Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1994. Ciclo C

3º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP 1994)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     3, 10-18
La gente le preguntaba: «¿Qué debemos hacer entonces?» El les respondía: «El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto» Algunos publicanos vinieron también a hacerse bautizar y le preguntaron: «Maestro, ¿qué debemos hacer?» El les respondió: «No exijan más de lo estipulado» A su vez, unos soldados le preguntaron: «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?» Juan les respondió: «No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo» Como el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías, él tomó la palabra y les dijo: «Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene en su mano la horquilla para limpiar su era y recoger el trigo en su granero. Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible» Y por medio de muchas otras exhortaciones, anunciaba al pueblo la Buena Noticia.

SERMÓN

            Todos sabemos lo que ha significado en la vida humana el invento del alfabeto: nada menos que el comienzo de la historia. Todo aquello que solo se conservaba en la memoria y se transmitía de generación en generación por medio de la palabra hablada, comienza a fijarse en piedras, tejas y, finalmente, papeles que permiten, al mismo tiempo que no sobrecargar las memorias individuales, mantener frescos lejanos testimonios, en su tenor original.

Sin más que los ideogramas egipcios o chinos fueron ya un enorme avance en esta dirección, pero es recién con el alfabeto fonético de los fenicios que la escritura puede reflejar casi todos los matices del lenguaje hablado y crear, ya, historia y literatura.

Sin embargo no son los fenicios quiénes nos han dejado esta herencia. Sus intereses comerciales los llevaron a utilizar su alfabeto solo para escribir cuentas, contratos e informes económicos. Es en su humilde vecino Israel, por un lado, y por el otro, en sus competidores griegos, donde el alfabeto adquirirá toda su importancia de transmisor de cultura, y de potente ayuda a la capacidad de reflexión y pensamiento humano.

Sin embargo esta capacidad estaba limitada por dos factores: una el exiguo número de los que sabían leer y escribir; otra, la dificultad de poseer textos, dado el precio de los materiales de escritura y la necesidad de manuscribir una por una todas las obras.

De tal modo que cuando en el siglo XV el invento de Gutenberg y la paulatina alfabetización de los pueblos permite la difusión ilimitada de los textos, se produce una verdadera revolución.

El hombre de la antigüedad vivía en contacto directo con la realidad, con su prójimo, como mucho maleando su visión del mundo a través de tradiciones y costumbres, pero sus percepciones iban a acontecimientos, sentimientos y experiencias que lo tocaban directamente. Sus tristezas y alegrías eran reacciones simples a sucesos que cercanamente y de modo concreto concernían a su vida.

Desde la difusión del alfabeto y de la imprenta, entre el hombre y la realidad comienza a interponerse lentamente un mundo de papel. Un libro es capaz de ponerme triste o alegre. La descripción escrita de un personaje me puede llevar a despreciarlo o admirarlo. El poder de la escritura es capaz de hacerme percibir la realidad de acuerdo al prisma de la particular manera de ver del autor. En la lectura se mezcla sin demasiado límite lo ficticio y lo real. Un personaje de novela puede aparecer tan concreto como un verdaderamente existente.

Comienzo a poder vivir, casi evadido de la realidad y sumergido en el mundo artificial que me fabrican los novelistas, los poetas y, peor, los periodistas, los manipuladores de la opinión pública, los que hacen del papel impreso, no un vehículo de saber o de cultura, sino un negocio, un instrumento de propaganda, un mercado de falsedades.

Hoy se habla de la "realidad virtual" capaz de ser creada por una computadora y en la cual el operador podría sumergirse mediante una pantalla y unos sensores -y quizá en el futuro por medio de conexiones directamente cerebrales- en el mundo y situación que eligiera. Es algo ya de práctica en ciertos simuladores de vuelo de la NASA y experiencias del Japón.

En esto las posibilidades futuras son alucinantes. Pero no hay que olvidar que esa realidad virtual ya había comenzado a existir en el mundo de la palabra escrita, de la lectura que nos abstraía de nuestro concreto entorno. Y no se diga nada del universo actual del cine y de la televisión. Cada vez más, el hombre de hoy vive la esquizofrenia de los personajes y situaciones de ficción o electrónicos, con los cuales se mimetiza en la pantalla o en la página escrita, y la objetiva realidad. La gran mayoría, aún en la política, ya no puede elegir entre personas reales, sino entre figuras irreales y mendaces fabricadas por los medios y el arte sutil de la propaganda.

El símbolo patético de estas distancias entre realidad y mundo virtual son esas casitas miserables hechas a cartón y chapa de las villas miseria y el penacho infaltable sobre ellas de la saliente antena de la televisión: la miseria efectiva que, a través de la ventana hipnótica de las pantallas fluorescentes, se asoma fuyente al universo artificial de tierras prometidas inalcanzables.

Hace dos días alcanzó gran repercusión un informe de la UNESCO en el cual se mostraba que el número de analfabetos en el mundo, en el último recuento, había disminuido considerablemente. Eso fue aplaudido vehementemente por todos aquellos que comentaban la noticia. Y también, ciertamente, aplaudimos nosotros.

Pero si ahondamos la información debemos preguntarnos qué significa ser alfabetizado. Y, según definición de la misma UNESCO, vemos que alfabetizado se considera a "aquel capaz de leer y escribir fácil e inteligiblemente un texto simple".

Hasta allí vamos bien. Pero, en concreto, más allá de la utilidad que significa poder leer el nombre de las calles, los carteles de tránsito, los horarios de los trenes y las reglamentaciones varias que organizan o traban nuestras vidas, lo importante sería saber qué es lo que lee la gente, qué opciones hace en sus lecturas una vez que adquiere la capacidad de interpretar los signos.

Aún en los países del primer mundo el gran material de lectura de la gente son periódicos de cuarta, revistas de quinta, cuanto mucho noveluchas de sexta. Y misma estadística habría, por supuesto, que hacer respecto de los programas televisivos por los cuales optan las mayorías.

No basta pues saber leer, no basta poseer un televisor -y, en realidad, mejor no tenerlo- lo que es importante es saber qué leer, y cómo leer e interpretar lo que se lee.

Nadie duda de que la cantidad de información y conocimientos que han aportado libros y medios de difusión ha sido enorme, y las posibilidad de bien de estos instrumentos es potencialmente notable, pero ¿quién podrá decir que esta información y conocimientos hayan siempre aportado al hombre elementos capaces de hacerlo conectarse verdaderamente con la realidad, y por lo tanto darle criterios de verdad, normas de conducta humanas, claves reales para interpretar lo qué es la vida, y los objetivos que el ser humano ha de procurar para realizarse como tal?

Para abreviar ¿no sabía más -en lo que hacía a la felicidad del hombre, al norte de su existencia, a las normas de convivencia- un analfabeto del siglo pasado pero que, en cambio, sabía perfectamente su catecismo, que un doctor de la Universidad de Buenos Aires, o un adolescente atosigado de informaciones, de datos científicos, de programas de computación, de letras de canciones de rock, pero sin el fundamental conocimiento de para qué está en el mundo, cual es la meta de su vida, cual el modo de amar y ser amado, y cuál el camino de la felicidad?

Ojalá desaparezca el último analfabeto del mundo, al modo de CUBA en que dicen que subsiste uno solo, pero mucho más ojalá que el hombre de hoy pueda en su mayoría encontrar a través de la palabra de la Iglesia , de la voz de los cristianos, de la sagrada Escritura -a la manera de Juan el Bautista- a la verdadera luz. A Aquel que es la explicación de todas las cosas, al que vino a iluminar los senderos del hombre, al que es realmente el puente mediante el cual el ser humano puede lograr aquello para lo cual ha sido creado, y que es llegar a Dios.

Todos los cristianos debemos ser en esto como Juan el Bautista, la voz que clama en el desierto, este mundo agostado por el error, estéril en el amor, ilusorio en sus expectativas y motivaciones, con tantos mendaces caminos como la indeterminación de la arena del Sahara, en donde a todas partes se puede ir y en todas ellas se encuentra el espejismo de una vana y falsa felicidad. Ser la voz que saca de su abstracción a aquellos que están atrapados por el universo virtual del papel y la electrónica, y volverlos a la realidad de su existir auténtico en compromiso con Dios, y con su prójimo, y consigo mismos. No las opiniones de los diarios, las excitaciones de la televisión, las falaces y deletéreas escalas de valores de la modernidad.

Pero, para que nuestra voz pueda conducir a los demás a la luz, también tiene que ser avalada por el testimonio. Debemos transformarnos en "testigos de la luz", con nuestra conducta, con nuestra alegría, con nuestro escuchar y leer frecuentemente la palabra de Dios, la única que nos conecta infaliblemente con la realidad, con nuestra capacidad de amor y sacrificio, con nuestra disciplina, con la fidelidad a nuestros deberes de estado, con nuestra serenidad frente a las adversidades, con nuestra mirada de enamorados de Jesús.

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