Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2004. Ciclo A

3º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP 12/12/04)

Lectura del santo Evangelio según san Mt 11, 2-11 
Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» Jesús les respondió: «Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!» Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo:«¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes.¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. El es aquel de quien está escrito: "Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino". Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él»

SERMÓN

Dice nuestro evangelio de hoy que, cuando Juan manda a preguntar a Jesús, desde su corazón angustiado, si es el que ha de venir o hay que esperar a otro, ya está prisionero de Herodes Antipas, en la sombría e imponente fortaleza de Maqueronte.

Maqueronte, fortín levantado por Alejandro Janeo en el 98 AC, había sido reconstruido y ampliado años antes de Jesús, casi faraónicamente, por Herodes el Grande. Ocupado en la guerra judía por los celotes, fue tomado, después de un largo asedio, y demolido, por el general romano Lucio Basso, en el 71 después de Cristo.

Las fotografías aéreas de la zona, nos muestran los restos de la fortaleza ocupando el pico más inaccesible de un paisaje desértico, accidentado y montañoso, al otro lado del Mar Muerto. A medio kilómetro todavía pueden verse los restos del campamento romano que se utilizó de base para el ataque final.

Parece mentira que, salvo por razones militares, alguien hubiera querido vivir en semejante paraje.

Y, sin embargo, Herodes el Grande, constructor obsesivo de fortalezas en el área de su reino, tuvo, en sus últimos años,  enorme aprecio a Maqueronte, ya que contaba, en su vecindad, con aguas termales que le permitían aliviar los dolores de la repugnante enfermedad que finalmente lo llevó a la muerte.

Para poder vivir allí de acuerdo a sus gustos, hizo de la fortaleza también palacio real y, con costosos acueductos, la dotó de jardines, ninfeos y piscinas, salones de fiesta, palestras para gladiadores, viviendas para los servidores, músicos, acróbatas, danzarines, que trataban de alegrar sus días; enormes cocinas, además de los extensos cuarteles donde vivía su guardia de galos, tracios y germanos.

Pero la enorme mole de Maqueronte también era, en sus pasajes subterráneos excavados en la roca, prisión de enemigos de estado. Herodes el Grande a los opositores que no ajusticiaba quería tenerlos seguros y cerca, para poder él mismo vigilarlos.

En la época cuando Juan y Jesús comienzan a actuar públicamente, Maqueronte pertenecía a Herodes Antipas uno de los hijos de Herodes el grande y, a quien como tetrarca, tocaron los territorios de Galilea y Perea. También él, como su padre, prefirió a Maqueronte como lugar casi permanente de residencia.

Con tanta más razón por cuanto sus caprichos amorosos le habían granjeado la enemistad armada de sus vecinos nabateos. En efecto, precisamente para proteger sus fronteras con los nabateos, se había casado con la hija del rey nabateo Aretas IV de quien le habían mostrado un retrato retocado, que la presentaba como mujer aceptable, pero que, al final, resultó ser una enorme gorda y estrábica, poco atractiva para sus aspiraciones. Fue allí cuando Herodes Antipas se chifló por Herodías, la mujer de su hermanastro Filipo, madre de Salomé. Para poder unirse a ella repudió a la hija de Aretas. La gorda nunca se lo perdonó; y su padre Aretas, para vengarla, no solo devastaba las fronteras de Herodes con sus bandas de beduinos sino que le enviaba asesino tras asesino para intentar matarlo. Entre que su capital, Tiberíades, le resultaba demasiado calurosa en verano, que el pueblo lo odiaba y que la rolliza hija de Aretas había jurado matarlo, Maqueronte también se había transformado para Herodes Antipas en vivienda favorita.

  Mientras desde sus jardines artificiales y sus fuentes, Herodes es capaz, en los días claros, de ver, más allá del Mar muerto, más allá del monasterio de Qum Ram, el monte de los Olivos y parte de Jerusalén, abajo, en un lóbrego y estrecho calabozo socavado en la piedra, casi guardado, como un espectáculo más, para las fiestas del tetrarca, con pensamientos más lóbregos aún, espera Yohanán, Juan, el rudo profeta bautizador del desierto de Judá. Aquel que, en la plenitud de su vigor, hemos visto en el evangelio del domingo pasado.

Arrebatado por el espíritu, ávido lector de los viejos profetas y los escritos apocalípticos, sensible a los signos de los tiempos, Juan había absorbido, hasta por el último de sus poros, las expectativas ya impostergables del pueblo de Israel: sentía flotar en el ambiente, como una carga eléctrica, que se aproximaban los tiempos finales, que algo tremendo estaba por suceder. Se lo habían rugido a los oídos los vientos quemantes del desierto y el aullar estremecido de ansias de las bestias salvajes de la noche. Lo había leído en las extrañas estrellas fugaces que surcaban el cielo de sus velas nocturnas; y lo había casi visto en los espejismos de fuego que relucían a lo lejos en los horizontes candentes del mediodía.

Jahvé, Dios, estaba preparando su día, el día de la venida, el día de la venganza, el día de la ira, de la represalia, cuando, a sangre y fuego, su Ungido implantaría su Reino.

Y el tenía que preparar a su pueblo, al resto de aquellos que, purificados de sus traiciones y pecados, acompañarían la triunfal venida del Mesías de Jahvé y ocuparían lugares principales de gobierno.

Se había fatigado predicando, bautizando, convirtiendo, preparando la parusía. Y, cuando ya creía contar con suficientes seguidores: 'marán athá' , 'ven Señor', fue su plegaria favorita, mil veces repetida, como en las cuentas de un rosario alucinado.

Y, por fin, su plegaria fue escuchada: estuvo seguro; lo vio. Aquel primo del cual no había tenido noticias desde su niñez. Lo percibió con esa seguridad que solo pueden dar las intuiciones que vienen del espíritu. Lo supo: él era el que había de venir, el elegido, y ya estaba maduro y adulto para iniciar su día, para comenzar su hora.

Con la emoción del que ve a Aquel del cual no se siente digno ni de desatar la correa de sus sandalias, lo señaló con el dedo, y lo indicó a sus discípulos: "Este es el cordero de Dios...." Y con su venia, muchos de los que hasta ese día lo habían seguido se fueron con Jesús. Quedó casi solo. Pero para eso había trabajado.

Loco de alegría, su imprudencia ya no conoció límites: se enfrentó con el mismísimo tetrarca y le reprochó su incesto con Herodías. Herodes, que vivía de la realidad contundente de sus guardias, sus murallas y sus arcas llenas de oro, no podía sino reírse de este predicador inerme y seguido por un puñado de discípulos y gente curiosa que iba, casi como un paseo, de vez en cuando a escucharlo. Solo porque Herodías lo tenía harto con sus protestas quejumbrosas se decidió a ponerlo a buen recaudo en Maqueronte.

Pero Yohanán, en su imaginación, vive esa prisión como un último servicio a aquel que, seguramente, pronto tomaría con sus tropas Jerusalén y, fortaleza tras fortaleza, reconquistaría toda la Judea y finalmente abriría las puertas de la prisión de Maqueronte y se abrazaría con él, haciéndolo uno de sus lugartenientes.

Pero el tiempo ha pasado. Primero días, luego meses, ahora casi un año; y nada sucede. No hay movimiento de tropas, no hay levas, no hay noticias de un Mesías que llame a la batalla, no hay armas que se forjan y se aguzan, no hay arengas ni proclamas. Y su calabozo parece más chico, más húmedo, más maloliente, más cerrado que nunca. El Mesías no viene a liberarlo. El día del Señor vuelve a parecer utópico, lejano.

No, no hay ruidos de tropas que se acerquen. Cercanos y cotidianos le llegan, desde los pisos superiores, los sonidos de timbales y de cítaras, las risotadas de los borrachos, y las risas insinuantes de las cortesanas.

Las noticias que le llegan a través de los mensajes que le alcanzan los guardias con permiso de Herodes lo desconciertan. Su primo ni se ocupa de lo que tendría que ocuparse: no establece campamentos de guerreros. Junta gente, predica y se va. Una que otra curación, un grupo de gente aparentemente común que están a su lado y parecen ser la negación misma de un estado mayor.

Y para él, para su fidelísimo primo, para su heraldo más valiente; para él, Juan, Yohanán, que incluso le cedió sus discípulos... ni un intento, aunque más no fuera diplomático, de liberarlo; ni siquiera un mensaje, una señal de agradecimiento, una palabra de consuelo, una promesa de que pronto llegará la liberación, un grupo comando que lo rescate de la sombría prisión.

Y cada día que va pasando va matando una de sus ilusiones, una de sus esperanzas. Tachando uno tras otro los renglones preñados de amenazas, de anuncios, de promesas, de los viejos profetas que Juan se conoce de memoria.

Él, que sin saberlo, es el último de los profetas, más que un profeta, finalmente se ha quedado sin nada que señalar, sin nada que proclamar, sin horizontes ni respuestas para dar. En el calabozo oscuro de Maqueronte, en el cerebro de Juan, caduca finalmente impotente la voz del antiguo testamento.

Ahora la mente de Juan es pura oscuridad. Y espera la respuesta que, en su desesperación, escandalizado, ha mandado urgir a Jesús.

Y la respuesta llegará casi como un reproche: ¡Feliz aquel para quien yo no seré ocasión de escándalo! Los versículos de Isaías, salvados de la catástrofe del viejo testamento, "los ciegos ven, los paralíticos caminan..., la buena noticia es anunciada a los pobres" golpean como una bofetada los oídos de Juan. El no había querido fijarse en esos versículos perdidos. Solo tenía oídos para los que anunciaban el castigo, el triunfo, la victoria, la gloria del Reino. El había querido ser heraldo de un Dios que intervendría ruidosamente, estableciendo su justicia en el mundo, aniquilando a los malvados, salvado a su patria. Como luego muchos cristianos que leerán de las Escrituras y los evangelios solo lo que les gusta, lo que les conviene, y protestarán cuando las cosas no les salgan como a ellos les agrada o cuando Dios les pida transitar caminos que ellos no han elegido y leer versículos que ellos no hubieran querido leer. Cuando la fe se topa con la cruz y Jesús se hace motivo de escándalo y, de vencedor visible de la sociedad, respetado por los poderes de la tierra, se ve profanado sacrílegamente por payasos, amanerados, políticos de cuarta. Y ser cristiano, antes que un timbre de honor, se hace motivo de persecución y de burla, sin que la espada llameante del Señor aparezca para vengar a los suyos.

Pero Yohanan, escucha silencioso la repuesta de Jesús, y empieza a entender, o al menos trata de entender o de aceptar. No: la liberación está lejos, la patria seguirá su declive fatal, continuarán triunfando los malos, los pastores del pueblo de Dios llevarán a su rebaño al desastre... Y, sin embargo, es allí cuando Juan levanta su esperanza más allá de sus ilusiones de este mundo, de este suelo.

Y es allí, cuando ese hombre, el más grande del Antiguo Testamento, cuando con un esfuerzo sobrehumano renuncia a todo lo que ha esperado humanamente hasta ese momento, es en ese instante, cuando de ser el más pequeño, se transforma en uno de los primeros verdaderamente grandes del Reino.

Y aunque todo es -dentro de él y fuera de él- oscuridad, esa oscuridad, finalmente aceptada, será transformada en luz, en verdadera santidad.

Y ahora sí, ya está preparado.

Como preparadas, arriba, en el jardín, están las mesas del banquete; como afilada la espada del verdugo; como bruñida la bandeja de plata, como lleno de resentimiento el corazón de Herodías; como ágiles y descansados, dispuestos a la danza, los pies de Salomé.

¡ Marán Athá! ¡Ven Señor Jesús!

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