Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2001. Ciclo A

2º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP 09-12-01)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 3, 1-12
En aquel tiempo, se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca.» A él se refería el profeta Isaías cuando dijo: Una voz grita en el desierto: reparen el camino del Señor, allanen sus senderos.  Juan tenía una túnica de pelos de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. La gente de Jerusalén, de toda la Judea y de toda la región del Jordán iba a su encuentro, y se hacía bautizar por él en las aguas del Jordán, confesando sus pecados.  Al ver que muchos fariseos y saduceos se acercaban a recibir su bautismo, Juan les dijo:  «Raza de víboras, ¿quién les enseñó a escapar de la ira de Dios que se acerca? Produzcan el fruto de una sincera conversión, y no se contenten con decir: "Tenemos por padre a Abraham". Porque yo les digo que de estas piedras Dios puede hacer surgir hijos de Abraham. El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego.  Yo los bautizo con agua para que se conviertan; pero aquel que viene detrás de mí es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. El los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene en su mano la horquilla y limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en un fuego inextinguible» 

SERMÓN

            No es extraño que la vida pública de Cristo se inicie, en los evangelios sinópticos, con el anuncio profético de Juan el Bautizador. Marcos, incluso, omite todo relato de infancia o preexistencia y empieza su evangelio directamente con él.

            Es que Juan Bautista representa, en el lenguaje judío, una figura teológica de fundamental relevancia para la intelección teológica del papel de Cristo.

            Es sabido que el cristianismo nace en ambiente judío. Fue en la historia y cultura de Israel donde Dios preparó los conceptos y las enseñanzas éticas fundamentales que habrían de servir para comprender y entender el ser de Jesús, de la Iglesia y de la humana redención.

            Hubo, empero, un lapso de esa historia que, para la elaboración de estos conceptos, tuvo cardinal importancia. Cada vez más los estudiosos están contestes en fijar como época de redacción definitiva de la Biblia los siglos VI y V antes de Cristo. Es en ese período cuando, destruidos definitivamente los reinos de Israel y de Judá, el pueblo judío es desterrado en Babilonia y ha de retornar, una vez liberados por Ciro, a reconstruir trabajosamente, prácticamente de la nada, un país, una ciudad, un templo y una religión casi desaparecidos.

            Todos los viejos relatos que hoy tenemos en la Biblia son compuestos en esta perspectiva, la del regreso a la patria. A ese vuelta a la "tierra de los padres" desde el destierro en Babilonia, servirá recordar a Abraham, dejando Mesopotamia por pura fe, para internarse en territorios desconocidos; a Moisés, cruzando el Mar Rojo, desde la cautividad en Egipto; a Josué vadeando el Jordán para posar sus plantas en la tierra prometida. Para entender, pues, los relatos bíblicos tal cual hoy los tenemos, más importante que intentar saber lo que pasó realmente en la época de Moisés, 1250 antes de Cristo -reconstrucción imposible, según dicen los historiadores-, es revivir las circunstancias, ochocientos años después, de los emigrados a Babilonia y regresados a Jerusalén, época en que se reelaboraron y compilaron estos relatos.

            Entonces, los judíos, frente al imperio Persa, frente a los reinos circundantes -aún el decaído Egipto-, no son nada: quebrados, sin dinero, endeudados, moralmente aniquilados, anímicamente vaciados, sin patria, despojados; sus tierras y su ciudad ocupadas por colonos extranjeros ... Para reconstruir su país prácticamente habrán de nacer de nuevo, ser recreados por Dios, comenzar una existencia distinta... Pero esto ahora -sostienen quienes escriben lo que un día será llamada sagrada escritura- no podrá darse sin condiciones morales: no se trata solo de una vocación histórica, nacional. Lo nacional, lo religioso y lo moral -dicen los redactores bíblicos- han de estar de ahora en adelante profundamente relacionados. Dios solo ejercerá poder y misericordia sobre ellos en la medida en que el pueblo responda a Su ley, a sus exigencias de fidelidad y comportamiento. Por eso, más que prepararse económica o políticamente, para rehacer la patria habrán todos de cambiar de conducta, convertirse. Para lograr estos efectos en su pueblo los profetas y sacerdotes compositores de las antiguas tradiciones han de magnificar los hechos del pasado, exaltar el poder Creador de Dios, llamar a la conversión, renovar la Alianza, recordar la ley divina, e instar a dejar la seguridad de Babilonia para cruzar otra vez el Jordán, quedándose de este lado, babilónico, solo los malos, los traidores, los indecisos, los vendidos a la seducción del enemigo.

            Para instar a esa vuelta, a ese nuevo paso del Jordán, será recordado Abraham partiendo de Ur de los caldeos, el cruce del Mar Rojo por Moisés, el del Jordán por Josué. La travesía por el desierto desde el Eufrates a la Transjordania, será doblada simbólicamente por los cuarenta años en el desierto de Moisés y su encuentro con las tablas de la ley. La ayuda prometida por Dios se conmemorará en la caída milagrosa de Jericó, etapa obligada de ese viaje. El pasado, reelaborado literariamente, será paradigma de las dificultades y el despojo que habrán de tener los judíos para abandonar su próspera situación en Mesopotamia y al mismo tiempo de la confianza a depositar en el poder salvífico de Jahvé, capaz de romper cualquier muralla, superar cualquier obstáculo, aplanar todo camino, secar todo torrente...

            Uno de los grandes predicadores de este retorno es el llamado Deuteroisaías, profeta que figura bajo el título del libro de Isaías desde sus capítulos cuarenta al cincuenta y cinco. "Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos" es una de sus frases.

            Pero ya en la época de Jesús han pasado otra vez muchos siglos desde ese fatídico año 538 cuando grupos de desterrados comienzan a regresar a su amada patria. Es verdad que el camino no fue tan difícil. Lo terrible fue encontrar la ciudad destruida, el templo en ruinas, las tierras ocupadas por nuevos colonizadores que veían a los recién llegados como intrusos. Peor todavía, aun asentados nuevamente en Israel -en una nueva organización que incluso en la época de los Macabeos alcanza una cierta independencia- la vida religiosa y moral no prospera excesivamente:, persisten los abusos, las injusticias, la falta de ética en los negocios, en la vida personal... Los mismos sacerdotes de Jerusalén no se muestran a la altura de sus sagrados deberes. Medran, ricos y empachados, junto con la clase política de la cual forman parte principal, de las arcas del tesoro del templo, vaciadas por ellos una y otra vez y vueltas a llenar por los sudores del pueblo, en una nación que paulatinamente se empobrece más y más. Los profetas han acallado su voz. "Ya no hay profetas en Israel", es un lamento desgarrador que surge de las últimas composiciones del antiguo testamento. La ocupación del imperialismo romano es el último bofetón a esa decadencia.

            Sin embargo, la esperanza no se pierde: entre ilusiones nacionalistas y ambiciones terrenas se va labrando un concepto cada vez más místico, o quizá mágico, apocalíptico, del verdadero Reino esperado de Israel. Una intervención fulmínea de Dios -quizá mediante un Mesías sacerdotal o davídico-, una batalla cósmica, la final instauración mundana de una especie de paraíso en donde el pueblo elegido ocuparía posiciones preeminentes. Ese pueblo, para muchos, ya no sería más el Israel histórico, sino solo el de los puros, los fieles, el resto, los elegidos, que, de una manera u otra, se hubieran preparado en fidelidad total a Dios y a su ley, al merecido premio. Así se pensaban a si mismos los fariseos; así esperaban esos tiempos de una manera monacal, ascética, los esenios; así se consideraban más drásticamente los zelotes o los sicarios, siempre con su puñal o su daga en la mano.

            Esa intervención divina sería precedida por el cerrarse del paréntesis del silencio profético. Aparecería uno que reuniría en si las características de los máximos profetas de la antigüedad: según Malaquías la figura de Elías, vestido de piel de camello y comiendo langostas y miel del desierto; sumada a la de Isaías con sus palabras encendidas.

            Eso es lo que sus seguidores ven en Juan, eso es lo que termina por pensar de si mismo el Bautizador después de sus largas reflexiones en el monasterio de Qum Ram donde ha pasado su juventud. -Y en cuya biblioteca, recientemente hallada en las cuevas del Mar Muerto, se han encontrado folios y folios de textos y comentarios del profeta Isaías-. De hecho eran los qumramitas, los esenios, quienes se aplicaban la frase de preparar "en el desierto" -en su convento, lejos de la corrupción de la ciudad- "los caminos del Señor".

            Juan ha comprendido, le ha sido revelado en presentimientos místicos, en enfebrecidas lecturas de viejos manuscritos, que los tiempos definitivos están cerca. Todo el antiguo testamento, las promesas a Abraham, los sueños de liberación del cautiverio egipcio, la pena del destierro babilónico, la lejanía del Señor provocada por el olvido de la ley, los ritos inútiles y supersticiosos, serán próximamente curados, redimidos, salvados por el Señor, que viene a liderar Él mismo a los suyos hacia la salvación de todos los males. Pero, para eso, hay que prepararse, convertirse de las sendas extraviadas, volver a Dios. No se trata de arrepentirse de este o aquel pecado, tampoco exactamente 'cambiar de mentalidad' como lo interpretaron algunos desde el griego -metanoia-, sino de tomar una decisión fuerte y definitiva por Dios, que comprometa toda la vida, toda la existencia. La conversión es un asunto de compromiso personal, de entrega, de adhesión viril, no solo de ideas, de posiciones éticas, de pecados susurrados como hábitos oscuros en la rejilla del confesionario.

            No es extraño que, en aspecto de Elías y palabra de Isaías, el Bautista predique en el desierto, del otro lado del Jordán, antes de introducirse místicamente en la tierra prometida a la cual tendrá que liderar el mismo Dios o su Mesías, aquel del cual Juan no se considera digno de desatarle las sandalias. Otra vez los acontecimientos de la vuelta del destierro con sus promesas aún incumplidas se transforman en modelo de esperanza y, ahora, de una esperanza superior y definitiva.

            Allí está Juan, modelo del cristiano, como Abraham guiado por la pura fe, abandonando todas sus posesiones y posiciones para engancharse en las filas del Señor; allí está como Moisés frente a las aguas del Mar Rojo que harán quedar atrás para siempre la esclavitud de Egipto y hasta su polvo lavarán en nuevas tablas de la ley. Allí está finalmente el Jordán, el nuevo Rubicón de los valientes, en cuyas aguas deberán ahogar -los que opten por Cristo- toda connivencia con el pecado, con la vida vieja, con las contaminaciones del mundo.

            Ese es el sentido del bautismo de Juan: el desembarazarse y limpiarse y morir a la extranjería de Dios, el introducirse en su tierra, en sus dominios, en su reino, el desapegarse de todo lo que trababa la plena entrega a Dios y comenzar de nuevo. Nada de lo anterior sirvió, todo lo que se hizo prescindiendo de Dios finalizó en el fracaso. La vestimenta austera del profeta, su alimentación frugal y abstinente, su habitación en el desierto, lejos de los corruptos de la vida mundana, de todo compromiso con el mundo y sus poderes, muestran, a los que leen el evangelio de Mateo, la actitud de todo cristiano que quiera prepararse en serio a seguir a Jesucristo, a participar de su Reino.

            Mensaje permanente, perenne, pero tanto más actual para los cristianos de esta época y, sobre todo, para los cristianos argentinos. Ahora, si o si, la patria destruida, tierra arrasada, el templo de la fe y la honestidad de las costumbres sacudidos en sus cimientos, dominados por el enemigo, endeudados, empobrecidos, sin ni siquiera el orgullo de haber sido siempre derechos, de haber conservado la fe, de haber salvado a la familia, a los valores... aún los que nos decimos católicos infiltrados por el mundo, por sus modas, por sus preocupaciones, extraviados, a veces, por nuestros propios pastores, pervertida en tantos lugares nuestra liturgia, transformadas nuestras iglesias en clubes sociales o en unidades básicas o en centros de promoción barrial o de distribución insuficiente de apenas humana solidaridad, sí o si, el adviento, con la señera figura del Bautista, nos llama a un nuevo bautismo, un nuevo cruce del Jordán, una decidida preparación para sumarnos a las tropas del Mesías, un comenzar de nuevo, nacer otra vez, ser recreados por Dios, comenzar una existencia diferente, iniciar otra época fundacional.

            No sabremos si con ello, Dios lo quiera, podremos rescatar y levantar para Cristo nuestra patria terrena, pero, al menos hacer baluartes de nuestras familias, héroes y santos de nosotros mismos, convertidos totalmente al Señor, en la austeridad -casi obligada por los tiempos- de Elías, en la indignación y al mismo tiempo consuelo de Isaías, agrupando nuestras fuerzas, bautizados por Juan, afilando nuestros sables, inflamando nuestros ánimos con la palabra de Dios, esperando la llegada del enviado, del hijo de David, para que a sus órdenes, vadeando con él el Jordán, avancemos decididos, mediante lo que nos cueste luchar en esta ciudad terrena, hacia la conquista de la celeste Jerusalén.

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