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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

1972
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 5, 1-12a
Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo»


SERMÓN
(GEP 01/11/72)  

¿Quién no sabe que, en estos tiempos, la Iglesia está atravesando dificultades serias? No solo por las persecuciones más o menos embozadas o al descubierto que sufre en diversas partes del mundo, sino también por sus problemas internos, desobediencias, doctrinas heterodoxas, defecciones, carencia de clero y vocaciones. Cualquiera que quisiera enumerar los males actuales de la catolicidad podría hacer una larguísima lista de éstos. Y quién se acercara estadísticamente al asunto del progreso o retroceso de la Iglesia quedaría también más bien decepcionado. Pienso que aún solamente una mirada desapasionada a nuestro alrededor no puede sino llevarnos a la constatación de que Dios aparece cada vez más ausente del pensamiento de los hombres. La sensación que todos tenemos no es la de una Iglesia misionera, conquistadora, entusiasta, que gana terreno, sino más bien una iglesia claudicante, a la defensiva, en deterioro, a pesar de las fugaces esperanzas y parciales realizaciones postconciliares hechas con grandísimo ruido y poquísimas nueces.

Y ¿será ser pesimista afirmar estas cosas? Dice el diccionario que el pesimismo es la “ propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más desfavorable ”. Es decir, no: ver las cosas que están mal, sino ver ‘solamente' las cosas que están mal. Y, es claro, entonces, que, para ver las cosas no pesimista u optimistamente sino como son, hay que poner, junto a la columna de los pasivos, la de los activos, junto con los tintes obscuros, los claros, frente a las malas noticias, las buenas nuevas.

Y así, entonces, habría que enumerar tantas cosas excelentes que pasan hoy en la Iglesia, tantos sacerdotes, religiosos y laicos maravillosos, tantas obras que comienzan y permanecen, tanta gente que sufre y lucha cristianamente. Y, después de ver todo eso, podríamos decir: “¡no es para tanto!” “¡las cosas no van tan mal” ¿No es cierto?

No. Las cosas no van tan mal y, con esta frase podríamos consolarnos y seguir adelante. Pero, señores, esto es un disparate y es un consuelo inconsistente, porque la verdad es que no solo las cosas no van tan mal, sino que van estupendamente bien.

Y, a ver si ponemos las cosas claras de una buena vez. Porque el progreso o retroceso de la Iglesia no se mide como el de un cuadro de futbol, por su ubicación en la tabla de posiciones, o el de un partido político por los informes de las encuestadoras. A la Iglesia no le interesa competir en números o en propaganda con ningún partido, ninguna ideología, ningún equipo.

Porque, vean, la Iglesia, en el fondo, no pertenece a este mundo y la Iglesia, la Iglesia definitiva, la Iglesia triunfante, la celestial –no ésta, peregrina, terrena, militante, viajera, de paso- aquella, está en continuo progreso, incesante acrecentamiento, expansión, vitalidad.

Los resultados del trabajo cristiano –aunque puedan tener, como los tiene, estupendas realizaciones terrenas- solo podrán medirse en la meta. No interesa el aspecto de los vagones, sino la estación de llegada. No importa el traje ajado, sudoroso y polvoriento del viajero, sino el festín que espera en la ciudad de arribo. Y nosotros sabemos que los comensales de ese banquete final y permanente aumentan sin pausa, sin descanso, a medida que va completándose el número de los elegidos.

El plan de Dios va realizándose infaliblemente en la historia; y la Iglesia Triunfante de la Jerusalén celestial va poblándose fecunda y exuberante a medida que los elegidos van llegando a ella, abandonando la tierra gastada y la Iglesia peregrina.

Por ello hoy celebramos una fiesta que no puede contener la más mínima gota de pesimismo: el festejo de los triunfadores, de los que han llegado Y, así como para el que tiene fe no hay ninguna desgracia ni tristeza ni enfermedad que pueda empañar la alegría de fondo que debe acompañar la esperanza cristiana de la dichosa eternidad, para los que sabemos que, junto a Cristo y María, son cada vez más lo que llegan a ocupar su puesto de eterna victoria, ninguna vicisitud temporal de la Iglesia peregrina, militante y cambiante podrá apagar del todo los ruidos a festejo alborozado de los vítores finales del triunfo.