Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2005. Ciclo B

3º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP 11/12/05)

Lectura del santo Evangelio según san Jn 1,6-8. 19-28
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz. Éste es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: "¿Quién eres tú?" Él confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: "Yo no soy el Mesías". "¿Quién eres, entonces?", le preguntaron. "¿Eres Elías?" Juan dijo: "No". "¿Eres el Profeta?" "Tampoco", respondió. Ellos insistieron: "¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo? Y él les dijo: "Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías". Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: "¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?" Juan respondió: "Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros hay alguien a quien no conocéis: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia". Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán donde Juan bautizaba.

SERMÓN

           

 

 

El cine tiene sus más y sus menos. Es verdad que es el forjador de una nueva estética de la imagen, de la voz y aún de la música, y ha producido notables obras de auténtico arte, más allá de que se lo pueda criticar por empobrecimiento de logos a medro de la imagen y por su utilización subliminal para influir en la mente de los espectadores. Se demuestra, empero, francamente malo, cuando trata de reducir a su lenguaje, casi sin excepción empobreciéndolas, obras literarias de enorme valor. Es lo que ha hecho por ejemplo en 1986 el director francés Jean - Jacques Annaud , cuando llevó a la pantalla la magistral obra de Umberto Eco , El nombre de la Rosa , de 1981, impidiendo de hecho que muchos, luego, habiendo visto el film, la leyeran.

 

 

Nuestro amigo Eco, nacido en 1932 en la zona de Turín y que, aún en asuntos eclesiásticos, muestra una erudición poco vista, en El nombre de la Rosa y sus Apostillas , hace una descripción de las ideas que reinaban en Italia y la Iglesia a comienzos del siglo XIV que es digna, aún en su presentación tendenciosa, de ser utilizada como fuente de información de ese período histórico.

Entre otros personajes descritos allí por Eco hoy no puede dejar de interesarnos Joaquín , un fraile italiano de mediados del siglo XII, ingresado muy joven en la Orden del Cister que, después de haber ocupado el cargo de abad del cenobio de Corazza , fundó en Calabria el Convento de Fiore . De allí el nombre con el cual es conocido: Joaquín de Fiore.

 

 

Fue considerado, en su tiempo, como un gran vidente, pensador y hombre de Dios. Tal era su fama, que reyes y nobles se acercaban a su monasterio para escuchar sus consejos y predicciones. El mismo Ricardo Corazón de León golpeó a las puertas de su cartuja en busca de respuestas para sus lides.

 

 

Lo cierto es que, algo enfebrecido, Joaquín de Fiore, prestaba excesiva credulidad a unas enigmáticas profecías llamadas de San Cirilo , a las cuales había tenido acceso en 1180 en Constantinopla , durante la segunda cruzada, y que, en aquel tiempo, gozaban de una fama popular similar a las de San Malaquías entre nosotros. Estas profecías, supuestamente traídas a Cirilo por un ángel y grabadas en dos tablillas metálicas, anunciaban nada menos que el fin de la Iglesia y del Papado.

 

 

Allí mismo, en Bizancio , cuenta Joaquín que él mismo tuvo la visión de que la Cátedra de San Pedro sería un día ocupada por el Anticristo. En base a estas imaginaciones y sus lecturas constantes del Apocalipsis escribió una Summa Profética , subtitulada El Evangelio Eterno que será uno de los primeros libros impresos en Occidente.

 

 

Anticipándose a Lutero, pero conservándose fiel al catolicismo, Joaquín escribía: " Roma, ciudad privada de toda disciplina cristiana, es el origen de todas las abominaciones de la cristiandad ".

Y, basándose en sus estudios trinitarios, postulaba que la humanidad en su historia había de atravesar tres eras. La primera, ya superada, que había sido la del Padre , inspirada por el Antiguo Testamento y la Ley Mosaica. La siguiente la del Hijo , relacionada con el Nuevo Testamento y que abarcaría un periodo de más de 1300 años, regida por la Iglesia y la autoridad de Pedro. Esta era estaba terminando más o menos con su  siglo, sostenía Joaquín. Y la verdad es que se trató de un siglo turbulento, con guerras, epidemias, desastres naturales, recesión económica, avance del Islam y, trágicamente, signado por el fortalecimiento del Cisma de la Iglesia Ortodoxa. Pero, según Joaquín, todo ello presagiaba el advenimiento de la tercera era, la del Espíritu Santo , normada ya no por la tiara de Pedro, sino por el 'amor fraterno' predicado por el evangelista Juan y que Roma y sus clérigos deformaban con su prepotente autoridad.

 

 

Tres estadios, pues. En el primero, del Padre, el mundo había pertenecido a los esclavos ; en el segundo, del Hijo, a los libres y en el tercero, del Espíritu, habitaría la tierra una verdadera comunidad de amigos . En el primer período dominó la Ley , en el segundo la Gracia , en el tercero la pura Caridad.

Sólo en esta Tercera Edad, la del Espíritu, se realizarían los misterios del Nuevo Testamento. Edad de Perfección, en donde toda la humanidad fraternizaría, ya sin dogmas ni imposiciones de Roma, ni sacerdocio. Afirmaba Joaquín de Fiore: " Pedro desaparecerá ante Juan para que el Reino del Espíritu Santo sea el Reino de los amigos" .

Joaquín, muerto en 1202, nunca supo del influjo utópico y revolucionario de sus escritos. Influjo que se prolongaría incluso hasta nuestros días. Pero, pronto, su semilla floreció en los movimientos, que muy bien describe Eco, de los 'fraticelli' -los 'hermanitos'-, los patarinos, los valdenses y otros movimientos laicales, incluso surgidos de ramas heréticas del franciscanismo, y contra los cuales deben luchar San Buenaventura y Santo Tomás .

 

 

En estos movimientos el papado y el sacerdocio quedaban de lado. Los laicos, liberados de su férula, debían ser, a la manera joaquinita, los seguidores fieles del evangelio, en todo caso liderados o aconsejados por verdaderos descendientes e imitadores de los apóstoles -' varones apostólicos' les llamaban, como los había denominado Joaquín-. Hermandad sin jefaturas, inspirada sólo por el Espíritu, sin dogmas, puro amor y fraternidad, realizando así la definitiva Iglesia del Paráclito, del Espíritu Santo, en la cual, en todo caso Cristo sólo cumplía el papel de hermano mayor, de 'amigo' por excelencia.

Laicos poco preparados, siguiendo los sueños de Joaquín de Fiore, predicaban por todas partes, munidos de algunas traducciones del Nuevo Testamento y tronando contra el clero formalista, y sus ritos, sus templos, sus catecismos y sus sacramentos. (Porque en la tercera era debían acabarse, según las profecías joaquinitas, los 'signos y figuras', -que los fraticelli interpretaban como los sacramentos-.) Los laicos, comprometidos más allá de sus específicos compromisos temporales, políticos o bélicos, prevalecerían, aún en lo religioso, por encima del sacerdocio. Los 'varones apostólicos' guiarían con su palabra a todos aquellos que quisieran oír la voz del Espíritu y del amor.

Y así, la doctrina de los tres estadios pasaba a ser la justificación utópica de una rebelión general al imperio de la verdad, de la ley y de las legítimas jerarquías sociales y eclesiásticas.

A esta era del Espíritu Santo -para justificar sus sediciones- acudieron, a lo largo de la historia, cantidad de herejes y revolucionarios. Sería prolijo contar esta larga historia -cuyos primeros desarrollos describe Eco-, desde los disparates anticatólicos de Gerardo de Borgo San Donnino -que, en 1254, hace el primer comentario que conocemos al Evangelio Eterno de Joaquín-, pasando por Bartolomé de Pisa , Pedro Juan Olivi , eclosionando luego en la locura protestante, las divagaciones adventistas, las interpretaciones, en el 1800, del jesuita Manuel Lacunza , y los diversos milenarismos y distintas teologías de la liberación que han asolado el mundo cristiano. Sumados, por supuesto, a sus traducciones profanas, desde Hegel , Fourier , Saint Simon , llegando a Marx o gente contemporánea de menor envergadura, influidos todos por la gnosis joaquinista -como es obvio de raíces cabalísticas y masónicas-.

 

 

En estos días en que se cumple el cuadragésimo aniversario del cierre del concilio Vaticano II , es bueno saber que, en aquella década, Joaquín de Fiore, había despertado el interés de muchos estudiosos, entre ellos el conocido Henri de Lubac que, aunque crítico a su respecto, lo había lanzado nuevamente a la fama. De todos modos, no era tanto, directamente, Joaquín, sino el optimismo de la época el que signó el desarrollo de las sesiones conciliares. Todo escrito y promulgado con el ánimo de 'aggiornarse', es decir, de ponerse a tono con la disolución de las costumbres antiguas, de halagar el mundo socialista, universalista, judío-talmúdico y masónico que, ya en ese tiempo, comenzaba desembozadamente a construirse -tal cual lo hemos expuesto no hace muchos domingos-.

 

 

La cuestión es que, para muchos, dicho Concilio, más allá del acierto de algunos de sus textos e iniciativas, significó una especie de comienzo de un nuevo tiempo, un renovado inicio de la Iglesia , una ruptura con todo lo anterior. Como dijo algún Papa de entonces: "una nueva primavera de la Iglesia ", "un nuevo Pentecostés" -aunque otro Pontífice, horrorizado por las consecuencias de ciertas posiciones conciliares, llegó a afirmar, más adelante, que dicha primavera se había metamorfoseado en crudísimo invierno-.

Es que muchos hablaban de la inauguración de una novísima era: la postconciliar , donde todo se hacía a impulsos del Espíritu Santo. Un espíritu Santo que obviaba todo estudio y toda verdad, toda norma y toda ley, toda autoridad y todo signo. Ese espíritu Santo ya no inspiraba solamente a la Iglesia presidida por Pedro y a sus dogmas, ni era conformado por la verdad de Cristo, sino que, en semillas del Verbo -'semina Verbi', según afirmaban ignaramente- preñaba a toda la humanidad.

Ya la verdad cristiana era secundaria: todas las religiones y aún las ideologías supuestamente humanitarias estaban vivificadas -sin necesidad de la mediación de Cristo ni de la Iglesia - por el Espíritu. Se había iniciado el fin del despotismo de Roma y del Santo Oficio. Los cristianos habían alcanzado la adultez y recuperado su libertad. El Papado ya no debía meterse en la conciencia de la gente. Cada cual -como ya hacía tiempo lo habían descubierto los protestantes- debía guiarse por su sola conciencia y su sentir. El sacerdote debía despojarse de sus actitudes clericales, de sus ornamentos sagrados, de su sotana -Lacoste y blue jeans-, de sus rituales solemnes y transformar todo su actuar en una camaradería fraterna, promotora de amistad, de compañerismo, de solidaridad social.

 

 

Jorgito, Pocho, Pajarito, Harry, eran los nuevos nombres de los curas, ya no Padre o Señor Cura. Y el laico debía ahora cumplir funciones sacerdotales, tallar en los consejos parroquiales, predicar a la par de los presbíteros, celebrar -demolida la separación del viejo comulgatorio- junto con ellos a coro, servirse él mismo la comunión y, si era hacedero, alrededor y bien cerca del altar transformado en mesa, recitando el canon en palabras lo más posible despojadas de sacralidad, si fuera viable, extraídas de los diccionarios del rock o la bailanta. Y transformando todo en una reunión tanto más fraterna cuanto si se podía invitar a algún rabino o sheik o lama.

Y, por supuesto, había que tener en cuenta más el parecer de los 'varones apostólicos', descendientes e imitadores de los doce, el de las conferencias episcopales, el de los reportajes a sus eminentes personas, que a las directivas de la Santa Sede. El Espíritu Santo hablaba mediante las encuestas a los laicos, sus asambleas diocesanas y sus consejos pastorales. Teólogos de nuevo cuño y 'superlaicos' tomaron la voz cantante en la Iglesia. Todo era dividido entre la maravilla postconciliar y el horroroso y oscuro tiempo preconciliar . Decir de alguien que era preconciliar era descalificarlo.

 

 

Y el mismo Cristo, poco a poco, a la manera joaquinita, fue silenciado como etapa preparatoria a la efusión de ese espíritu. Su silenciamiento o su rebajarlo a un hombre rebelde sin pretensiones de exclusividad y mucho menos de divinidad, a un maestro de humanidad, a uno más de la pléyade de sabios antiguos y modernos, era, precisamente, lo que permitía que todas las religiones se acercaran las unas a las otras -solo en teoría, porque, en todas partes, se consumaron, en aquellas décadas, masacres de cristianos sin precedentes en los siglos anteriores-. Lo único que contaba era la hermosa palabra 'amor', que flotaba a la deriva de los sentimientos y las pasiones, sin pautas ni normas, o torcidas por ideologías de izquierda o freudianas.

Las alucinadas profecías de Joaquín de Fiore, para muchos lectores y deformadores de los textos del Concilio se habían cumplido: el 'Espíritu' ya no era el alma de la Iglesia , sino del mundo. Y era inútil apelar al texto mismo de los documentos -de por si no demasiado claros-, porque justamente lo que contaba era el 'espíritu' conciliar.

A la larga, para muchos clérigos y superlaicos postconciliares -algunos fundadores de movimientos- lo único que importó fue la humanidad, la unidad, la amistad entre todas las razas, la no discriminación, la justicia distributiva y, prolongando esa humanidad, ecológicamente, hasta el respeto a la ballena y al oso panda. (La directora de nuestro zoológico municipal ha tenido hace dos días la amorosa idea de poner en todas las jaulas arbolitos de navidad con paquetitos de colores con golosinas diversas para cada animal: pedacitos de banana para los monos y pedazos de achuras para las panteras.)

 

 

La cuestión es que cualquier cristiano que vea las cosas con el más mínimo sentido común no podrá ni con lupa descubrir donde se encuentra la llamada nueva primavera o nuevo Pentecostés de la Iglesia -y mucho menos del mundo-. Desde el hecho que todos los santos últimamente canonizados se han santificado con la espiritualidad propia de siempre, la 'preconciliar', hasta el pavoroso descenso actual de las vocaciones, de los bautismos, de las conversiones, de los matrimonios, de la presencia en Misa, sumado a la total carencia de influjo cristiano en la moralidad de la sociedad, y la huida en masa de multitud de bautizados a las sectas o al ateismo teórico y práctico.

 

 

Pues bien, se dice que el Papa Benedicto , acaba de firmar, el ocho de Diciembre, día de la Inmaculada Concepción , una encíclica, que se publicará próximamente, en donde intentaría poner las cosas en su lugar. El Concilio, aunque no ahorrará ponderaciones a su realización, no ha abierto -afirmaría allí- ninguna era nueva: es uno más de los 21 concilios ecuménicos que se han realizado en la historia de la Iglesia. Y , como no tuvo ningún interés propiamente dogmático, e intentó ser sólo una serie de atiborradas directivas pastorales tendientes, en la intención de sus fautores, a adaptar a la Iglesia al mundo moderno, todo lo que tiene de confuso o aparentemente contradictorio ha de interpretarse según la doctrina de siempre, la católica.

Doctrina que no muta ni mutará jamás, ya que se remonta a Cristo y al Magisterio auténticamente apostólico, fundado en la Sagrada Escritura y la Tradición.

No existe una efusión del espíritu Santo independiente de la figura bien concreta e histórica de Cristo -como pretenden algunos clérigos, teólogos y superlaicos-. Algunos, por ejemplo, que se mueven en el ámbito de la Subsecretaría de Culto. Acabo de leer una gacetilla del Ministerio de Relaciones Exteriores -que no se porqué aparece como 'spam' en mi correo electrónico- que dice ' el Estado argentino dio ayer un paso más en el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas al recibir en el Palacio San Martín a los mbyá -guaraní de Misiones, quienes pidieron que se registre y reconozca oficialmente su religión, hecho que se concretará en marzo .' Por supuesto que es uno de los miles de reconocimientos más con que la lamentable subsecretaría, con el aplauso de la llamada 'iglesia postconciliar', parifica la verdad con cualquier brujería o error. ¡Qué distinto a nuestra vieja Constitución Nacional -'preconciliar', por supuesto- que, en su artículo 67, inciso 15, atribuía al Congreso nacional la ' obligación de proveer a la seguridad de las fronteras; conservar el trato pacífico con los indios, y promover la conversión de ellos al catolicismo .'

 

 

Pero el mismo Juan el Bautista se nos muestra hoy extremadamente preconciliar y antijoaquinita, no sólo por el hecho de que niega vehementemente ser él la luz, como nuestros 'varones apostólicos' actuales, ni tener el bautismo del espíritu santo en propiedad personal como nuestros superlaicos, sino porque, terminantemente, señala a Cristo Jesús como el único depositario de la lumbre y del Espíritu.

 

 

Juan Bautista sólo quiere ser 'testigo de la luz'. Apuntar a ella, señalar a Jesús, sólo como su testigo fiel, desapareciendo como individuo. No desea ser llamado ni Elías, ni profeta, ni Mesías, ni monseñor tal, ni doctor cual, ni nada. Sólo quiere apuntar a Cristo, quien no viene a traer 'una porción' de luz como podría traerla un sabio, o un fundador de creencias o religiones, sino que es La Luz , la Única Luz que reconocen tanto Juan el Bautista, como Juan el evangelista, como la Iglesia de siempre.

Y no por nada la única Iglesia tuvo que sufrir el desgarro de las Iglesias de Oriente cuando éstas se negaron a admitir, en el Credo, el " Filioque ", el que el Espíritu Santo no provenía solamente del Padre, sino también del Hijo. Porque, desde la línea que parte de Juan Bautista a nuestros días, a pesar de todos los joaquinismos antiguos y modernos, no hay Espíritu Santo sino el soplado y vivido y configurado por Cristo el Señor, hijo de Dios e hijo de María, Aquel del cual ni el Papa, ni los obispos, ni los concilios, ni ninguno de nosotros somos dignos de desatar la correa de su sandalia.

 

 

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