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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.
Nuestra Señora del Carmen
17-VII-78

Estamos acostumbrados a considerar las cosas como objetos muertos de los que disponemos a nuestro antojo, analizables químicamente, transcribibles en fórmulas matemáticas, peso específico, densidad, medida, justipreciables en pesos, intercambiables, descartables. Nuestra visión racionalista y científica dirige a la realidad circundante y a las cosas una mirada despiadada, utilitaria, fruto, por una parte, del empobrecimiento que significa reducir las cosas a sus valores físico-químico-económicos y, por otra, de una civilización consumística y en contante progreso técnico que nos obliga a renovar los objetos todos los días. Cambiar de auto, de lapicera, de lavarropas, de ordenador.

Alrededor de nuestro yo ruedan cambiantemente puras ‘cosas' que nos sirven o no, se gastan, se tiran, se reemplazan. No establecemos ningún vínculo con ellas. Y, cuanto más aparentemente adelantada es una nación y, sobre todo en las ciudades, más el fenómeno se hace evidente.

Una reciente estadística afirmaba que, en Norteamérica, el tiempo medio de residencia en los departamentos de las grandes ciudades, es de tres o cuatro años. La gente se muda, la casa queda atrás como un involucro indiferente, el día que se demuela nadie la llorará.

¿Quién no se da cuenta de que esto todavía no sucede del todo entre nosotros? El apego a la casa paterna, la resistencia a abandonar el hogar donde hemos vivido años, es mucho más que un problema de alquileres.

En las civilizaciones tradicionales, no aún deformadas por la barbarie moderna, el apego es aún mayor. El hogar, en su materialidad, es conservado a través de las generaciones como un centro de unidad, como una manera de permanecer en contacto con las esencias raigales del linaje. Es algo sagrado que, más allá de sus ladrillos y tejas, palpita con un poder hondo y vivificante. Como si la vida de los antepasados y de todos sus habitantes hubiera impregnado su ámbito, cargándolo de memoria, de calor, de abrigo.

Lo mismo los objetos: la mesa del comedor donde se ha reunido en comunión vital la familia; el lecho matrimonial donde santamente se ha transmitido la existencia, siempre han sido venerados con hondo respeto por los campesinos europeos.

Entre los maoríes el caldero, donde durante generaciones se ha cocinado la comida de familia, es conservado religiosamente. No es intercambiable por cualquier otro.

También otro tipo de objetos. En muchas tribus de Indonesia, por ejemplo, no existe un nombre ‘genérico' para designar a las herramientas: ‘tenaza' o ‘martillo' o ‘hacha'. Cada tenaza tiene su nombre propio. Hay que bautizarla. No es solo un instrumento, posee su personalidad, su poder. Como las antiguas espadas de los caballeros: Excalibur, del Rey Arturo; Tizona, la del Cid; Durendal, la de Rolando; Lobera, la de San Fernando .

Los objetos se contagian e impregnan de la personalidad del que los ha usado. Heredar la lanza de un guerrero valiente, entre los australianos, aumenta el valor del que la usa. El cetro de un rey poderoso conserva su poder.

Tampoco los estandartes son un trapo descartable. Tanto es así que, cuando en Luwu, Indonesia, el comandante holandés Van Holden, en el siglo pasado, frente a fuerzas indígenas ciento de veces superiores, consigue apoderarse de las insignias del reino, inmediatamente cesa la resistencia. Algo así le pasa a Hernán Cortés con los aztecas en Otumba.


Hernán Cortés en Otumba con el estandarte azteca

No: las cosas no se definen para el hombre en su valor molecular o comercial. Cuando ingresan en el dominio de lo humano se cargan de vivencias, de espíritu. Incluso de bondad o de maldad. Los hotentotes queman todas las pertenencias del difunto perverso, para que su malignidad no perviva en la familia. Las casas donde sucedió un crimen son demolidas entre los árabes. En Inglaterra, se transformaban en casas de fantasmas.

Hechiceros y parapsicólogos afirman necesitar pertenencias de alguien para in fluir sobre ellos o adivinar sobre sus vidas.

La vestimenta tradicionalmente no fue nunca algo que se compra en ‘Harrods' o ‘Gath y Chaves' y se cuelga sobre el cuerpo humano como en una percha. Indica el oficio, la condición, incluso la persona. Regalar un vestido es hacer partícipe de la propia dignidad al obsequiado. Como hace el faraón con José (Gn 41, 42) o Elías con Eliseo (II Rey 2, 13). A los infames, tanto guerreros como sacerdotes, se los despoja de galones y ornamentos. La librea con los colores del señor era llevada con orgullo por los vasallos. En la antigua Europa los pueblos vestían de forma distintiva y, por los géneros y manera de llevarlos, se distinguía cada aldea.

A pesar de la estandarización de las costumbres y prendas todavía hoy puede juzgarse aproximadamente a una persona por la manera como se viste.

Tantas costumbres unidas a las cosas perviven aún entre nosotros. Desde las más simples: conservar el pañuelo de la novia, la flor del amado en las páginas del libro, el reloj del abuelo, los objetos familiares de nuestros antepasados.

A nivel nacional la casa de Yapeyú, el sillón de Rivadavia, el barrio de San Telmo.

¿A quién se le ocurriría demoler el Cabildo –aunque, en parte, se haya hecho-, o San Ignacio? Solo por odio al pasado, como los protestantes destruyeron tantas iglesias católicas, o, los liberales, el antiguo Fuerte o la casa de Rosas en Palermo. Y ¡qué pena la demolición en Buenos Aires de tantos barrios y casas solariegas que nos afincaban en un pasado ilustre y señorial! ¿Quién no se sentiría ofendido y escandalizado si alguien entrara en el Museo Histórico y robara y quemara el uniforme de San Martín o la modesta lapicera de Belgrano?


Cabildo, aún con sus 11 arcos en 1867

Las cosas valen más de lo que indica su utilidad, su funcionalidad e, incluso, su belleza. El que solo las mira o usa como objetos las empobrece, las mutila.

Me agrada oír el canto de las cosas./ Pero si las miráis y están inertes, mudas,/ vosotros las matasteis ”, canta Rainer María Rilke .

Es claro, como decía, el mundo moderno no nos ayuda a percibir la magia de los seres. Esa comunión profunda que existe, de hecho, entre el hombre y la materia; entre el ser humano y la naturaleza que lo rodea. Pero nosotros, cristianos, debemos recordar que el mundo no es algo inerte, puesto, mera circunstancia témporo-espacial que sirviera de puro telón de fondo a la historia de los hombres. El mundo es siempre ‘mundo del hombre'. La materia está ‘ordenada al espíritu'.

El ser humano no es un paracaidista caído en la tierra por casualidad; fruto de un azar genético de la evolución. El universo material está referido al hombre. Todo sus dinamismo tiende a él; está a su servicio; en él se plenifica.

Lazos de sangre y de hermandad visibles e invisibles unen el mundo de los objetos con el hombre. Las cosas hacen al hombre, tanto como el hombre hace a las cosas.

Pero más: para el cristiano todo el dinamismo y servicio del universo hacia el hombre es fruto de un Querer trascendente. Dios está detrás de la materia creándola, ordenándola hacia nosotros. Las cosas no son mero objetos, son vehículo, instrumento, mensaje, del libre querer divino. El latir existencial de la naturaleza es epifanía de la Divinidad. Así lo ha entendido siempre la humanidad hasta nuestra desacralizada época. Dios, cosas, mundo, hombre, todos misteriosamente vinculados, conectados.

Sería largo hablar de esto. Pero hay lugares, objetos, hombres, en donde Dios o Su poder, se manifiestan o vinculan de modo más especial. Para los antiguos: los árboles o montañas sagradas, los fetiches, los templos, los amuletos, los brujos, los santones.

En Israel: la encina de Mambré, el Sinaí, el arca de la alianza, luego, el templo de Jerusalén.


Monte Sinaí

El cristianismo no viene a abolir todo esto. Al contrario: lo asume y lleva a plenitud. También lo material, los objetos, son usados para manifestar y vehiculizar el poder divino. De manera antonomástica, en los Sacramentos.

A través de lo material: el pan, el agua, el aceite, el vino, la palabra humana, Dios se hace presente. Consagramos el pan a Dios, se lo regalamos y él nos lo devuelve cargado de Su proximidad. En el caso de la Eucaristía, de Su plena Presencia, transubstanciado.

Pero esta asunción de la material no se limita a los sacramentos. Toda la liturgia cristiana es tomar objetos, colores, gestos y palabras para cargarlas de poder sacral.

Tenemos nuestra agua bendita, nuestras imágenes, nuestros templos, nuestra cruces y medallas. Seres materiales que apartados del uso profano por la bendición o consagración del sacerdote entran en el campo de lo divino y se cargan de Su poder.

También tenemos nuestros uniformes, nuestras vestiduras sagradas. Vestido blanco, ‘cándido' –de allí, candidato- que se reviste luego del bautismo. El de la novia y el del novio. El del novicio y el del profeso. El hábito para le persona consagrada; los ornamentos sacros para la acción litúrgica. El hábito que sí “hace al monje”.

Ornamentos que, en la liturgia, no son de uso cotidiano, no pertenecen al ministro como persona, justamente para resaltar, en estas ceremonias, la plena iniciativa y pertenencia de la acción de Dios. Celebrar los sagrados Misterios sin los signos externos de su santidad es desnaturalizarlos, despojarlos de la señal de atención y respeto que hace advertir al fiel la presencia de lo Trascendente.

Y todo esto viene a cuento porque hoy celebramos la festividad de la Virgen del Carmen y, si bien hubiéramos debido hablar de Ella, quisimos referirnos a esta particular devoción, sacramental, tan unida a su evocación, que es la del escapulario que vamos a imponer después de la Misa, antes de la procesión.

También este santo hábito es un objeto bendecido, cargado de poder -mariano poder, en este caso-, con toda su ternura de Madre de Dios y madre nuestra.

Como todo uniforme, también es una definición, un compromiso, que, a la vez que nos recuerda constantemente nuestra condición cristiana, nos juramenta en una especial alianza con María y, a través de Ella, con Cristo y, por ende, con la búsqueda de la santidad.

Para aquel que así lo llevare se cumplirá, sin duda, la promesa de María a San Simón Stock :

Este hábito es mi regalo para ti y todos los carmelitas. Quién con él muriere, se salvará

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