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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.


Hora Santa, aniversario Centro Católico Universitario

7-XI-80

En el principio eran la Plenitud y el Vacío. Y sobre ellos el Movimiento. Y el Vacío, impulsado por el Movimiento, penetró en la Plenitud. Y la Plenitud se disgregó en átomos. Átomos duros, infinitesimales, sólidos, compactos, homogéneos, impasibles, inalterables, indestructibles” Así escribía Demócrito, hacia el año 400 antes de Cristo, en su Micrós Diácosmos. Las intuiciones de Demócrito fueron confirmadas sorprendentemente por la química moderna.


Demócrito de Abdera 460 a. C. - 370 a. C.

Pero lo que Demócrito no podía sospechar era que estas partículas elementales y macizas que él proponía no eran ni tan elementales ni tan macizas. Ese gran vacío ‘ mégas kénon' - que él postulaba- disgregando el Todo primitivo y transformándolo en átomos, en realdad también penetraba al mismísimo átomo. A su vez, no tan ‘á-tomo', compuesto de subpartículas. Por lo menos protones y neutrones, formando un núcleo pesado. Y livianos electrones bailando desorbitadamente –según la teoría cuántica- en torno a éste, a distancias comparativamente tales que, si a un cubo de uranio de dos cuadras de arista, pesando 110 millones de toneladas, le suprimiéramos el vacío que separa sus núcleos de sus electrones, lo transformaríamos en un pequeño dado de menos de un centímetro de arista, pesando exactamente las mismas 119 millones de toneladas. Y, si pudiéramos suprimir los espacios vacíos de los átomos que constituyen el cuerpo humano, los seis mil y pico de millones de habitantes de nuestro planeta cabrían todos dentro de un volumen del tamaño de un grano de arroz.

Tampoco podía sospechar Demócrito que, a ese nivel de subpartículas, hablar todavía de materia resultaría equívoco y que los términos de ‘masa' y de ‘energía' –a través de la fórmula de Einstein- se hacían equivalente. Ni figurarse que la solidez de los cuerpos tocados por nuestras manos no era sino la sensación producida por resortes entretejidos de fuerzas de por si inmateriales dando cohesión a la estructura nubosa de moléculas y de átomos. Sobre todo la fuerza que unía al electrón a su núcleo y la tremenda energía nuclear que juntaba partículas de cargas iguales y por lo tanto mutuamente repelentes en la casi inexpugnable solidez del núcleo. Energía pasible de ser liberada en las pilas atómicas o en las bombas de fisión.

En el fondo, pues, todo ‘energía' manifestada en la epifanía de las masas, y reverberando en los colores y los sonidos y las tangibilidades del humano universo.

Así lo había intuido, hace 2500, años Heráclito a través del símbolo del ‘fuego': “ Todo sale del fuego, todo se compone de fuego y todo se descompone en fuego ”. Todo es ‘purös tropai' , transformación del fuego. Fuego estructurado en ‘ logos' , en leyes, en ‘nomos' , ‘moira' , ‘ ananké' , ‘eimarméne' , ‘dikè' , inmanentes al fuego.

Y a su calor y su luz.

Algo de eso afirma en nuestra era Louis de Broglie, el famoso físico.


Louis-Victor de Broglie ( 1892 - 1987)

“Luz y materia. Ambas son dos formas distintas del algo indefinible que es la ‘energía'” . La energía pasa de la forma material a la forma luminosa. “La luz no es sino la forma más útil, ‘evaporada', de la materi” .

Continúa: ”esta unión final de los conceptos de luz y de materia en la unidad de esta entidad proteiforme que constituye la energía es uno de los descubrimientos más asombrosos de la física contemporánea. Partículas de materia que desaparecen transformándose en irradiación. Irradiaciones que se condensan en materia.(…) Luz y materia, aspectos diversos de la energía que aparece sucesivamente bajo una u otra apariencia. La luz acaba de revelarse -prosigue- como algo susceptible de condensarse en materia; mientras la materia es susceptible a evaporarse en luz. Y la luz viene a ser como la manifestación más primordial de la energía: la más rápida, la más fina y la más libre de inercia y de carga de todas sus manifestaciones. Pero qué es esta energía que está detrás de la luz y de la materia, sencillamente no lo sabemos” Hasta aquí De Broglie.

Entonces dijo Dios: “Que exista la luz” Y la luz existió. “Dios vio que la luz era buena y separó la luz de las tinieblas"

Quien conozca algo de fenomenología de las religiones sabe bien que la luz a la cual se refiere el Génesis tiene poco que ver con la que nos vende SEGBA y medimos en vatios. Tiene más que ver con el fuego de Heráclito, con la misteriosa energía de la física moderna, con las deidades solares, que con Philips o Sylvania.


Akenatón o Amenofis IV adorando a Atón

Así canta al sol, a Atón, 1350 años antes de Cristo, en Egipto, el faraón Akenatón :

“Apareces bellamente en el horizonte del cielo,

¡Tú Atón vivo, principio de vida!

Cuando te alzas en el horizonte en oriente

Llenas todos los países de tu belleza…

Tus rayos abarcan el universo hasta el límite de todo cuanto hiciste,

Aunque estás lejos, estás en todo,

Aunque estás en nuestros ojos, nadie sabe tu marcha

 

Cuanto te pones en el horizonte a occidente,

La tierra se oscurece, todo muere. El león sale de su guarida; lo que repta muerde.

Mortaja es la tiniebla de la tierra silente…

Pero cuando vuelves a manifestarte como Atón del día

El norte y el sur se paran en sus pies;

Árboles y plantas reflorecen,

Los pájaros que vuelan de sus nidos

Despliegan sus alas en tu loor…

 

¡Formador de simiente en las mujeres!

Tú que haces las semillas de lo hombres

Y das aliento para sostener tus obras…”

 

Y así continúa, cantando a la luz y a la vida, al resplandor y a la llama, al brillo y al aliento vital.

Porque, para el hombre primitivo, la luz era a la vez fuente de luminosidad y de vida. Así como las tinieblas lo eran de la oscuridad y de la muerte. El sol, epifanía del fuego; el fuego, epifanía de Dios.

Lo que da es: luz y calor, orientación y vida. Y, quizá, sobre todo, vida, fecundidad. Es el sol el que hace surgir la planta, abrirse el capullo, madurar el fruto. Es la virtud del sol la que opera en la simiente y engendra plantas y animales.

Por eso, para los iranios, Ahura Mazda, identificado con su símbolo, el sol, no solo es el dios de la luz, de la sabiduría, sino también del poder, de la vida. Y Ahrrimán, su adversario, dios de la mentira y de la noche, es el señor de las tinieblas y de la muerte.


Ahura Mazda

También los incas tenían, como lugar más sagrado del imperio, el templo del Sol en el Cuzco. Su fiesta más solemne –más que de la Pacha Mama, la Tierra- será la del Sol, Inti . Si algo fallaba en sus celebraciones, se auguraba en el imperio muerte, sequía, infertilidad. Celebraciones que siempre terminaban en la embriaguez exaltada de la chicha, fuego del sol derramado en el ardor del líquido.

El hombre liberado por la gnosis fotofánica del hinduismo o del budismo, se hace ‘luminoso', ‘iluminado' y, por lo tanto, ‘vitalizado'. El Mahabarata identifica el conocimiento de Brahma con la experiencia de la luz. Luz que, insisto, no solo da claridad sino vida, poder. Buda quiere decir ‘el iluminado' y sus representaciones suelen llevar el mudra del rayo, del fuego.


Estatua de Buda mostrando el mudrá del ‘vajra' (rayo).

Divinidad, luz y simiente se identifican .En el Rig Veda, ‘ Prajapati ', el ‘Demiurgo', es presentado como 'Hiranyagarbha', el ‘embrión áureo', el semen solar.

La luz es, pues, el poder progenitivo. En mucho mitos y cuentos populares norteamericanos –cuenta Mircea Eliade- la noción de virginidad se expresa con vocablos que significan ‘no insolada'.

La luz es idéntica al ser, a la vida, a la inmortalidad. Buda –Siddhartha Gautama- puede dar vida al universo entero con un solo de los pelos luminosos que crecen entres sus dos cejas.

Sol y vida –poder- van siempre juntos en el pensamiento primitivo, de allí los extraños ritos sexuales del Yoga Tantra para alcanzar la ‘iluminación'.

Pero nosotros, occidentales, cuando hablamos de luz, de sol, más que en el calor y la vida, espontáneamente pensamos en ‘lo que permite ver'. Y eso lo debemos a nuestra herencia griega. La bella Hélade mediterránea, de clima benigno y sin fríos, de límpidos cielos y tierras coloridas, hacía pensar más en la luz como fuente de contemplación estética, de teoría, que en fuente de calor, de vida. El abrupto y anfractuoso suelo de la Grecia, las desiguales costas y escollos e islas, más hacían desear la luz para no tropezar o encallar, guiarse, pisar bien y no perderse, que para templarse.

Por eso ya Platón identificaba luz con ‘conocimiento'. La luz que permite ver los colores a los ojos, es también, en sus formas más sutiles, la que permite pensar y entender a la inteligencia.

Y San Agustín, del África grecorromana como era, cuando interpreta la Biblia en lo de la creación de la luz, piensa espontáneamente en la creación de los espíritus angélicos.

Y más tarde, cuando la escolástica usa el término luz, casi como un trascendental del ser, lo asimila espontáneamente a la verdad. La luz creada en el primer día, dice San Buenaventura, son las ideas que forman el estructurarse inteligente de las cosas. Es esa luz la que nos permite conocerlas, ya que no son sino participación de la luz increada que a todas ellas informa.

Pero esta línea puramente intelectual, cognoscitiva, del simbolismo luminoso, aunque de por sí válida, es incompleta porque, cuando Dios se revela -ya en el Antiguo Testamento- como fuente de luz, y luz Él mismo, está más cerca de la simbología primitiva que de la griega.

También para el Antiguo Testamento la luz no es solo fuente de claridad y de visión, sino fuente de vida. Aunque Dios es infinitamente más que la luz; porque ni el sol, ni la luna, ni los astros, ni las luces creadas, son Dios, sino creaturas de Él, que le obedecen temblando. Sin embargo, ya en plena analogía simbólica, ella es manifestación, epifanía de Jahvé.

Es como el reflejo de Su Gloria. Es el vestido en que Dios se envuelve -dice el salmo 104-. “Cuando aparece –afirma Habacuc - su resplandor es semejante al día, de sus manos salen rayos”.

La bóveda celeste sobre la que reposa Su trono es resplandeciente como el cristal. Se lo representa rodeado de fuego o lanzando los relámpagos de la tormenta.

Más aún: el libro de la Sabiduría termina afirmando: es la luz eterna.

Pero la luz es la Vida. Nacer es ver la luz. La luz de los vivos. El ciego, en cambio, tiene un gusto anticipado de la muerte.

Por eso, cuando los profetas preanuncian la llegada de la verdadera Vida, la proclaman con las imagen de la luz: “El pueblo que caminaba en las tinieblas verá una gran luz”, dicen Isaías y Miqueas”. Las tinieblas, en cambio, son prometidas a los impíos y, por ende, la muerte. Para los justos, en contraste, será la plenitud de la luz. Ellos resplandecerán como el cielo y los astros, mientras que los impíos permanecerán para siempre en el horror del tenebroso ‘sheol'.

Y así hay que entender la manifestación de Cristo, plena luz, claridad verdadera, pero sobre todo vida, fuerza, energía.

El es -dice Simeón-, en Lucas el sol naciente que ilumina a los que están en las tinieblas ”. Es quien devuelve, con sus milagros llenos de simbolismo, la vista a los ciegos. “El que me sigue no camina en las tinieblas, sino que tiene la luz de la vida .” “ Yo, la luz vine a al mundo para que quien crea en mi no camine en las tinieblas y tenga Vida”. Juan afirma: “ El es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”.

Cuando, en místico Tabor, devela a sus discípulos su divinidad, sus vestidos deslumbran como la luz.

Esa luz del Resucitado que aparece fulgurante a Pablo camino a Damasco y lo derriba del caballo. “El es luz ” –dice Juan- “y en él no hay tinieblas

Por eso el drama que se crea en torno a él es un enfrentamiento de la luz con las tinieblas, pero sobre todo de la vida contra la muerte. “La luz brilla en las tinieblas” , dice también Juan, “ pero el mundo quiere sofocarla, porque los hombres prefieren las tinieblas a la luz ”. Y, a la hora de la pasión, cuando Judas sale del cenáculo para consumar su infame traición, Juan nota intencionalmente: “Era de noche”. Y Jesús, al ser arrestado, declara: “ Esta es vuestra hora, y la del poder de las tinieblas ”.

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El Centro Católico Universitario, cumple, en este mes, sus diez años de vida y, en la proximidad de su festejo -el próximo sábado- esta hora de Adoración de hoy alcanza especial significado. Porque aquí estamos, precisamente, frente a la luz que da sentido a todos estos años y a los muchos que vendrán.

En la blancura del pan, la Iglesia ha querido seguir sosteniendo el simbolismo de la luz; figurar, en el misterio, el rostro luminoso de Cristo; hacer presente al que nos dice “Yo soy la luz ”.

Él está aquí. La luz está entre nosotros. Mejor: el que está en todas partes y habita todo lugar ‘Es' la hostia que brilla desde el altar.

En todo lugar podemos decir que Dios está, pero solo de la hostia consagrada podemos decir que ‘es' Dios.

Y está precisamente como luz para nosotros. La luz que quiere brillar en tu alma.

Gracia viene del griego ‘ járis' ; y ‘ járis' de ‘ jar' que significa ‘brillar'. Brillo que te ilumina. Brillo que ha de iluminar a los demás.


Capilla Nuestra Señora del Carmen donde se fundó el CCU

Brillo ciertamente ‘a lo griego', porque el mismo que dijo “ Yo soy la Luz ”, dijo también “soy la Verdad ”.

No la creencia subjetiva, la opinión vehemente. No la escuálida verdad forjada por el voto, ni vendida por la propaganda, sino la Verdad según la cual están estructurados seres y acontecimientos, desde la Sabiduría arquitectónica de la Luz progenitiva.

Es la Luz que impregna de sentido micro y macrocosmos y se devela en las leyes que descubre azorada la ciencia. La que ritma los latidos de la sangre, y el palpitar del cosmos. La que borda las cadenas del ADN y cuenta tus cabellos y se burla del indeterminismo de los electrones y de las groseras probabilidades de la curva de Gauss.

Es la Luz que ha fijado la naturaleza del hombre y de las sociedades y ha dispuesto las leyes de su crecer en plenitud. La que ha asentado los límites del bien y del mal. La que da autoridad y norma, moral y justicia.

Es la Luz a la que se oponen las tinieblas de la autonomía humana, el iluminismo tenebroso de la pobre razón que pretende crear hombre y sociedades a partir de falsas libertades y mentirosas constituciones, oscuridades de ignaras mayorías y embelecos de apuestas electorales.

Es la Luz a la que se oponen cuatro siglos de libre-examen protestante, dos de revolución francesa, uno de contradictoria demolición marxista.

Es la Luz que apaga sistemáticamente la escuela de Sarmiento, la bobada televisiva, la estupidez de las revistas, la mediocridad de un arte que se valora en pesos y en rating.

Es la Luz que quiere extinguir la perversidad del mundo que arroja a sus hijos a los extravíos más siniestros y disparatados, que oscurece el sentido de la vida, que sumerge en los lodazales del hedonismo y el hastío.

Es la Luz violada por la mentira, el ecumenismo barato, el pluralismo eunuco, que corrompen sociedades porque corrompen amores, transformados en sentimientos informes y baratos, porque desangrados de normas y de leyes.

Es la Luz que debería iluminar al mundo -o al menos a la patria, o al menos a los nuestros, o al menos a cada uno de nosotros- y dirigir nuestras vidas, nuestros puntos de vista, nuestras maneras de mirar y de juzgar.

Luz que, camino lúcido en este mundo de artificiales y seductoras tinieblas, nos guía hacía el estallido definitivo del eterno arcoíris.

Y, porque el Centro Católico Universitario ha querido plantar su pica en el mundo de los claustros, que se supone rector de las ideas, por eso, en la luz y a la luz del Cristo Luz, en el albo relámpago del pan y desde el pan sagrado, ha querido formar a sus miembros en el fulgor de la verdad, en el fijar los ojos en la lumbre señera del divino norte y en el centelleo del faro de la fe.

Templar las ideas o, mejor, templar nuestra visión de la realidad, en el mundo universitario. Mundo lleno de ideas bastardas y ópticas ponzoñosas contra las cuales hemos de formar clarividencias cristianas capaces de resistir el embate de las tinieblas. Desde la acción personal o en la familia, desde la cátedra o en el ámbito profesional y, cuando sea posible, desde los medios de difusión, esa es labor que se ha propuesto el Centro.

Y, por eso, estudia, escucha, ora, lee, forma los ojos de su mente en el claror de la verdad.

En un mundo que no piensa; que, en la molicie intelectual, solo asimila pasiva las sandeces de los mas media, y no ejercita su caletre más allá de la mentecata fluorescencia de sus Hitachis, o las aventuras repetidas del Tony y el d'Artagnan o la pseudointelectualidad de los semanarios de opinión, el CCU quiere formar hombres libres, pensantes, recuperar al ‘homo sapiens' perdido en el ‘homo cónsumens' y llevarlo a la plenitud de la luz.

Como dice San Lucas. De ‘hijos de este mundo' Cristo quiere transformarnos en ‘hijos de la luz'.

Hijos de la luz condensada en Pan. Hijos de la luz plasmada en el magisterio inmutable de la Iglesia. Hijos de la luz expresada en las sabias categorías de la filosofía perenne. Encarnación de lo divino en la supremo del saber civilizado; encarnación de lo teológico en el genio greco-romano.

Con eso ha de ir al mundo el Centro Católico y todo católico. Desde la luz que adoramos ahora sobre el altar hacia las neblinas y lobregueces intelectuales argentinas. Sin melindres dialogísticos, sin humildades derrotistas, sin complejos cobardes. A ejercer el oficio señero del magisterio, del iluminador, del portador de la luz. Con la humildad de la indignidad del mensajero, pero con el orgullo del mensaje. Con la compasión más grande por el ignorante y el engañado, con la indignación -más grande aún- hacia la mentira y sus fabricantes y promotores.

Indignación, sí. Pasión por la verdad y por Cristo. Celo de la Casa de Dios; látigo en la palabra y en las manos.

Quizá eso nos falte: energía, masa, fuego.

Porque, precisamente como universitarios, como estudiantes, como intelectuales, como herederos de Grecia, la luz, la verdad, quizá la vivamos demasiado como una experiencia puramente ideológica. Y todo, a lo mejor, se ha quedado en el plano de las manifestaciones verbales, de los encuentros charlatanes, de los artículos sesudos o del estro poético vertido en efímero papel. Ver claro, sí, hablar claro, también, enseñar claro, por supuesto. Pero ¡no basta!

Porque, cuando el Señor nos grita desde la custodia “Yo soy la Luz”, no está hablando solamente en griego, no es la luz de Platón, de las ideas, de la contemplación etérea o del empíreo cielo. Quiere ser también rayo fulminante, fuego quemante, la energía primigenia, el florecer ubérrimo de la vitalidad mandada por Dios a la tierra en el proloquio del Génesis.

Fuego, vine a traer a la tierra –dijo la luz- y ¡qué he de querer sino que arda!"

El bautismo de Jesús, que los primitivos cristianos llamaban el rito de ‘la iluminación', es, en comparación al de Juan, “ bautismo en el espíritu y en el fuego ”.

Fuego que destruye a Sodoma y Gomorra; el fuego del fundidor que purifica el oro y descarta las escorias; el que consume la cizaña y la estéril higuera y sale en forma de llama de los ojos del hijo del hombre en el Apocalipsis.

El fuego que ardía en el corazón de los peregrinos de Emaús mientras oían hablar al Resucitado; el que desciende sobre los discípulos reunidos el día de Pentecostés; el fuego -como dice la epístola a los Hebreos- que consume el holocausto de nuestras vidas en culto agradable a Dios.

Orígenes , el famoso teólogo alejandrino de principios del siglo III, recogía de la tradición no escrita una frase perdida de Jesús: “ Quien está lejos de mí, está lejos del reino; quien está cerca de mí, está cerca del fuego ”.

Y aquí estamos; cerca del fuego. Fuego velado en trigo. Luz de vida, de poder, de energía, de candencia purificante y vitalizadora.

Él, la Luz, aquí presente, es el fuego heracliano, es la fuente de la energía proteiforme, origen a la vez de la masa y del brillo. El “Sol invicto” –como le llamaban los primitivos cristianos-; fontanar del fulgor y de la vida, del relámpago que aclara y del rayo que fulmina.

Aquí, en la miniaturización de sus circuitos celestes, en el conglomerado de la harina, está la usina de todo poder, de toda energía, de toda vitalidad.

Desde el centro de esta custodia el da consistencia al universo, agrupa potente a los nucleones, hace reverberar las radiaciones, alienta la inercia de las masas, expande como humo a las estrellas, fecunda el misterio de las células, se acumula en el milagro de la fotosíntesis, agita el mensaje de los cigotos, pulsa en los electrocardiogramas, promueve el torrente de la sangre y genera los apetitos y las iras.

El fuego, luz, desde su custodia quiere encender en verdadera vida, en gracia, los corazones cristianos y promoverlos al heroísmo del santo y del cruzado.

La misma raíz jar' de la palabra gracia, ‘jaris' , que decíamos significaba ‘brillar', también significa ‘alegría'. Alegría de la vida, del poder, del combate.

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Todavía resuenan en los oídos de la iglesia las acusaciones blasfemas de Nietzsche en su libro “El Anticristo”. “El cristiano - dice - es el animal doméstico, el hombre-rebaño, el animal enfermo ‘hombre'. El cristianismo ha encarnado la defensa de todos los débiles, bajos y malogrados; ha hecho un ideal del repudio de la vida pletórica (…) ha fomentado los valores de la decadencia, valores nihilistas (…) el cristianismo es la negación de la vida (…) Cristo es la divinidad de los decadentes, del hombre despojado de sus virtudes e impulsos más viriles, el dios de los fisiológicamente disminuidos, de los débiles (…) es el dios – continúa - de la anemia (…) híbrido ser en el que están legitimados todos los instintos de decadencia, todas las cobardías, abandonos y cansancios del alma

¡Qué atroz y sacrílega acusación a Cristo y al cristianismo! Pero ¡lamentablemente! qué justa, tantas veces, descripción de los cristianos.

Porque sí que vemos cristianos castrados, impotentes, burgueses cómodos que han edulcorado el vino ríspido de Cristo y rociado con extinguidores la llama. Sí que los vemos amorfos frente al mundo, pegajosos de baba sentimental, reunidos frente al fuego divino, apagando la hoguera en bailarines sentimientos de guitarra. Sí que los hemos visto también en el autoerotismo masoquista de sus alimentadas tristezas, rechazando la fuerza de la gracia y confundiendo su acedia, su pereza, con la resignación. Sí que los hemos visto refugiarse en sus egoísmos y, por miedo al compromiso, hablar de renuncia al mundo y hacer grotesca la santidad. Sí que los hemos visto, por temor al combate, aceptar la deshonra de una derrota sin lucha y hablar aflautadamente de paz.

Sí que los hemos visto, llenarse la boca de almibarados amores, para no tener que mostrar amor en serio con la espada y con la cruz.

Pero nada de eso viene del Cristo luz, del Cristo fuego, del Verbo de la Vida.

Es verdad -y a mucha honra- que Cristo y la iglesia, también aman -y con inmenso cariño, hasta privilegiadamente- al débil, al enfermo, al acomplejado, al triste, al feo y a la fea, al tonto y al brillante, al rechazado por todos porque no sirve para nada ni nadie en el mundo. Él lo dijo: “Recorre enseguida las plazas y las calles de la ciudad y trae aquí a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los paralíticos ”. Lo dijo Él.

Y prueba abundante de ello no son solamente los Cottolengos sino nuestras iglesias, nuestros grupos católicos, nuestra bendita feligresía. Iglesia madre, Iglesia refugio ¡cómo no habría de recibir en sus brazos a los que el mundo desprecia!

Pero lo hace, no porque se complazca en la debilidad, en la bobera, en lo antiestético. Sino precisamente porque, siendo el horno donde se conserva sobreabundante el fuego, la vida, el poder, lo demuestra dándolo a aquellos que no lo tienen. “ Vayan a contar a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos camina, los leprosos son curados, los sordos oyen, los muertos resucitan, la Buena Noticia es anunciada a los pobres ” No quedan ciegos, paralíticos, sordos, muertos, ¡son curados!

No. No la impotencia, el mal gusto, el aburrimiento, la tristeza, la muerte, sino todo lo contrario: fuego, vida, eso viene a traer Cristo.

El santo puede ser que haya iniciado su camino desde su impotencia, desde su desgracia, desde sus carencias, pero, cuando ya lo ha recorrido en parte y avanza hacia la santidad es porque se ha transformado por el fuego, por la impetuosa vitalidad de la llama.

Y, si de la nada, Cristo puede hacer un santo, ¡qué no querrá hacer con varón o mujer valiosos! Claro que el valor ante Dios es de muy distinta naturaleza que el valor antes los hombres, pero, de todos modos, lo dijo claramente Cristo. “Al que poco tiene, aún lo poco que tiene se le quitará. El que tiene mucho, aún más se le dará

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El Centro Católico Universitario ¿quién lo duda? Tiene la luz, tiene la verdad. Preguntémonos hoy si tiene la misma dosis de fuego, de vida. En última instancia, de santidad.

Interroguemos hoy al Fuego que nos mira y quiere quemarnos desde la hostia si realmente, además de ver, hemos dejado encender su hoguera en nuestras vida. Si la verdad que aceptamos se ha transformado en cada uno en pasión y celo, en vehemencia y en ira, en adrenalina y en fuego.

Y preguntémonos nosotros si vivimos, en corazón apresurado, el ansia del combate. Si montamos en padrillos o en jacas; si preferimos la paz o la espada.

No he venido a traer la paz, sino la espada”, así dijo. Antes que nada la espada para nosotros mismos. Para cortar nuestras excrecencias baldías, nuestros temores pusilánimes, nuestros vicios, concesiones y transigencias. Para llenar de luz –sí- nuestras mentes; pero de fuego, de gracia, nuestras miradas.

Y, frente a un mundo que -ante un cristianismo desarmado que Nietzsche bien describe- ha desalojado casi de todas partes a Cristo, digamos, finalmente, ¡basta! ¡prendamos el fuego!

Basta de retroceder, basta de defendernos. Caballeros, es la hora del ataque. Es la hora de los santos y los guerreros.

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Alteza Serenísima, Señor y Duque de los cuatro continentes, Almirante de todos los océanos, Senescal de las Galaxias, Marqués de los lejanos confines, Hijodalgo de la muy noble casa de David y de Aarón, Mariscal de los ejércitos del cielo y de la tierra, Potestad que sostienes al mundo sobre tus espaldas, aquí hemos venido hoy a tu alcázar lleno de luz y de fuego, ante el trono de tu inefable Presencia, a prestarte nuestro respeto de soldados, a recibir tus órdenes, a afilar nuestra armas melladas.

Llena con tu luz nuestros ojos cansados. Llena de fuego nuestros aceros.

Afuera hay mucha oscuridad y mucho hielo. Y nos contagia fácil la duda y el desmayo.

Llénanos de energía. Lumbre y pedernal, claror y fuerza, luz y solidez, mirada y sable.

Porque mañana, mañana al alba, de una buena vez, atacaremos.

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