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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

1987

SANTA TERESITA

El Carmelo está hoy de gran fiesta. Fiesta de toda la Iglesia, por cierto, pero fiesta, especialmente, para la Orden del Carmen.

Y fíjense Vds. que un festejo de este tipo, público, abierto, florido, y por lo tanto de alguna manera espectacular, no está propiamente dentro de las características de la liturgia carmelita, que no transita la línea benedictina de cuidar la pureza y solemnidad del culto, ni la de las ceremonias de las catedrales o de la Santa Sede, tratando de reflejar en su brillo y su polifonía la majestad y el triunfo del Cristo Resucitado. Tampoco en la de las parroquias, que han de estar, sin más, al servicio de las variadas necesidades y posibilidades musicales de sus feligreses. en la ni la de una parroquia que ha de estar sin más al servicio No: la liturgia carmelita se centra, sin exterioridades altisonantes, en el misterioso hondón de la acción divina de la ofrenda permanente de Jesús, en el silencio y el despojo del desadorno Sacramento y, si el uso de la capilla se abre de a ratos a la participación de los fieles, es solo para que, de vez en cuando, también los que vivimos afuera de los muros del convento podamos atisbar y respirar algo de la paz que, en el amor y silencio, viven las religiosas, en lo oculto de sus existencias cotidianas.

Porque justamente la vida carmelita no pretende manifestarse al mundo ni en propaganda, ni en obras, ni en ceremonias, ni en actividades exteriores, sino en convivir, 'comulgar', de alguna manera, la vida de los cristianos en lo que esta vida tiene de más humilde, de más cotidiano, de más sencillo, de menos lucido, de más pequeño. Por eso Santa Teresa de Ávila nunca quiso que sus casas tuvieran las forma de grandes monasterios, construidos lejos de la ciudad, en el campo, distantes de la vida de la gente, "en el desierto" -como lo hacen otras líneas de espiritualidad-, sino en medio de los pueblos y ciudades, metidos, sencillamente, en los barrios, con un pequeño número de religiosas, a la manera de una familia laboriosa, trabajando y viviendo de sus propias manos de ser posible, y realizando su imitación de Cristo, su fidelidad a la voluntad de Dios, al modo de Nazaret, en el amor vivido en la fidelidad a las tareas domésticas cotidianas, la convivencia con sus hermanas y la profunda y continua vida de oración.

¿Por qué entonces hoy este clima de fiesta al cual el Carmelo ha invitado -aunque no haya venido- a 'todo el mundo', a todos sus amigos?, y ¿por qué este ambiente de luces y de flores, de cantos y de incienso?

Y es porque, también en esto, las carmelitas quieren ser fieles a la voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios fue que una chica de modesto origen, sin particulares cualidades, en una perdida ciudad de Francia, Lisieux, y que entró en uno de los tantos conventos carmelitas del mundo precisamente para ocultarse, para perderse en Dios, para elegir la más despojada, poco llamativa, callada, anónima y escondida vía que puede elegirse en la Iglesia, que es la del Carmelo... la voluntad de Dios fue que, después de su muerte, surgiera a la fama universal, en un "huracán de gloria", en una carrera fulgurante, que la llevó, en pocos años, a los altares. Muerta el 30 de septiembre de 1897 a los 24 años de edad, fue canonizada en 1925, como santa Teresa del niño Jesús .

Pero no solamente: sus manuscritos, ordenados y corregidos por una de sus hermanas -bautizada Paulina ; en religión, sor Inés de Jesús- , y que fueron publicados en 1898 bajo el título " Historia de un alma ", en una primera edición de 2000 ejemplares que los carmelitas se preguntaban cómo iban a hacer para venderlos a todos, se agotaron con tal rapidez que, en pocos años y sucesivas ediciones, se vendieron millones de ejemplares y, para la época de la canonización, ya se había traducido a 35 lenguas.

De tal manera que esta pequeña carmelita, ignorada en su propia ciudad y casi hasta en su propio monasterio, se transformó -como decía Pío XI - en la niña mimada del mundo, con su imagen sonriente de virgen con las rosas, venerada en iglús de esquimales, en tiendas de nómades, en casas y capillas de millares de lugares de todo el mundo. Hasta -hace pocos meses- vi una foto de combatientes cristianos en el Líbano, pueblo mártir si los hay, con la estampita de santa Teresita de Lisieux pegada en la culata de sus fusiles.

Ya que Dios, pues, ha querido exteriorizar y lanzar a la fama a esta muchacha que hizo todo lo contario que buscarla, también hoy el Carmelo interrumpe su círculo de silencio y quiere vocear y hacer patente la alegría de su santa.

Pero ¿qué extraño milagro produjo esta explosión de fama que coloca a la vista de todos la existencia ignorada de una carmelita? ¿Milagro o respuesta a las necesidades de los tiempos?

Estos tiempos vacios de Dios, vacios de autentico amor entre los hombres, en donde la multitud apretujada de las ciudades obliga al anonimato que antes había que buscar en un convento, en donde -en medio de unos pocos centenares de nombres famosos que llenan las páginas de las revistas y las pantallas- paseamos la mayoría de nosotros nuestra poca importancia, nuestro ser ilustres desconocidos. ¡Cómo estos tiempos podrían encontrar -y de hecho encuentran muchos- tantas respuestas en Teresa!

Porque, en el fondo, todos sedientos de Dios, puesto que para Él estamos hechos; todos sedientos de amor, porque para éste fuimos creados. Falsamente alimentados con los ídolos de este mundo moderno, rico en técnica y aparatos, en bienes materiales y diversas formas de placeres y diversiones, pero que no pueden saciar a un corazón hecho para Dios. Falsamente, también, arrojados a las formas más burdas y equívocas del amor, que tampoco pueden colmar el querer humano hecho para amar de verdad.

¡Qué cálida y sencilla respuesta encuentra todo ello en Teresa del Niño Jesús!

Porque vivimos cansados, asediados por las preocupaciones, sin ganas de leer, de estudiar. Cierto que encontraríamos solida doctrina, meduloso consejo, luminosa senda, abriendo los tratados de teología, los volúmenes sobre ascética y mística, los libros espirituales de los grandes maestros cristianos del espíritu, las obras de santa Teresa de Ávila, de san Juan de la Cruz (y, en realidad, nadie tendría que eximirse de leerlos, alguna vez.). Pero lo cierto es que apenas tenemos tiempo de leer: hasta las revistas se nos caen de las manos, cada vez la lectura nos cuesta más.

Y entonces viene Teresita, con sus páginas frescas, inmediatas, sin vueltas, quizás algo románticas por el espíritu de su tiempo, pero siempre eficaces, sencillas, contundentes...y, de inmediato, nos conquista, nos atrapa, nos transforma. Pocos renglones que leamos ella nos traslada mágicamente a ese mundo que todos intuimos que existe adentro de nosotros, más allá de lo prosaico de nuestras vidas, en lo hondo de nuestras almas. Esa, precisamente ansia de Dios, ansia de amar, que ella vivió en la intimidad de su corazón, en el marco de una vida exteriormente tan poco atrayente, tan cotidiana, tan rutinaria, tan poco espectacular. como la de cada uno de nosotros.

Y entonces decimos, descubrimos, ¡también nosotros podemos ser santos! Porque esto significa ser santos: amar a Dios -y antes que nada saberse amado por Él-. Y llenar de ese amor, de esa adaptación al querer de Dios, todos los actos de nuestra vida. " Un alfiler recogido del suelo con amor puede convertir un alma " escribió Teresa. Y, en esto, no hacía sino seguir lo que decía san Agustín: " Lo que es pequeño es pequeño, pero ser fiel a lo pequeño es una cosa muy grande ".

Ella sintió desde niña, muerta su madre muy tempranamente, lo que era desear, necesitar del amor -como todos lo necesitamos-, pero tuvo la gracia de comprender, también desde muy temprano, que ninguna criatura era capaz, en este mundo, de satisfacer la sed de amor de nadie. Contrariamente a tantos de nuestro tiempo que, también sedientos de amor, lo buscan de cualquier manera, y no solamente en los lazos legítimos sino también en los que no lo son. Y lo que siguen encontrando es lo mismo; y siempre sed, angustia, vacío.

No: ella supo desde pequeña que ni siquiera los amores legítimos de esta tierra eran capaces de plenificar totalmente al hombre y, por eso, desde muy joven se decidió por Dios: "Toi seul, o Jesús, peux contenter mon âme"

Pero más: desde que entró en el Carmelo se dio cuenta de que, al fin y al cabo, lo más importante no era sentirse o ser amada, sino al revés, amar. Y a eso se dedicó el resto de su vida.

Y ¿cómo? ¿en el sentimiento, en la pasión, en las grandes acciones? No: desde el convencimiento íntimo de su saberse pequeña hija de Dios, desde la seguridad que le daba el estar convencida de que Dios, su Padre, la amaba. 'Abba', 'papá', como le llamaba Jesús, nuestro hermanos mayor.

Y, desde allí el amor le surgía, no como barato sentimentalismo, ni efusión carismática, sino en la fidelidad a todo trapo a todas su obligaciones cotidianas, desde los más humildes menesteres hasta su vida de oración.

Y en su delicadeza, simpatía, servicio y dedicación a todas sus hermanas -su prójimo-, especialmente a las que le caían menos simpáticas. Y también y, quizá, especialmente, en su oración por toda la Iglesia desde su pequeñísimo mundo de Lisieux, porque -como ella decía- " el celo de una carmelita debe abrazar al mundo".

Y el amor, no lo vayan a creer, no le fue sencillo. Teresita, a pesar de su lenguaje -como decíamos- algo romántico, está muy lejos de vivir del sentimiento, ese sentimiento que cuando falta parece que ya nos quedamos sin amor, sin ganas de hacer nada, ese sentimiento que a veces confundimos con la fe en Dios. No: ella estaba ciertísima de que Dios la amaba, pero eso no lo vivía en empalagada bobería, sino a veces brutalmente, en la oscuridad de la fe y del sentimiento de abandono. "Jamás hubiera podido creer que se pudiera sufrir tanto", dejó escrito.

Y si bien sus últimas palabras antes de morir fueron: "Oh! Je l`aime, mon Dieu je vous aime" / Oh yo lo amo, mi Dios, yo os amo", eso fue más una suprema manifestación de fe, que un éxtasis emotivo.

Por eso Teresa hoy, en tu día, te pedimos:

Enséñanos a amar. A amar a Dios, a amar a los nuestros, sin los cálculos egoístas del sentimiento, en la muerte a nuestro ego, en el renacimiento a la vida nueva de la gracia, en el sabernos hijos de Dios. Importantes porque Él nos ama, e importantes todos nuestros actos, desde la cocina a la oficina. E importantes nuestras vidas aunque anónimos y desconocidos, si hecha en respuesta sencilla y fiel a ese amor que sabemos que el Padre nos tiene y nos manifestó en Jesús.

Si, Teresita, te lo pedimos hoy, en tu fiesta, que es también nuestra fiesta, la de los que nos somos importantes y no salimos en los diarios.