Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2003. Ciclo C

1º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP 30-11-03)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     21, 25-28. 34-36
Jesús dijo a sus discípulos: «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, los pueblos serán presa de la angustia ante el rugido del mar y la violencia de las olas. Los hombres desfallecerán de miedo por lo que sobrevendrá al mundo, porque los astros se conmoverán. Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria. Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación» Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra. Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante del Hijo del hombre»

SERMÓN

            No se crea que estas imágenes apocalípticas, escatológicas, pertenecen exclusivamente al mundo de la fantasía bíblica. Desde tiempo inmemorial el hombre, cuando ha reflexionado sobre el destino final del mundo, lo ha pensado signado por un destino fatal, de destrucción. La experiencia de la propia muerte era proyectada a la totalidad del cosmos, que se veía como una especie de doble gigantesco del hombre: también formado de alma y de cuerpo, identificados respectivamente con el cielo y la tierra. Es verdad que la vida del cosmos -así como su tamaño- era muchísimo más prolongada que la de los seres humanos, pero de ninguna manera definitiva. Por más que, con sus medios primitivos, los antiguos sabios observaran que el cosmos parecía fundamentalmente estable y permanente, no podían dejar de notar que, de vez en cuando, aparecían en él amenazas de inestabilidad, a la manera de las enfermedades humanas. Estrellas fugaces -que concebían como astros que se precipitaban a la tierra-, cometas, eclipses, terremotos, erupciones, inundaciones, incendios terribles producidos por rayos ... les parecían indicar que, a pesar de su aparente inconmovibilidad, el mundo estaba amenazado por fuerzas destructoras, a la manera de Shiva, la exterminadora, o Pachamama, la voraz, o Apofis la serpiente aniquiladora de los dioses.

            Sin embargo, como de la nada nada sale, y la única realidad existente y por lo tanto divina, para el hombre antiguo, era el universo, su destrucción no podía ser definitiva, debía, de una manera u otra, a la manera del ave Fénix, renacer de sus propias cenizas. La experiencia les mostraba procesos similares: el sol alejándose y muriendo en invierno, o en el ocaso, pero que volvía a renacer y a acercarse en la primavera, en el alba. O las estaciones que marcaban la seca y muerte de la vegetación y su renacer estivo en verdes renuevos, flores multicolores y frutos.

            Aún la muerte del hombre parecía no ser completa, definitiva. El mundo de los sueños y las pesadillas se convertía fácilmente en un mundo fantasmagórico de ultratumba donde parecían pervivir los muertos. El asombroso parecido de la descendencia -la herencia genética- se interpretaba como resurrecciones o reencarnaciones parciales del antepasado. Era como si todo estuviera destinado a irse y regresar, morir y renacer.

            De tal manera que, así como el invierno permitía el renacimiento de la primavera, y la muerte de los ancianos la renovación de la vida en los jóvenes, todo el conjunto de la realidad universal -pensaban- sufría periódicas muertes o catástrofes que aniquilaban el cosmos, pero de cuyos restos, en ciclos que se repetían al infinito volvía a renacer. Es el famoso mito del eterno retorno del cual hablan todas las religiones y concepciones filosóficas no bíblicas, las que no reconocen la distinción entre Dios y el universo, entre el Absoluto y el cosmos, entre el Creador y la creatura.

            Como ejemplo recordemos la concepción estoica, que, nacida en Grecia, tanta boga tuvo en el imperio romano durante el nacimiento y surgencia del cristianismo: Séneca, Epictecto, Marco Aurelio. Como en todo el pensamiento antiguo tampoco los estoicos reconocían le existencia de un Dios trascendente. Dios se identificaba con la totalidad. Y, como de la nada nada sale, ésta, la naturaleza, el cosmos, debía existir desde toda la eternidad, en medio del vacío infinito -afirmaban-. Zenón, Cleantes, Crisipo, ya en el siglo IV AC, afirmaban que Dios, el universo, estaba formado por dos principios también eternos, ingenerados e indestructibles. Por un lado, la materia pasiva, despojada de cualquier forma o cualidad. Por el otro, a la manera de Heráclito, el principio activo, el fuego, identificado con la Razón, con el Logos, con el Espíritu, con Zeus. Principio eterno, potentísimo, sutilísimo, fluido, viviente e inteligente que penetraba la materia organizándola y vivificándola.

            El fuego, pues, contenía y penetraba todo el cosmos, a la manera de un alma universal, a la manera del Atmán o Brahma de los hindúes, el Tao de los chinos, la Maat egipcia. Es la Mente que rige y gobierna el Universo, es la Providencia y el Destino o Fatalidad que todo lo ordena y todo lo maneja, sin dar lugar a libertad alguna.

            De la mezcla del fuego con la materia resultaba la variedad de los seres. Todos estábamos formados, en mayor o menor proporción, por alma de fuego y cuerpo material en precario equilibrio. Casi en combate, como el amor y la discordia, en Empédocles son el fondo de toda realidad.

            A la manera de un gran ser viviente, el universo todo, está en perpetua transformación y se desarrolla en ciclos rítmicos y periódicos -nacimiento, juventud, vejez y muerte- que Cleantes fundador de la estoa, llamaba el Gran Año. Durante y al cabo de ese Gran Año todos los seres del universo -los dioses, los astros, los hombres, las plantas y los elementos- perecerían. El Gran Año terminaba con una conflagración universal en donde el Logos, el Fuego, todo lo destruía y purificaba. Finalmente volvían a quedar solos, enfrentados, los dos principios eternos: la materia y el fuego. De ellos volverían a renacer todas las cosas -la palingenesia- siguiendo el mismo orden, repetido infinitamente. Los mundos y los grandes años se sucederían en ciclos eternamente reiterados. Los individuos y las personas no seríamos, para los estoicos, más que momento efímeros y perecederos de este todo, lo único permanente, pero sin más sentido que su propio eterno renacer.

            Esta concepción cíclica del universo, con sus respectivas catástrofes y renacimientos, es omnipresente en el pensamiento griego y romano. Catástrofe justamente quiere decir 'dado vuelta'. El término venía de la acción con la cual el arado da vuelta la tierra para fertilizarla. Pero la catástrofe no es el final, es el enésimo comienzo de un nuevo germinar.

            En las religiones orientales se piensan cosas semejantes. El hinduismo identifica la acción del logos con el karma manejado por Brahma, el Atman, el alma del mundo -alma viene etimológicamente de 'atma', aire-. Principio de acción que envuelve a los individuos en el engaño del múltiple, el samsara, o el maya. El individuo, partícula de ese atman precipitada por el karma en la materia, sufre sucesivas muertes y reencarnaciones. Cae una y otra vez en el engaño del múltiple, también en retornos cíclicos, catastróficos, palingenésicos, a menos que desaparezca en el nirvana, en la nada. Algo parecido piensa el budismo, el Zen, la sabiduría china del Ying y el Yang. Algo muy semejante los aztecas, con su calendario de años cósmicos y, en general, todas las grandes religiones de la historia.

            Hegel, Nietszche, Schopenhauer, Marx, ya en nuestros tiempos, sostuvieron a su manera, el eterno retorno, la revolución permanente. Tesis, antítesis, síntesis, comienzo de una nueva antítesis. La New Age delira con proposiciones similares. Es que, como dijimos, si el Universo es Dios, el único existente, y a ojos vistas se desgasta y envejece, como de la nada nada sale, es necesario que renazca eternamente de sus propias cenizas y todo quede encerrado en él: también nosotros.

            Otra salida es afirmar que el universo no cambia, que es eterno e imperecedero. El cambio solo una ilusión, a lo Parménides. Pero, cuando la ciencia contemporánea, con Hubble y Lemaître y, luego, Wilson y Penzias, demuestra sin lugar a dudas el nacimiento del cosmos hace 14.700 millones de años, en el apodado despectiva y humorísticamente Big Bang por Hoyle -muerto recientemente-, y su continua expansión y desgaste entrópico, los defensores de la existencia única del universo y la materia no tuvieron más remedio que volver a la teoría del eterno retorno. Posición obligatoria que debía defender, por orden del gobierno, la Academia de Ciencias Soviética, antes de la caída del comunismo. El universo se expandía, sí, impulsado por la primitiva explosión, pero -intentaban defender- la gravedad un día detendría ese proceso y, luego de un corto período de estabilidad, volvería a comprimirse hasta fundirse nuevamente, a las altísimas temperaturas del comienzo, en la singularidad original, la que ahora sería llamada la 'Gran Caída' o 'Catástrofe', el Big Crunch. De allí, otra vez, como un acordeón, en un proceso de eterno rebote, el Big Crunch se identificaría con otro Big Bang para reiniciar el proceso. Lástima que la cantidad de materia necesaria para producir la gravedad capaz de frenar el proceso de expansión no ha aparecido hasta ahora ni en su décima parte. Este hecho, junto con la irreversibilidad de la segunda ley de la termodinámica, hacen de esta hipótesis, pura fantasía científica, vuelta forzada al mito griego del eterno retorno.

            Pero conjeturas parecidas, influidas por el Zen y por el Tao, en su odio metafísico al Dios cristiano, sostienen los científicos americanos de la Gnosis de Pasadena o Princeton.

            La fuerza de estas ideas e imaginería fue tal en el mundo antiguo que, cuando los primeros pensadores cristianos quisieron elevar sus afirmaciones a nivel científico, adoptando el lenguaje de la filosofía y la ciencia griega, no pudieron librarse del todo del contagio de sus errores. Por ejemplo el gran Orígenes de Alejandría, hacia los años doscientos y pico DC, afirmaba que el tiempo cósmico estaba compuesto por siglos de eras o eones y cada siglo vendría a ser como un día en la semana de semanas de años de siglos que representaban el tiempo total. El 'Eón o siglo presente' -como le llama San Pablo- no sería sino una de esas unidades, todas finalizadas catastróficamente. Las almas no purificadas de sus pecados tendrían en los siglos o eones venideros cientos de oportunidades, hasta que, al término, en la apocatástasis final, todas serían salvas, incluso los demonios.

            Esta locura -aunque en la época pasaba por muy científica- por supuesto fue rechazada, sin mucho trámite, por la Iglesia. La intención de Orígenes, empero, era buena. Defendía la verdad cristiana de que la salvación no era la vuelta anónima al Todo, sino salvación verdaderamente individual y distinta, incluso material. Sin embargo, como en los mitos griegos y orientales, desvalorizaba el valor único de la vida que se estaba viviendo. Ella no importaba demasiado: total, para salvarse, habría muchas por delante.

            Para el cristianismo, contrariamente a todos esos mitos de palingenesias, reencarnaciones y eternos retornos, el tiempo y la creación tienen un significado lineal e irrepetible, avanza no hacia un regreso, un nuevo comenzar, sino hacia una consumación definitiva. No un círculo, sino una flecha.

            La vida del hombre no es una partícula fugaz e intercambiable del Todo: es única, destinada a participar de la Vida de Dios, y juega todas sus posibilidades de obtenerla en el único lapso de tiempo de éste su sólo existir terreno. Por eso en todo hombre, cada año, cada día, cada hora tienen un valor único e irrepetible. La existencia larga o breve, siempre suficiente para los propósitos de Dios, hay que aprovecharla al máximo: el tiempo malgastado no se recupera.

            Las imágenes que trae hoy nuestro Evangelio, recurriendo al acervo universal de la catástrofe y, específicamente, de la apocaliptica judía, nos presenta, pues, una noción diametralmente distinta a la de las gnosis del eterno retorno antiguas y contemporáneas.

            El devenir de la historia no es un círculo, a la manera de la serpiente que se muerde la cola y confunde el principio con el fin, símbolo universal del eterno retorno, en donde todas las cosas una y otra vez, catastróficamente o no, vuelven a reiniciarse perdiéndose en el Uno, sino un mundo maravilloso creado como lugar y don para el crecer del ser humano. Antesala de lo definitivo, jardín en donde Adán, el 'homo sapiens', a imagen y semejanza de Dios, dominando la creación y cultivándola, en el convivir con sus hermanos, llevado en generosa virtud, será capaz de recibir, en fe, esperanza y caridad, el don de Dios. Dios que puede romper el ciclo infernal de nacimientos y muertes, inicios y catástrofes, porque es distinto del universo, trascendente. Él sí Vida infinita, consumada y plena: eterno convivir de Padre, Hijo y Espíritu Santo, en pletórico existir y felicidad.

            De allí que la salvación no pueda surgir del cosmos perecedero ni del hombre mortal: debe venir del cielo. Por eso, en nuestro pequeño apocalipsis del evangelio de hoy, Lucas no solo utiliza las imágenes catastróficas de la literatura universal, sino que les opone la estampa del Hijo del Hombre. El Hijo del Hombre es una figura humana, sí, pero que, en última instancia, proviene de la esfera de lo divino. Él es, en las profecías de Daniel, capítulo séptimo, el enviado por Dios y desde Dios para salvar definitivamente a Su Pueblo. Salvación que no puede surgir del trabajo prometeico de los hombres, prisioneros en este cosmos perecedero, sino del poder y la vitalidad del Dios viviente, trascendente al Universo. Por eso el Hijo del Hombre no es otro que el Resucitado, Jesús, el hombre asumido por Dios, viniendo sobre una nube -símbolo de lo divino, carroza de Dios- "lleno de poder y majestad"

            Sin embargo, el vivir del hombre no es una mera espera de su llegada. No es, tampoco, un vivir lo mejor posible esta pasajera vida a lo Confucio o a lo estoico, o una pura huida del mundo o la pérdida del yo en el Nirvana, al modo del Yoga o del Buda, -ascética sin servicio ni amor-, o, a la manera prosaica de Fukuyama, la técnica buscando la salud y el confort, la búsqueda egoísta del placer tratando de arrebatar vida a la inevitable muerte. En ninguna de estas postura hay salvación, ni, estrictamente, crecimiento: aún en las doctrinas del progreso éste no es sino apariencia, porque todo finalizará en la sin razón de la catástrofe final y la vuelta al principio; y, para cada individuo, en la muerte -o en sucesivas reencarnaciones que, últimamente, conducen, tratando de fugarse de esos ciclos, a la nada-.

            Por eso el Hijo del Hombre no viene vengadoramente para acompañar la catástrofe cíclica y aniquiladora. No a la conflagración purificadora de los estoicos, el Big Crunch de los científicos ateos, el mundo gastado, la vida de cada uno que se acaba. Su venida es el preanuncio gozoso de la liberación. La instauración del Reino bellísimo de Dios, el triunfo de los santos.

            Y aunque a ese nivel increado, dice Lucas, no puedan llegar nuestros esfuerzos torpes de creaturas, lo mismo debemos prepararnos, no ociosamente, sino en vida útil y comprometida, vigilante, aguardando activamente al Hijo del Hombre.

            En este primer domingo de Adviento, otra vez la Iglesia quiere hacernos "levantar la cabeza". Mostrarnos el sentido final y excelso de nuestra preciosa vida. No perdamos nuestro tiempo, nos dice, no nos aturdamos por las preocupaciones de todos los días: levantando nuestra frente, usemos nuestro tiempo creadoramente, en compromiso, en amor, para ir preparando nuestro corazón al encuentro con Cristo. Hay una sola vida, y tenés que tomarla bien en serio, en ella te jugás tu definitivo existir.

            ¡Suso! (¡Su!, dicen los italianos). ¡Arriba! ¡Viva esta única vida que Dios nos regala! Antesala de cielo, campo de batalla y de combate para los valientes, balcón de enamorados, esfuerzo de construcción de caminos y de puentes, desierto -a veces- en donde hacer florecer la vida con el evangelio, misión de apoyo y empuje a los más débiles, plegaria y alerta, esperanza de Cielo.

            Eso es vivir. Eso es el adviento.

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