Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2001. Ciclo A

4º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP, 23-12-01)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo   1, 18-24
La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados»   Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, -que traducido significa: «Dios con nosotros»-. Despertado José del sueño, hizo como el Angel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer.

SERMÓN

Cuando Mateo intenta, a través de viejos recuerdos, reconstruir los prolegómenos de la vida de Jesús, dejando de lado todo lo anecdótico apunta a datos esenciales de aquellos sucesos. Antes que nada -como lo hará en el transcurso de todo su evangelio- señalar cómo todo lo que sucede con Jesús obedece, no a la casualidad sino a lo ya anunciado por la Escritura. Una manera de decir a los cristianos, para los cuales escribe Mateo su evangelio, que absolutamente todo lo que pasa obedece al designio de Dios y nada escapa a su providencia, ni siquiera la cruz. La cruz de Jesús, por supuesto, pero también nuestras propias cruces. “Todo esto sucede para que se cumpla lo que el Señor había anunciado” Ya desde el comienzo el evangelio empieza siendo eso: la ‘buena noticia' de que todo lo dirige Dios para bien de los que ama. Bueno saberlo en estos tempestuosos tiempos que nos toca vivir.


E, inmediatamente, para anunciar y describir a Cristo, pone en escena a los padres de Jesús. En una época en que los lazos familiares constituían casi la esencia de un individuo, un apellido, una prosapia, una ascendencia, eran casi más importantes que el propio nombre de cada uno. Todavía hoy ser hijo de ‘tal por cual' descalifica a cualquiera o, al menos, es un insulto insufrible. Y al revés, seguimos hablando –es verdad que cada vez menos- de un ‘apellido honorable', o de legar a los hijos ‘un apellido honrado'. “Dime quiénes son –o no son- tus padres y te diré quién eres -o no eres-” Salvo honrosas o deshonrosas excepciones.


Y allí está José, nada menos que llevando el apellido ilustre de David, el mismo apellido que legará a su hijo Jesús, continuando en su propio noble actuar las tradiciones familiares. ‘Hombre justo', dice escuetamente Mateo. Pero sería pobrísimo entender el término en el acotado sentido de nuestro castellano. “Justo”, ‘ díkaios' en griego, ‘ tzadiq' en hebreo, comporta una riqueza de significados naturales y sobrenaturales que desborda por todos lados nuestra definición española. Para abreviar: habría que traducir el término original más bien como “santo” que como “justo”. Era un hombre ‘santo'.


Pero ¿qué imagen nos suele venir de José un hombre santo; de San José? La iconografía nos ha transmitido casi siempre la figura de un hombre mayor, incluso anciano. Ello venía de la tradición apócrifa, que pretendía explicar lo de los presuntos hermanos de Jesús mediante hijos de un anterior matrimonio de José, con lo cual éste sería un maduro viudo. O quizá porque la antigüedad ligaba la sabiduría, la prudencia y la imagen paterna -tal cual debía tenerla indudablemente el custodio de María y de Jesús- a los rasgos patriarcales, canos, mayores. O, simplemente, para explicar así mejor su castidad ante ojos de paganos para los cuales el hecho de que un varón joven fuera abstinente parecía algo extraordinario.


En realidad no lo era de manera alguna para la piedad judía, que consideraba, fuera del matrimonio, totalmente improcedente todo libertinaje.


Es verdad que el arte o lo que sea –(lamentablemente basta ir a las santerías para darse cuenta de la horrible falta de arte y mal gusto que hemos de padecer de los que mercan con las cosas santas y las imágenes y las estampitas)- tiende hoy a mostrar un José más joven; inclusive más buen mozo que el tradicional. Está bien.


Sin embargo no se llega a mostrar lo que realmente debían ser y aparecer estos dos jóvenes que hoy inician nuestra historia.


Es necesario saber que todos los maestros judíos enseñaban la importancia de casarse jóvenes. (Sigue siendo un buen consejo para una sociedad que considera que recién hay que llegar al matrimonio cuando se han agotado las experiencias de lo que se llama vida. Como una especie de asentamiento final al cual, lamentablemente, la generalidad de las veces, ya se llega con mañas de solteros y con poco entusiasmo de entrega o de fuerzas juveniles para emprender la formación de la familia y la crianza de los hijos. Así les va)


Y si los textos rabínicos que nos han llegado de aquella época reflejan la costumbre de los familiares de Jesús, es probable que José fuera un joven de no más de dieciocho o veinte años. De todos modos no hay que pensar que eso lo convertía en un inmaduro joven de nuestros días. En dicha época se esperaba que un varón asumiera las responsabilidades de un adulto alrededor de los trece, de tal manera que José, a los dieciocho, ya había comenzado hacía años a actuar como un hombre y seguramente a ahorrar para su matrimonio.


María, si es que debemos dar lugar a las costumbres de entonces, no tenía más de doce o catorce años. Una vez alcanzada la pubertad las jóvenes ya comprometidas ‘debían' casarse.


Cuando Mateo habla, pues, de un José justo, santo, –y, por extensión, de una María santa- está hablando a los jóvenes novios y matrimonios de su iglesia, aquella para la cual escribe su evangelio, y mostrándoles la posibilidad realísima de llevar adelante una existencia auténticamente cristiana a pesar de su edad.


Y para nada les propone el ejemplo de un santulón. Las pocas cosas que leemos en la tradición de la vida de José nos mostrarán una santidad de ninguna manera convencional: llena de arrojo, de coraje y de aceptación valiente del querer de Dios. Así debían –según Mateo- mostrarse, frente a la sociedad pagana, esas primeras jóvenes parejas de cristianos: dispuestos a llevar adelante una vida de auténtico seguimiento de Cristo, es decir de verdadero amor, a pesar de un ambiente que les justificaba y los empujaba –como en nuestros días- a cualquier exceso o vileza en el promiscuo trato de varones y mujeres, y aún les proponía, como satisfactorios hedonismos, ejemplos de corrupción, e, incluso, de torpes relaciones contra natura.


Era impensable, en cambio, para un miembro observante del pueblo judío que hubiera relaciones prematrimoniales incluso entre prometidos. Hay que pensar que el compromiso, el noviazgo, en aquella época, tenía una fuerza vinculante y dirigida hacia el matrimonio que hoy ha dejado de tener. Los comprometidos, como en este caso lo eran María y José, ya estaban prácticamente casados: el contrato hecho, la decisión entre los padres tomada, las estipulaciones de dote y arras convenida, la voluntad de mutua pertenencia de los cónyuges jugada. De tal modo que, ya a partir del compromiso, la infidelidad era considerada adulterio, y la pena mosaica correspondiente -aunque en la época que nos estamos refiriendo declarada ilegal por los romanos- la muerte por apedreamiento. Y aún con la prohibición se registraban aislados episodios de públicos linchamientos.


Pero no solo el adulterio era inconcebible en el estado de comprometidos, tampoco eran toleradas las relaciones premaritales. Y la virginidad de la mujer era, a lo siciliano, publicada por su ropa manchada de sangre flameando en la ventana, los días posteriores a la boda.


En realidad habría que decir que, si hay que atender a las costumbres de su tiempo, en la práctica, José y María, aún comprometidos, casi no se conocían. No era bien visto que se hablaran en público. Mucho menos en privado. Los rabinos determinaban que si un varón y una mujer desaparecían juntos por más de veinte minutos ya eran técnicamente fornicarios o adúlteros. (Eran menos tontos que muchas madres de nuestros días que, sin conocer la naturaleza humana, dicen que confían ciegamente en sus hijas y les permiten –madres modernas ellas-, incautamente, colocarse en peligrosas ocasiones de flaqueza. Por supuesto que las hay más modernas todavía que, con los recaudos anticonceptivos pertinentes, les importa un rábano lo que sus niñas hagan.)


José, pues, sabría de María apenas lo que podría entrever de su tímida actuación cuando la veía encaminarse a la fuente a buscar agua para la casa de sus padres. Sin poder, por supuesto, detener en ella demasiado su mirada, ya que ello solo era propio de jóvenes libertinos y poco respetuoso hacia las damas –y las damitas-. Los caballeros judíos jamás someterían a una mujer decente a la inspección de sus ojeadas. Y solo las mujeres de mala vida se prestaban a exponerse al mirar lúbrico de los varones. (Tampoco eso hoy está en vigencia ni aún en nuestras niñas de colegios católicos y de familias buenas; con padres pavotes que las dejan vestirse o desvestirse de cualquier manera exhibéndolas a la gula de cualquiera).


De María, José sabría, sobre todo, lo que ponderaban de ella los graves vecinos y, antes que nada, la honorabilidad de sus propios padres, Joaquín y Ana.
Por eso, si hubiera que aceptar la interpretación de que José dudó de la honestidad de María, no habría que reprochárselo demasiado. No la conocía en su santidad de madre de Dios, ni todavía tampoco como su mujer fiel y piadosa, su compañera de todos los días, la mamá de Jesús... Aún era para él una chica casi desconocida. Fantasía de joven que está de antemano enamorado de su esposa -como sucedía hasta no hace mucho tiempo-, que está en disposición de amarla, que lo hará realmente desde su decisión masculina de formar familia, que no vive los embelecos de los noviazgos pegajosos y sentimentaloides -y casi sin compromiso real- de nuestros días: pura experiencia subjetiva de sensación amorosa, sin auténtica proyección de palabra dada, de empeño, de conciencia de misión...


El embarazo de María era una realidad contundente. El joven José, sin explicaciones, no podía sentir sino el natural rechazo del hombre ofendido en lo que más siente como su derecho de esposo: el afecto exclusivo, indiviso, de su legítima mujer y, desde su fe hebrea, la condena moral de esa preñez aparentemente extramatrimonial.


José, como buen judío que era, no podía de ninguna manera aceptar esta situación que iba en contra de la ley y las costumbres. Hubiera infamado para siempre su hogar, y lo hubieran mirado como aquel que había aceptado haber sido traicionado de la peor manera concebible en dicha cultura.


Que la justicia de José, según Mateo, no consistía en ninguna adhesión formal a la ley de Moisés lo demuestra el hecho de que, a pesar de todo, José no se atendrá a la estricta legalidad entregando a María al ludibrio público. En realidad eso es lo que exigían no solamente las leyes sino las costumbres. El varón que perdonaba el adulterio a su mujer era mirado con sorna, con desprecio. Se veía como debil y poco hombre aquel que, por amor, no reparaba su honor repudiando a su consorte infiel como debía.


Pero José es ‘justo', a la manera cristiana, precisamente porque no usa de toda justicia contra María –‘summum ius summa iniuria', decía ya el adagio latino-. Usa para ella de misericordia y decide abandonarla en secreto.


Ello lo mismo no hubiera salvado a María del deshonor; pero sus vecinos hubieran atribuido así el hijo a José y, dado su compromiso, hubieran considerado el desliz hasta explicable. Los reproches hubieran ido hacia él, aristócrata de pacotilla de Belén venido a menos, engañador de doncellas. Mosca blanca que parecía tan bueno. ¡Cómo deja así a la pobre chica!.


No solo eso: José renunciaba de esta manera al derecho a ser indemnizado, a todo reclamo de regalo o de dote, a salvar su honor con un divorcio público. Pero es verdad que, al fin y al cabo él no era oriundo de Nazaret. Podría volver y reiniciar su vida otra vez en sus pagos de Belén.


En fin, la revelación del ángel aclara la situación y José el justo, el santo, recibe a María en su casa. Frente a la gloria de lo divino ya no le importará enfrentar alguna habladuría por el nacimiento prematuro de su primogénito. También eso ha de contarse en la santidad de José.


Pero el texto da también para un interpretación quizá más piadosa, a la que se han acogido muchos exégetas de todos los tiempos: José jamás habría dudado de la santidad de María. Su decisión de abandonarla en secreto más bien era el resultado de un sentimiento de profunda indignidad frente a la sublime misión de María, un creerse inadecuado para acompañar a la madre de Dios y al mismo Verbo encarnado. Es el sentimiento hidalgo de humildad e infinita distancia que todo hombre ha de tener frente a Dios, tanto en su postura como en su actitud interior, aún cuando éste se le presente a manera de niño u oculto en forma de pan.


Sea lo que fuere de estas diversas explicaciones que nos permiten la brevedad y distancia del texto, José se nos muestra hoy como modelo de discípulo, el que a pesar de las apariencias, de las convenciones, de las modas, termina por juzgar todo y actuar según la palabra de Dios, haciéndose hombre justamente en su hacerse uno con Su voluntad, dispuesto a comprometer toda su vida, su apellido, su hacienda y su honra por María y por Cristo Jesús.

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