Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1998. Ciclo C

3º DOMINGO DE ADVIENTO 

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     3, 10-18
La gente le preguntaba: «¿Qué debemos hacer entonces?» El les respondía: «El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto» Algunos publicanos vinieron también a hacerse bautizar y le preguntaron: «Maestro, ¿qué debemos hacer?» El les respondió: «No exijan más de lo estipulado» A su vez, unos soldados le preguntaron: «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?» Juan les respondió: «No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo» Como el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías, él tomó la palabra y les dijo: «Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene en su mano la horquilla para limpiar su era y recoger el trigo en su granero. Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible» Y por medio de muchas otras exhortaciones, anunciaba al pueblo la Buena Noticia.

SERMÓN

            Quien lea sin prejuicios, en el antiguo testamento, la historia del rey David, verá que, detrás de los rasgos piadosos con que tratan de adornarlo los escritores posteriores, su vida y su personalidad dejaron bastante que desear. Más bien parece tratarse de un personaje astuto, acomodaticio, que no duda en ser durante mucho tiempo mercenario de los filisteos -enemigos de su pueblo-, traidor a sus amigos, mujeriego, adúltero, combatido por sus propios hijos... Pero, cuando muchos siglos después, se cuenta su vida, poco a poco, se lo va adornando con rasgos de cada vez mayor grandeza y religiosidad, se liman sus defectos, se exaltan sus virtudes. Es que su reinado ha coincidido con la época de mayor expansión del territorio nacional. Ello fruto de la debilidad momentánea de las grandes potencias hegemónicas de aquella época, Egipto y Asiria. Eso hará que, en las adversidades futuras, dividido el norte y el sur, los dos reinos luchando entre si, reducidos sus territorios por sus vecinos, finalmente devorados respectivamente por asirios y babilonios, los hebreos recordaran cada vez más idílicamente la época de David como una especie de edad de oro. Tanto es así que, hoy por hoy, resulta sumamente difícil para los estudiosos determinar qué hay en los relatos sobre David de auténticamente histórico y qué de legendario o aún puramente teológico.

La cuestión es que, finalmente, David se transforma, en el recuerdo corregido muchos siglos después de los judíos, en el 'Santo Rey David' y, cuando, caído el último reducto de independencia que era Judá, al sur, en manos de los babilonios, en el 586 desaparece el último e incapaz rey descendiente de David, Sedecías, habrá muchos nostálgicos que esperarán la restauración de Israel, basados en la esperanza de que un día volverá a surgir un retoño de David que reeditará y mejorará, ya totalmente idealizadas, las hazañas de su lejano antecesor.

Como Vds. saben, el principal de los ritos de transmisión del mando, de la entronización o coronación del nuevo rey, era la ' unción ', es decir el derramar aceite sobre su cabeza.

Los historiadores se preguntan de donde sacaron los judíos este rito que luego heredó también la Iglesia católica. De hecho no existen ni rastros de que en las grandes civilizaciones de la época se utilizara. Ni los faraones de Egipto, ni los reyes mesopotámicos, ni casi seguro los hititas, practicaban semejante ceremonial. Como tampoco eran ungidos los gobernantes griegos, ni los etruscos, ni los romanos.

Lo que si se encuentra en Egipto es la unción con aceite, no del faraón, sino de algunos funcionarios y, también, de los reyezuelos de Siria y Palestina como vasallos del faraón. La unción sería así una simple "designación", mediante la cual el faraón marcaba a su subordinado con su aceite, al mismo tiempo que le transmitía parte de sus poderes.

Es muy posible que los reyes de Canaán, que al fin y al cabo fueron durante gran parte de su historia vasallos de Egipto, adoptaran esta costumbre para coronar a sus monarcas y, de allí, pasara el rito a Israel. Vaya a saber también si la costumbre no viene directamente de la condición de vasallaje que muy probablemente ha tenido Judá de Egipto, a pesar de que la leyenda posterior haya ocultado cuidadosamente este hecho y haya mostrado siempre al Reino davídico como orgullosamente independiente.

Sea lo que fuere de la realidad histórica, el asunto es que, cuando los hechos fueron reinterpretados muchos siglos después, la unción del nuevo rey ya no significaba la delegación de poderes del faraón a su vasallo, sino la delegación directa de la potestad de Dios sobre la cabeza del rey. La figura idealizada del rey ahora recibía la unción directamente de Dios, o, cuanto mucho, por medio de los profetas o de los sacerdotes. Era vasallo, si, pero vasallo no de ningún poder terreno sino de Dios, el Señor del Universo. Por supuesto que cuando se pensaban estas cosas la monarquía ya había desaparecido y la figura del Rey ideal se proyectaba ahora hacia el futuro. La salvación llegaría a Israel ¡y al mundo! por un descendiente de David que sería el 'untado', el Ungido por excelencia. Todos sabemos que ese es el significado en hebreo de la palabra Mesías , el ungido, y también del griego Xristós , Cristo, aunque nosotros ahora usemos este término como un nombre propio.

Es verdad que ya para estas épocas más cercanas a las nuestras la unción se practicaba, como delegación de poderes divinos, también en los sacerdotes, de tal manera que había sectores del pueblo que cuando hablaban del Ungido podían referirse a un futuro Gran Sacerdote. No hay que olvidar que el poder en los tiempos inmediatamente anteriores a Jesús lo ejercían los sumos sacerdotes. Pero, para el ala monárquica de los judíos, el Ungido no era otro que el futuro descendiente de David.

Sin embargo también había sectores que unían sus expectativas de un Mesías sacerdote y un Mesías rey en una sola figura. El Mesías sería a la vez descendiente de David y descendiente de Aarón. Esta parece ser la figura de Mesías que anuncia Juan, sobre todo si es verdad que en su juventud vivió como monje en el monasterio de Qumram, como dijimos el domingo pasado que afirman muchos estudiosos.

Lo cual es sumamente probable ya que hay escritos de Qumram, que iluminan perfectamente nuestro evangelio de hoy. Por ejemplo en el 'Manual de disciplina' procedente de la primera cueva, hay un texto en donde se mencionan juntos la figura del Mesías, el Espíritu, el agua y el fuego. Vean qué coincidencia: "Entonces, cuando venga el Mesías , purificará en su verdad todas las acciones del hombre y por medio del fuego depurará para si a cada uno... y derramará como agua sobre el hombre el espíritu de verdad ".

Se ve, pues, claramente de donde Juan el Bautista, educado desde su niñez en el monasterio de Qumram, saca los elementos escatológicos, 'Mesías', 'agua', 'fuego', 'espíritu', con los cuales le hemos hoy oído predicar la cercanía de Jesús.

Pero Juan guarda para él solamente la purificación con agua. El Espíritu Santo y el fuego lo reserva para el Mesías.

El se considera el heraldo que precederá la llegada del verdadero Señor; quizá el profeta -a la manera de los de antes- que lo ungirá rey, sacerdote, Mesías, a través de su rito del bautismo. El es el encargado también de preparar las tropas, el ejército, los seguidores, que utilizará el nuevo Rey en su acción liberadora y a los fieles que serán santificados por el nuevo Sacerdote.

Pero Juan no es elitista, como sus antiguos correligionarios del monasterio esenio de Qumram, que solo pensaban en un reducido grupo de puros, de elegidos, él llamará a todos ... Por supuesto que les pedirá que se conviertan: eso es lo que precisamente significa su bautismo. Pero tampoco les pedirá esos rigores a los cuales él mismo está acostumbrado, con su ascética vestimenta de piel y su dieta de langostas y su larga oración. Pedirá cosas razonables: a los soldados que no extorsionen, a los inspectores que no coimeen, a todos que sean solidarios y hagan partícipes de sus bienes a quienes carecen de ellos.

Juan ha aprendido que las largas penitencias de los esenios no los habían hecho verdaderamente mejores, ni que sus largos estudios ni sus ansias de pureza doctrinal los habían tornado humildes frente a la verdad. Al contrario los había visto orgullosos, llenos de soberbia, de desprecio a los demás, de espíritu de ghetto. Tampoco los habían dulcificado los ayunos, abstinencias, y continencias. Y su obsesiva distinción de lo puro y lo impuro, los había llevado al desprecio casi de lo humano, a fijar la atención en desórdenes secundarios, los de la carne, y olvidarse de los desórdenes del espíritu y los atentados al amor a Dios y a los demás. Juan ya no cree demasiado en palabras grandilocuentes ni en ascetismos que no sean instrumentos de un mayor amor, por eso es concreto en sus consejos y, así como sin vueltas dirá un día a Herodes que está viviendo adúlteramente con la mujer de su hermano -cosa que le costará la cabeza-, ahora a la gente, a los recaudadores, a los soldados que vienen a preguntarle "¿ qué debemos hacer ?" les apunta actitudes bien precisas que tienen que cambiar y que son las únicas capaces de demostrar en serio que queremos convertirnos, ser de Dios.

En este Adviento que prepara la llegada del Rey, del sumo Sacerdote, del Mesías, Dios quiere que cada uno sea para si mismo el Juan que nos señale, bien en concreto, en qué debemos mudar y, para ello, quizá, a qué cosas renunciar.

No te pide casi seguro que entres en un convento, que dejes tus cosas, tus negocios, tus actividades, tus estudios, tu familia, pero te pide que revises cómo estás haciendo lo que te toca o has elegido hacer. Vos sabes muy bien cuáles son tus falencias, donde has transigido con lo que hace todo el mundo y, sin embargo, tenés claro que como cristiano no deberías hacer. Tu conciencia te muestra sin ambages -aunque a veces has tratado de justificarla- donde tu conducta se desvía de lo que te pide Cristo, y a qué cosas deberías renunciar si quisieras ser fiel a tu cristiana condición ... (No podés reclamar mayor seguridad, mayor justicia, menos corrupción, cuando vos mismo no vacilás en facilitar tu propia vida con pequeñas o grandes transgresiones...)

También te das cuenta de que no estás rezando como corresponde, que no das el tiempo suficiente a los asuntos de Dios, que te falta garra en tu pugnar cristiano, que no prestás suficiente atención a los tuyos y creés que porque cumplís con tus deberes de mantenerlos o llevar adelante la casa o con tus estudios ellos no necesitan nada más de vos...

Vos sabés también el tiempo que perdés en tonterías, en frivolidades, en pereza, en televisión; y todas las cosas buenas que podrías leer y hacer con ese tiempo dilapidado...

Ya ves que Juan no te pide -al menos por ahora- nada especialmente heroico: solo que seas honesto, que seas hombre, que reces, que cumplas con tu deber, que tengas palabra, sentido del honor, sobriedad....

Y entonces quizá así, lavado por el agua de Juan, cuando finalmente tu Señor, el Mesías, el hijo de María, llegue a ti, te incendies con su fuego y te haga revivir pujante en la alegría de su Espíritu.

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