían por loco.

¿A quién encontrar en esta aldehuela de Nazaret para pedir un consejo?

Y, de pronto, la idea luminosa. ¡Isabel! Mi vieja prima, de la sangre de Aarón; su santo marido, Zacarías, sacerdote del templo de Jerusalén, del turno de Abías, envejecido en el estudio de viejos pergaminos. Ambos santos ancianos, llenos de la sabiduría de los años, de la palabra de Dios y de la desdicha aceptada como voluntad de Dios de no haber podido tener hijos. Cuando con los míos los he ido a visitar siempre me trataron como la hija que no tuvieron. Ellos sabrán ilustrarme, calmar mi inquietud, asegurarme si desvarío o es verdad que el Señor me ha hablado. Por otra parte todo será confirmado si es verdad que, como se me anunció, Isabel ha quedado embarazada.

Ignoramos cómo pudo María convencer a su familia de emprender semejante viaje a las montañas de Judá. No sabemos tampoco si viajó sola o acompañada. A lo mejor con un grupo que realizaba por esos caminos viajes regulares. Una jovencita sola difícilmente hubiera podido obtener permiso para lanzarse sin compañía a sendas abruptas, llenas de dificultades, de posibles delincuentes y piquetes, de azarosos descansos nocturnos, a menos que, como pensamos, ya fuera habitual en las dos familias visitarse y hubiera casas amigas en la ruta para pasar la noche. Porque un viaje de esa naturaleza desde Nazaret seguramente insumía, en burro o a pie, de tres a cuatro jornadas.

Sea lo que fuere, la pequeña María, apenas adolescente, algo más de trece años, emprendió su viaje. Demoró apenas lo que le costó conseguir el permiso, la compañía, los víveres, el planificar su ausencia... Lleva en su seno, ya encendida para siempre en el tiempo y el espacio de nuestra pobre historia de hombres, la Vida de Dios. Pero ella todavía no lo sabe. El anuncio no daba fechas y, en todo caso, María podía pensar más bien que se trataba de algo que sucedería en el futuro, cuando ella fuera más grande, cuando ya José estuviera viviendo con ella, cuando hubiera condiciones adecuadas en el país para un acontecimiento semejante. ¿Quién hubiera podido adivinar que, en el mismo momento de la revelación angélica, ya había comenzado a cambiar el rumbo de la historia del universo en el cálido mundo de su menudo vientre?

No: eso, aún, no lo sabe María. Lo sabe, por supuesto, San Lucas que, para componer estas crónicas de la infancia de Jesús, utiliza antiquísimas tradiciones escritas en hebreo.

Desde muy antiguo a todos los lectores de Lucas les sorprendió, esa frase que hemos oído: "María partió y se dirigió sin demora a la montaña ". La expresión griega que nos ha llegado 'sin demora' - meta spoudés - es más nerviosa: ' con prisa' , con ' presteza' , ' precipitadamente' . Y el giro es extraño: ¿María fue corriendo? ¿A paso vivo? Si montada,  ¿al trote, al galope? Absurdo; tanto más cuanto debía ir en grupo, acompañada ... Es una imagen que no pega. Y menos pega con la figura señorial, serena, noble de María.

Haciendo un esfuerzo, ya desde antiguo, los comentadores querían ver en este extraño apresuramiento la decisión y prontitud con que todos debemos cumplir nuestros deberes. Pero, en el caso de María, el contexto no favorece esta imagen: la decisión no pasa por la precipitación.

Aceptado esto, los filólogos que estudian estas cosas y sostienen que todos estos pasajes son una traducción -no demasiado buena-, al griego de originales hebreos, han tratado de reconstruir el primitivo texto y se han encontrado con la sorpresa de que, en hebreo, " se dirigió presurosa " es una desacertada versión de una frase que en ese idioma suena igual y que diría: " se dirigió encinta sin saberlo del concebido por ella ".

Será Isabel -ella ya embarazada de más de tres meses- quien, en esa misteriosa intuición de las mujeres que están por tener un hijo y se hacen especialmente perceptivas a todos los embarazos, descubre que su primita María, casi su sobrina, su hija, también ella está divinamente encinta.

Y, en ese momento, el pequeñito Juan, tres meses y pico, se agita en su interior, por primera vez. En el gozo de las madres que se dan cuenta de que la semilla que llevan adentro empieza a manifestar su vida, Isabel siente que Juan se mueve. Cualquiera que haya sido madre conoce esa primera maravillosa experiencia. "¡Zacarías, vení, poné tu mano, sentí como se mueve!"

Y la alegría se traslada del cuerpecito de Juan al corazón de Isabel. Y de Isabel a María, en la sorpresa de saber que no solo es verdad que su prima va a tener un hijo a pesar de su vejez sino que ella misma se ha transformado en relicario bello y santísimo de Dios.

Porque María ha contado en el 'Magníficat' a Isabel la experiencia que ha vivido. También aquí los filólogos que reconstruyen el original hebreo descubren que el Magnificat no es la respuesta de María a la frase de Isabel que acabamos de escuchar en nuestro fragmento de hoy, sino que es el saludo primero que María hace a Isabel provocando su respuesta ¡" Bendita tú entre las mujeres"!, ¡"Dichosa por haber creído! ". El texto hebreo supuestamente diría: " Isabel exclamó ' Bendita tu eres entre todas las mujeres', porque, al saludarla, María le había dicho ' Mi alma canta la grandeza del Señor'" . Prueben Vds. en casa leer el 'Magníficat' antes de la exclamación de Isabel, como saludándola y contándole lo que le ha sucedido y verán como todo el pasaje se hace más coherente. Es en respuesta al canto y saludo de María que Isabel le confirma que, "por haber creído, se cumplirá lo que le ha sido anunciado y que es bendita entre las mujeres y bendito el fruto que ya lleva en su vientre". Es allí cuando María, de labios de Isabel, del 'profetita' Juan, recibe la noticia de su sagrado embarazo. De que Ella es la Madre del Señor.

Desde el siglo XI, combinados con versículos de la Anunciación, los cristianos rezamos la bellísima oración del 'Ave María', reviviendo la alegría maravillosa de esos momentos luminares, proféticos, creadores, cuando, en la joven Santísima Virgen, en estallido de alegría, se enciende el regalo fabuloso de la vida de Dios.

La hagiografía señala la bondad de María que diligentemente habría ido a ayudar a Isabel durante el embarazo, en el parto. Alegóricamente se la piensa como la que lleva a Jesús a su prima, el modelo del cristiano misionero.

El relato más bien dice otra cosa. Es Isabel la que aclara definitivamente y confirma a María el hecho y el sentido de su embarazo. Y de ninguna manera María ha ido a ayudar a Isabel. El relato nos dice que se queda unos tres meses en lo de su prima y regresa. Por lo menos, pues, dos meses antes del parto de Juan. Y es que, para eso, Isabel no la necesitaba. En su pueblo tendría amigas, parientes y comadronas suficientes, mucho más útiles que la pequeña María. Mejor que ella volviera a hablar con los suyos, a preparar el acontecimiento, a explicar a José, a enfrentar el propio estupendo nacimiento de su hijo, el Señor.

¡Qué habrán conversado esos meses que estuvieron juntos Zacarías, Isabel y María! ¡Cuánto habrán gozado con la buena noticia -que había explotado en gozo burbujeante en medio de ellos-, de ambos embarazos! ¡Lo que habrán rezado, cantado, meditado! No lo sabremos hasta que no estemos en el cielo. Ciertamente la madura Isabel y el sabio Zacarías juegan con María un poco el papel de Juan el Bautista con respecto a los cristianos y a Jesús. La sabiduría del Antiguo Testamento preparando el Nuevo; las esperanzas estériles de los hombres, representadas en las entrañas yermas de Isabel, plenificadas y sublimadas, más de todo lo esperable, en la joven y nueva fertilidad de la virginidad de María.

Ya regresa María a Nazaret.

Viandantes que te acompañan y protegen, ¡qué envidia!, ¡quién pudiera sujetar el ronzal de tu pollino!, ¡quién, para que montaras, hacer de estribo a tu menudo pie!, ¡quién guiarte por sendero llano para que no te canses ni sufra sobresaltos tu diminuto hijo!, ¡quién alcanzarte el agua fresca del arroyo!, ¡quién oír bajo tus ojos soñadores el murmullo de tu canto, feliz... ya arrullando al niño...!

Dios te salve María, llena de gracia...

Bendita Tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre...

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