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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Segundo día de la novena al Sagrado Corazón de Jesús

San JosÉ de Flores 1971

Coincide el segundo día de nuestra novena al Sagrado Corazón con la Misa que la parroquia de San José de Flores dedica a sus muertos del mes, llamando a los parientes de éstos a rezar aquí por ellos.

Pero ¿Cómo aunar en una misma predicación el anuncio de la noticia estupenda, maravillosa del Dios que nos ama a través de su corazón de carne con el del misterio espantoso de la muerte? ¿Cómo componer el color luminoso y rojo del corazón de Cristo con el lúgubre y negro del infausto luto? ¿Cómo hablar de las ternuras del Padre enamorado de nosotros en el corazón de su Hijo cuando la fatalidad parece habernos golpeado con su masa, arrebatando de nuestro lado un ser querido, llenando de lágrimas nuestros ojos y de muda protesta nuestros labios?

¿Cómo alabar el amor de Dios cuando en nuestros ánimos pesa la tristeza del vacío del que se ha ido, grita en nuestros tímpanos el silencio de su voz, ocupa la casa el brillo nostálgico de su ausencia?

No resulta fácil, en nuestros días, hablar de la muerte. Nadie quiere oír hablar de ella. “Ché, cambiá de tema” “¿No hay otros temas más alegres de conversación?“

Hay como una conspiración universal de silencio en torno a la muerte: se evita tratar del tema, se lo ignora, se le huye. Ya casi no existe el luto; o se lo hace cada vez más corto. Ya no se muere más -o poco- en la cama de casa, rodeado de la familia, incluso de los niños -que así iban aprendiendo desde pequeños el misterio de la vida-, sino en el lecho antiséptico y anónimo del sanatorio u hospital.

Hubo hasta un periodista americano que hace poco propuso poner de acuerdo a todos los diarios para desterrar de su vocabulario la palabra muerte y las noticias fúnebres.

Es también en Norteamérica donde existe la costumbre –en los brevísimos velorios, ¡hay que terminar cuanto antes con esas cosas!- de pintar y empolvar a los muertos, maquillándolos para que pierdan el tétrico aspecto funéreo. Y los funebreros –que por supuesto no se llaman más así- son simpáticos señores vestidos de sport, eficientes y joviales, que tramitan los últimos detalles del inconveniente episodio de la muerte lo más rápido posible. La psicología que, en nuestros medio no tan modernistas como el de los yanquis, aparece en los chistosos bebedores de café de nuestros velorios porteños.

El mundo debe seguir su marcha de vida, de ruido, de bochinche, de movimiento. Apurar el fondo del vaso de las horas, apresar con las dos manos el placer del instante fugaz, arrancar de la vida -con tenazas- la mayor cantidad de deleites. Cualquier cosa, con tal de no mirar más allá de nuestras narices el horizonte final de nuestro tiempo. El ‘no pasarás' inexorable de la fecha que figurará en nuestro aviso fúnebre. Comamos, bebamos, ganemos, gastemos, olvidemos. Nadie piensa ya en la muerte.

Y por eso, cuando ella aparece, brutal y terrible, con su rostro desencarnado, en nuestra vida y nos arrebata de golpe un ser querido –al hermano, a la esposa, al marido, al hijo- o nos amenaza de cerca en la enfermedad o cuando, súbitamente, nos damos cuenta de que sin remedio estamos viejos, como no estábamos preparados para ello, el llanto se hace inconsolable, la angustia sin remedio, el pavor sin esperanza.

Los antiguos –y no hablo de tan lejos, quizá nuestros abuelos- estaban mucho mejor preparados que nosotros. Desde chicos veían animales y plantas nacer y morir. En sus familias numerosas había viejos y jóvenes conviviendo. La muerte aparecía, como un hecho natural, periódicamente.

Nadie los trataba de engañar con el mito de la felicidad perfecta en esta tierra, ni les suscitaba esperanzas vanas la ciencia y la medicina, ni los distraían las historias tontas y almibaradas del cine y la televisión.

Sabían perfectamente que todo en esta vida es incierto; menos la muerte. Sabían -como decía Sócrates - que, “desde que uno nace está condenado a morir”. “En el futuro” –escribía San Agustín - “todo es ‘ quizá ' menos la muerte”: “el niño que nace crecerá o no crecerá, quizá llegue a viejo, quizá no; quizá sea rico, quizá sea pobres; quizá honrado, quizás despreciado; puede que tenga hijos, puede que no”. El ‘quizás' unifica todo nuestro futuro, las posibles cosas buenas, las posibles cosas malas.

Lo único que no podemos decir es “quizá muera, quizá no”.

Pero esta sentencia ineluctable de la cual, antes, todos tenían conciencia y a la cual nadie pretendía huir en la distracción del olvido, no era vivida solo con la resignación filosófica ante lo inevitable. Ni tampoco con el terror quejumbroso del pagano contemporáneo. Ellos eran cristianos, tenían fe, sabían por qué estaban en este mundo, sabían de los campos luminosos de sol y beatitud que se abrían detrás del vestíbulo de la vida terrena.

Y también nosotros lo sabemos. Y por eso estamos aquí. Y por ello el amor de Dios, la ternura del Padre, el corazón de Jesús no es una burla para nuestra tristeza. Y por eso podemos afirmar bien alto: “El Corazón de Cristo late por mi”. “Jesús me quiere” aunque me aflija la desgracia más honda, la pérdida más dolorosa, la angustia más aparentemente absurda.

Porque el Corazón de Jesús –que es corazón de hombre y sabe llorar la muerte de Lázaro y conmoverse ante la aflicción de la viuda de Naim- no es solamente corazón humano cerrado en el amor finito de las cosas de la tierra. Es corazón de Dios: corazón de un Dios que ama sin dimensiones, sin límites.

Y su amor no se ha conformado con crearnos y darnos unos pocos años de vida en esta tierra. Estamos en espera. Dios aún nos está creando. Somos apenas un boceto, un esbozo de lo que seremos. El verdadero nacimiento está por venir. Jesús nos espera con los brazos llenos de sus dones detrás de la puerta de nuestro último suspiro.

Y entonces ya no habrá más lágrimas, ni esperas, ni dolor, ni ausencias. Todo será paz. Todo será dicha y amistad. Y el Corazón de Cristo, así como late hoy sufriendo por nosotros, velando por nosotros, dándonos consuelo, así latirá eternamente marcando el ritmo perenne de una felicidad que jamás acabará.

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