Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1991. Ciclo B

2º DOMINGO DE ADVIENTO 

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 1-8
Principio del Evangelio de Jesús, Mesías, Hijo de Dios. Como está escrito en el libro del profeta Isaías: «Mira, yo envío a mi mensajero delante de ti para prepararte el camino. Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos », así se presentó Juan el Bautista en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus pecados. Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo: «Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con el Espíritu Santo» .

SERMÓN

Quien haya frecuentado alguna vez el Antiguo Testamento. Especialmente el Pentateuco, los libros de los Reyes, -con las historias de Abraham, Moisés, Salomón, David- se habrá dado cuenta fácilmente de que la religiosidad -y aún la nacionalidad judías-, giraban en torno a cinco realidades fundamentales. La primera, la tierra , esa famosa ‘tierra prometida' por Dios, que tan trabajosamente se había conquistado con las gestas de Josué y en lucha permanente contra los cananeos y filisteos. Ese territorio que, como todo territorio de cualquier pueblo, se había transformado en sagrado, en Patria.


Maqueta del primer templo

La segunda, el Templo , levantado por Salomón en Jerusalén y que, con la ley de la centralización del culto, al mismo tiempo que predicaba la unicidad de Dios y la unidad de la nación, se constituía en signo permanente de la bendición de Dios sobre los suyos.

Tercera realidad: el Rey , personaje sacro, descendiente de aquel David a quien Dios había prometido dar descendencia para siempre, y que era algo así como el representante de la providencia paterna de Dios sobre los suyos.

Cuarta realidad, la Ley , -la escrita o la transmitida oralmente por sacerdotes y escribas-. Ley a la vez civil y religiosa, por la cual todos los actos de la existencia se vinculaban a la voluntad de Dios y creaba entre los judíos un entramado de costumbres y ética comunes.

Y, todo ello, finalmente integrado en la conciencia de la Alianza , ese concepto bíblico que es el que marca la relación especial que existe entre Dios y el pueblo con el cual se alía: " Vosotros sois mi pueblo y yo soy vuestro Dios ".

Pero todo eso se derrumba un día estrepitosamente. En el siglo VI antes de Cristo, en Mesopotamia -el Irak actual- los babilonios se rebelan contra los asirios y asumen el poder. En el 612 destruyen a Nínive, la espléndida capital de Asiria. Eso repercute en todo el próximo oriente: mueve todo el tablero de la política de la época y provoca conflictos en todas partes.

En uno de ellos muere el rey Josías, en el 609. Escándalo inexplicable para los judíos ver morir tan joven -¡39 años!- a este su buen rey, especialmente fiel a la alianza, religioso, que había intentado restaurar las buenas costumbres en Israel. ¿Cómo permite esto el Señor? La nación se desmoraliza, pierde coraje, unidad y hasta la fe.

El país se convierte entonces en presa de los enemigos. Los babilonios prosiguen la política de conquista y de opresión de los crueles asirios. Jerusalén es tomada en el 597 y son deportados a Babilonia los cuadros dirigentes, políticos, militares y económicos de la nación. También se deportó a los artesanos del metal y a los cerrajeros, capaces de fabricar armas y utensilios. En el 587, por segunda vez es expugnada Jerusalén, saqueada y arrasada. El templo destruido. El país pura y simplemente anexionado. Y una segunda y masiva deportación.

Judá había desaparecido.

Israel en el destierro, en Babilonia, la ciudad corrupta, despojado de su tierra, expoliado de su templo, privado de su rey, en medio de leyes extrañas y costumbres perversas ajenas a su ética y, por sobre todo, con la frustración amarga de una alianza, de un pacto aparentemente no cumplido por parte de Dios, este Israel digo, debería haber desaparecido, terminado como nación, asimilándose a su entorno pagano.

Y sin embargo eso no ocurrió.

Las familias judías se mantuvieron firmemente unidas. Dirigentes como Jeremías, Isaías segundo(1) y honestos sacerdotes del desaparecido templo de Jerusalén, supieron mantener a los hebreos en la fidelidad a Dios. Más aún: es allí, en medio de la prueba, en donde la teología judía llega a la concepción definitiva no ya del dios nacional en competencia con otros dioses de otras naciones, sino del único Señor del Universo, creador de todas las cosas y dueño de todos los territorios y de todos los pueblos.

Los Israelitas se dan cuenta, finalmente, que Dios no está ligado a ninguna superficie, a ningún santuario, que no es necesario estar en Jerusalén ni en el templo para poder adorarlo y que, por más que nos destruyan todas los apoyos y religaciones exteriores, seguirá siendo posible le para el fiel encontrarlo en cualquier parte, en cualquier circunstancia, también en Babilonia.

Más aún este Dios que ahora descubren ‘Señor del universo', es también Señor de la historia, dueño de todos los pueblos y no liga necesariamente sus planes a ningún éxito de tipo político o nacionalista. Sus caminos son distintos, tantas veces, a los que pueden fijar como idóneos el raciocinio de los hombres. Él es bien capaz de sacar victoria de aparentes derrotas.

Y así Israel aunque tampoco perderá la esperanza en la restauración de la dinastía davídica y seguirá uniendo gran parte de sus ilusiones a la vuelta del ungido, del rey, del Mesías, también aprenderá a sobrevivir sin rey, sin caudillos, sin autoridades legítimas.

Nucleará todos sus esfuerzos en vivir su ser nacional en el campo de lo ético y de lo religioso, creando reductos de nacionalidad en el corazón mismo de la corrupta Babilonia, mediante el mero cumplimiento de la Ley, de la Torah.

Aún en nuestros días el judaísmo vive, como en aquella época, de sus tradiciones. El domingo pasado, en un programa radial judío que se transmite por radio Argentina a las tres de la tarde, el rabino que hablaba, perteneciente a una de las líneas más tradicionales del judaísmo actual, se refería polémicamente al Sionismo. (Ellos llaman ‘sionismo' al movimiento nacido el siglo pasado que ha luchado tanto y continúa aún luchando por ‘recuperar' el territorio de Israel). Sin estar totalmente en contra de esta lucha, el rabino afirmaba que, en realidad, era secundaria, porque la tierra la habían poseído muy poco tiempo -cuatro o cinco siglos-. Los mucho más numerosos siglos restantes, en cambio, habían conservado su identidad, no por la Tierra sino por la Ley, por la Torah. “Lo que los hace judíos –dice- no es el territorio, es la Ley”.

Es verdad que esa ha sido -después de Cristo- una identidad embretada en las leyes fariseas del Talmud e impermeable a toda asimilación aún legítima a otros pueblos, pero es cierto también que, en el siglo VI AC del cual estamos hablando y donde nace la primera lectura que hoy hemos escuchado del Segundo Isaías, aferrarse a Dios y a la ética, sin falsos conservadorismos ni xenofobias, fue, para los judíos, lo que les permitió sobrevivir durante dos generaciones -cincuenta años- hasta que llegó nuevamente la posibilidad de volver a Israel. Muchos jamás regresaron y lo mismo conservaron, así, su identidad judía.

La posibilidad de regresar les llegó por las vías más extraordinarias. Cuando parecía que todo estaba acabado, que el poder de Babilonia era inexpugnable, definitivo, tremendo, e Israel debería vivir para siempre extrañado de su tierra, comenzaron a llegar noticias a los desterrados de que un poderoso caudillo extranjero se había levantado en armas por el norte y estaba liberando a los pueblos de diversos yugos. Ciro el Persa , efectivamente, después de aplastar a los medos y apoderarse de todo Irán, se había encaminado al oeste y conquistado Asia Menor -incluso la Lidia con su rey Creso , cuyos tesoros le ayudarán a proseguir el avance-. Toma luego, en el este, el Afganistán y parte del actual Pakistán y, finalmente, se asoma sobre Babilonia. Y, para los judíos, no es un conquistador más; porque se oye decir que Ciro trata con honores -e incluso los hace sus colaboradores- a los reyes vencidos y deja volver a sus países de origen a todos los cautivos y desterrados.

Ese es el ambiente donde nace nuestra primera lectura de hoy. Isaías Segundo ya ve que ‘la tristeza se acaba'. Israel podrá volver a Sión y, por eso, hay que preparar ‘un camino en el desierto', para que, por él, todos puedan regresar a Jerusalén. Pero Isaías concibe este camino por el desierto simbólicamente. Está rememorando el desierto de la época de Moisés, después del Mar Rojo, antes de la anterior entrada en la tierra prometida. El desierto ha quedado en el recuerdo de Israel como el lugar y la época privilegiada en donde, en ascetismo, oración y silencio, nace el pueblo de Israel y se prepara para el regalo de la Tierra prometida. Por eso Isaías lo recuerda: la vuelta a Jerusalén no puede hacerse simplemente viajando: hay que prepararse, hay que vivir en serio la Ley, como en la época fundacional, mosaica, patricia.

De hecho, cuando Ciro entra finalmente en Babilonia, permitirá a los judíos volver a su tierra. Pero no crean Vds. que se encontrará a muchos que quieran volver. Casi todos los judíos son nacidos en el destierro. De su patria solo saben lo que les han dicho sus padres y abuelos. Se encuentran muy bien, instalados en Babilonia. En realidad muy pocos volverán. (Algo de lo que pasa con los hijos de los cubanos emigrados a Norteamérica que no quieren saber nada de volver a Cuba cuando desaparezca Fidel.)

Solo unos pocos finalmente vuelven y serán los verdaderos fundadores del judaísmo. De esa madera de pioneros y luchadores saldrá finalmente el cristianismo.

Muchas cosas sucederán después. En realidad el regreso a Tierra Santa no ha formado la comunidad ideal. Ni la reconstrucción del país responde a sus ilusiones. Más bien todo se muestra precario, pobre. Los judíos no se comportan con suficiente fidelidad. No logran nunca la independencia, salvo en el breve periodo de los macabeos. Y esos textos de esperanza de Isaías han de ser, entonces, releídos, aguardando una liberación futura y definitiva.

Y es por eso que Marcos, en el evangelio de hoy, usa esa vieja profecía de Isaías que anunciaba la vuelta a Jerusalén " Una voz proclama: preparen en el desierto el camino del Señor ", para referirse a Juan el Bautista. Porque el triunfo, la gloria del Señor, ya no será la liberación que trae Ciro y la vuelta geográfica a Jerusalén. El día de la gloria del Señor, para el cual hay que prepararse es la venida de Cristo. La que sucedió una vez hace dos mil años, pero la que ha de suceder constantemente en nosotros y para la cual nos sirve de incentivo especial la actualización de la memoria de la Navidad.

Y si este es un proceso que ha de vivir siempre el cristiano -hacer nacer y renacer y crecer a Cristo en su mente, en su corazón y en sus acciones- tanto más en estas épocas en que vivimos, desterrados en Babilonia. Porque también nosotros estamos cada vez más en tierra extranjera, en una Argentina desdibujada, sin destino trascendente, sin personalidad, sin prosapia cristiana. Argentina en manos de advenedizos que han asaltado los resortes del Estado y nos despojan de nuestros bienes y de nuestro trabajo y de nuestra propiedad. Cada vez más pobres mientras ellos se hacen ricos de la noche a la mañana desde su puesto, desde su banca de concejal o diputado, desde su sindicato, desde su alianza con el poder.

Argentina sin dinastía, sin reyes, sin verdaderos dirigentes, sin tribunales justos, sin modelos, sin aristocracia, casi, diríamos, sin autoridades legítimas. Argentina sin ley, sin moral, sin ni siquiera constitución -que no se respeta-. Argentina, también diríamos, sin templo, porque suena a veces discordante y contradictoria la voz de obispos y sacerdotes, y los medios deforman o acallan la de los verdaderos pastores. Argentina, a lo mejor, desesperanzada, porque parece que Dios también ha roto su alianza con nosotros, que ninguna de nuestras últimas grandes empresas han triunfado, que los cristianos siempre terminan derrotados.

Si: Argentina verdadera como desterrada en Babilonia. Los cristianos desalentados, alejados de nuestras costumbres católicas e inmersos en la corrupción. Y es probable que muchos terminen por habituarse a esta Babilonia, capaz, quizá, de crecer económicamente; muchos terminen por acomodarse a esta nueva sociedad. Pero dejarán así de ser cristianos, aunque hablen de la ‘civilización del amor'. De ser argentinos, aunque lleven escarapela y canten el himno a la Charlie García. Serán uno más del hombre próspero universal de la social-democracia mundial.

El que quiera salvar su libertad, su identidad cristiana, su personalidad e idiosincrasia argentinas, no tendrá más remedio que luchar. No puede dejarse estar, sino Babilonia lo tragará. Habrá de hacer el esfuerzo viril y valiente de preparar en el desierto el camino del Señor. De imbuirse en oración, silencio y estudio de pensares y quereres de Jesús. De purificar su idea -a lo mejor pequeña, infantil, supersticiosa- de Dios, hecha a su medida, y trocarla por la del verdadero Dios. Sujetarse al evangelio, abroquelarse en la familia, en la educación de los hijos, en las amistades cristianas, en el contacto con buenos sacerdotes y buenos maestros, con buenos libros, con buenas meditaciones. Pero, sobre todo, no perder la confianza en el Señor, el que puede cambiar en un santiamén el sentido de la historia, el que maneja a los Ciros de este mundo, el que nos da la Vida verdadera, el que, a pesar de los fracasos, encuentra siempre el camino de la victoria, el que nació el seno humanamente estéril de una Virgen, el que resucitó muertos y resucitó de entre los muertos. Demostrando que ni siquiera la muerte es la palabra final, ni para la Patria, ni para los que dan la vida por El.

(1) Se le llama el Segundo Isaías o Déutero Isaías porque, aunque contenido en la tradición y los escritos del libro de Isaías, vive y actúa un par de siglos después del primero. Se le atribuyen los capítulos 40 al 55 de esta obra.

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